El Banco Mundial ha puesto en circulación en estos días un informe titulado “Reducción de la pobreza y crecimiento: Círculos virtuosos y círculos viciosos”. De a acuerdo a los autores del documento, “la tesis más innovadora del informe es que la pobreza persistente de América Latina puede, por sí misma, estar entorpeciendo el logro de tasas de crecimiento más altas”. No hay duda que la pobreza engendra pobreza, pero esta no existe por sí; tiene connotaciones estructurales que el informe no las toma en cuenta, lo cual no llama la atención tratándose de una institución como el Banco Mundial, sobre el que recae parte de responsabilidad en la problemática económica y social latinoamericana.

¿Cómo disminuir la pobreza si durante todos estos años se ha aplicado un conjunto de medidas y programas –orientados por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional- que han restringido la inversión social en aras de mantener equilibrio en las cifras macroeconómicas? De acuerdo al informe, el PIB per cápita de América Latina se redujo un 0,7% durante la década de 1980 y aumentó aproximadamente un 1,5% durante los años noventa, “décadas en las que los niveles de pobreza no registraron casi ningún cambio”. Pero es sabido que la relación PIB per cápita no refleja la real participación de los habitantes de un país en la riqueza por éste generada.

De hecho, en los años 90s y la década del 2000, la pobreza fue mínimamente superior a la de los años ochentas, de acuerdo al mismo documento. Hay regiones en la que se sostiene que, en los últimos quince años, la pobreza disminuyó, como en América Central (del 30% al 29%), pero en los países de la Comunidad Andina creció del 25 al 31%.

El crecimiento económico no implica necesariamente bienestar social, si no miremos los datos del mismo Banco Mundial, que califica a la región de América Latina y el Caribe como la de mayor desigualdad social, luego de África al Sur del Sahara. En nuestra región, el 10% más rico de la población percibe el 48% de los ingresos totales, mientras que el 10% más pobre sólo percibe 1,6%; una de cada cuatro personas vive con menos de dos dólares al día, lo que les lleva a restringir su alimentación, gastos en educación y salud.

Como si la experiencia de los últimos años no fuera suficiente, se insiste en una estrategia para reducir la pobreza a favor del crecimiento, que contempla entre otras medidas mejorar la calidad de la educación y ampliar las oportunidades para llegar a los niveles secundarios y terciarios, estimular la inversión en infraestructura, extender el acceso a los servicios crediticios y financieros, preservar la estabilidad macroeconómica y ejecutar políticas sociales efectivas. El discurso de las cifras macro retumba en los oídos de los trabajadores y pueblos latinoamericanos, en nombre ellas se ha restringido la inversión social, se han privatizado empresas y se han congelado los salarios. Pero aún más, el informe insiste que estas políticas son particularmente importantes para complementar políticas como la liberalización comercial, “que resultan importantes para el crecimiento y la reducción de la pobreza a largo plazo, pero que pueden también tener efectos negativos a corto plazo en pobreza y desigualdad”.

¿Hasta cuándo se va a insistir en la quimera del largo plazo? ¿No son acaso suficientes las tres décadas de neoliberalismo, para concluir que éste fracasó? Ese es el camino que ha conducido a la profundización de la inequidad social, al fortalecimiento de poderosos grupos económicos en cada uno de los países y al dominio del capital financiero internacional.

Los técnicos del Banco Mundial no entienden esto –no pueden entenderlo- pero sí lo comprender nuestros pueblos, por eso se fortalece una corriente democrática y progresista de rechazo al neoliberalismo, que ha propinando golpes políticos en varios lados y que busca opciones de cambio en la región.