Jean Bricmont durante su intervención en la conferencia Axis for Peace que se desarrolló en Bruselas en noviembre de 2005

Como explica perfectamente el jurista canadiense Michael Mandel, el derecho internacional contemporáneo tiene como objetivo, para citar el preámbulo de la Carta de las Naciones Unidas, «proteger a las generaciones futuras del azote de la guerra». El principio básico para lograrlo es que ningún país tiene derecho a enviar sus tropas a otro sin el consentimiento del gobierno de este último. Los nazis lo hicieron repetidamente y el primer crimen por el que fueron condenados en Nuremberg fue el de agresión, crimen que «contiene y hace posible todos los demás».

«Gobierno» no quiere decir aquí «gobierno electo» o «respetuoso de los derechos humanos» sino simplemente «que controle efectivamente las fuerzas armadas» porque es ése el factor que determina que haya guerra o no cuando se atraviesan las fronteras. Es fácil criticar este principio básico, y los defensores de los derechos humanos no se abstienen de hacerlo. Por un lado, sucede a menudo que las fronteras de los Estados son arbitrarias, ya que son resultado de procesos antiguos que fueron totalmente no democráticos y porque muchas minorías étnicas no están de acuerdo con dichas fronteras. Por otro lado, nada garantiza que los gobiernos sean democráticos o que se preocupen un mínimo por el bienestar de su pueblo, pero el objetivo del derecho internacional no ha sido resolver la totalidad de los problemas. Como prácticamente todo el resto del derecho, trata de ser un mal menor comparado con la ausencia de derecho, y los que critican el derecho internacional deberían explicar cuáles son los principios que proponen en su lugar. ¿Puede Irán acaso ocupar al vecino Afganistán? ¿Brasil, por lo menos tan democrático como Estados Unidos, puede invadir Irak para instaurar allí una democracia? ¿Puede el Congo atacar Ruanda como autodefensa? ¿Puede Bangla Desh inmiscuirse en los asuntos internos de Estados Unidos para imponerle una reducción de sus emisiones de gases de efecto invernadero y «prevenir» así los daños relacionados con el calentamiento global a los que está expuesto ése país? Si el ataque «preventivo» estadounidense contra Irak es legítimo ¿por qué no lo fueron el ataque iraquí contra Irán, o contra Kuwait? Peor aún, ¿por qué el ataque japonés contra Pearl Harbor no fue un ataque preventivo legítimo? Cuando nos planteamos este tipo de preguntas, nos damos cuenta enseguida de que la única alternativa realista al derecho que actualmente existe sería, aparte del caos generalizado, la posibilidad para el Estado más poderoso del mundo de intervenir donde le parezca, a no ser que autorice a sus aliados a hacerlo.

Sin embargo, toda el pensamiento liberal elaborado desde el siglo XVII está basado en la idea de que existen esencialmente tres formas de vida en sociedad:
 la guerra de todos contra todos;
 un soberano absoluto que impone la paz mediante la fuerza;
 en tercer lugar, un orden legal democrático, como mal menor.

Los regímenes dictatoriales, denunciados por los defensores de los derechos humanos, tienen las ventajas de un soberano absoluto: preservar el orden y evitar la guerra de todos contra todos, cuya expresión actual es la de los llamados failed states o «Estados fracasados». Los inconvenientes son bien conocidos: el soberano actúa según sus propios intereses, los súbditos no aceptan en su fuero interno la autoridad del soberano y éste provoca un ciclo infinito de revueltas y represión. Esta observación constituye la base misma de la argumentación a favor de la tercera solución.

Lo anterior se considera como algo banal en la discusión sobre el orden interno de los Estados democráticos. Veamos ahora el orden internacional. El soberano, si tuviéramos que abandonar los principios del derecho internacional existente, sería inevitablemente Estados Unidos. Este país persigue, evidentemente, sus propios intereses. Hay que señalar que los partidarios de la injerencia no siempre niegan lo anterior; pero sostienen entonces, haciendo una lectura muy selectiva de la historia, que esa búsqueda aporta al resto de la humanidad más beneficios que males. No comparto esa conclusión aunque, como quiera que sea, las consecuencias adversas del ejercicio de ese poder absoluto corresponden exactamente a lo que podría esperar un liberal clásico: Bin Laden, por ejemplo, es fruto del apoyo brindado a los muyaidines en Afganistán durante la época soviética; por otro lado, al vender armas a Irak, Occidente brindó involuntariamente una importante ayuda a la actual resistencia iraquí.

En 1954, Estados Unidos derrocó a Arbenz en Guatemala. Lo hizo sin esfuerzo y, aparentemente, sin riesgos para sí mismo. Pero al hacerlo contribuyó también a la formación política de un joven médico argentino que allí se encontraba y cuyo retrato campea hoy en el mundo entero: el Che Guevara.

Jean Bricmont y la periodista Diana Johnstone

Durante la Conferencia de Versalles, después de la Primera Guerra Mundial, un joven nacionalista vietnamita vino a Europa para defender la causa de la autodeterminación de su pueblo ante Robert Lansing, secretario de Estado de quien se presentaba entonces como el campeón de la autodeterminación, el presidente estadounidense Wilson. El joven vietnamita no fue tenido en cuenta. ¿Qué riesgo podía representar? Se fue entonces a Moscú, a perfeccionar su educación política, y se hizo célebre: se llamaba Ho Chi Min.

¿Quién sabe lo que engendrará en el futuro el odio que producen hoy las políticas estadounidense e israelí?

En el orden internacional, la tercera solución, la solución liberal, consistiría en brindar más democracia a nivel mundial, a través de las Naciones Unidas. Bertrand Russell decía que hablar de la responsabilidad de la Primera Guerra Mundial era como discutir de la responsabilidad de un accidente automovilístico en un país sin código del tránsito. La toma de conciencia sobre la idea de que el derecho internacional debe ser respetado y que los conflictos entre Estados deben poder ser controlados mediante una instancia internacional constituye de por sí un progreso esencial en la historia de la humanidad, comparable a la abolición del poder monárquico y de la aristocracia, a la abolición de la esclavitud, al desarrollo de la libertad de expresión, al reconocimiento de los derechos sindicales y de los derechos de la mujer e incluso a la idea de la seguridad social.

Es evidentemente al fortalecimiento de ese orden internacional a lo que se oponen Estados Unidos y todos aquellos se apoyan las acciones de ese país en nombre de los derechos humanos. Es de temer que las reformas de la ONU actualmente en estudio conduzcan a legitimar aún más acciones unilaterales. Según el argumento más comúnmente utilizado es escandaloso poner en igualdad de condiciones, en la ONU y particularmente en su comisión de derechos humanos, a los países democráticos y a los que no lo son. Ese argumento equivale a olvidar que en todas las reuniones de los países no alineados y en todas las cumbres del Sur, que representan al 70% del género humano, han sido condenadas –y no sólo por las «dictaduras»– todas las formas de injerencia unilateral, ya sean embargos, sanciones o guerras. A fin de cuentas, los imperialistas liberales, o sea la mayoría de los demócratas estadounidenses y buena parte de la socialdemocracia y de los Verdes europeos –quienes defienden la democracia en el plano interno mientras que predican la injerencia, o sea la dictadura de un solo país o de un grupo restringido de países, en el plano internacional– son totalmente incoherentes.

Finalmente, al quejarse, como sucede a menudo, de la ineficacia de la ONU, hay que pensar en todos los tratados y acuerdos de desarme o de prohibición de armas de destrucción masiva cuyo principal opositor es principalmente Estados Unidos. Son precisamente las grandes potencias las que se oponen con más hostilidad a la idea de que su última carta, el uso de la fuerza, pueda ser contrarrestada mediante el derecho. Pero, al igual que nadie sugiere, en el plano interno, que la hostilidad de la mafia hacia la ley pueda justificar la abolición de ésta, no se puede invocar el sabotaje de la ONU por Estados Unidos como argumento para desacreditar dicha institución.

Existe un último argumento a favor del derecho internacional que puede resultar quizás más importante aún que los demás: el derecho internacional es el escudo de papel que el Tercer Mundo creyó poder utilizar ante Occidente durante la descolonización. Quienes utilizan los derechos humanos para socavar el derecho internacional en nombre del «derecho de injerencia» olvidan que, durante todo el periodo colonial, no hubo fronteras ni dictadores que impidieran a Occidente implantar el predominio de los derechos humanos en los países sometidos. Si tal era su intención, lo menos que se puede decir es que los pueblos colonizados no tuvieron pruebas de ello. Esa es probablemente, además, una de las razones fundamentales que tienen los países del Sur para condenar con tanta fuerza el derecho de ingerencia.

El texto anterior proviene de Impérialisme humanitaire. Droits de l’homme, droit d’ingérence, droit du plus fort?, Jean Bricmont (prólogo de François Houtart), octubre de 2005, 256 páginas, formato de 14 cm x 20 cm, ISBN 2930402148 - 18 euros.
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