Escéptico profesional, así se define Fernández –quien empieza su historia diciendo “tenía 40 años y no creía en nada”- un periodista que rechaza lo que él denomina el “idealismo” de los 70 y toma distancia de la banalidad de los 90. Desde estos escasos datos iniciales, a modo de presentación, las 250 páginas del libro dibujan el personaje que se acomoda perfectamente al paradigma que adelanta crudamente el tercer párrafo del libro, sobre el que volveremos más adelante.

Varios años atrás –en 1984- otro escéptico, asumido esto no sólo como profesional, Jorge Asis, noveló desde Diario de la Argentina su visión sobre la vida en el diario más influyente del país, Clarín. En ese texto el ex Embajador del menemismo en Francia desplegó su prosa irónica, mordaz, hiriente para describir ficcionalmente el período en el cual Asis trabajó en ese matutino, desde las disputas de poder interno, las debilidades humanas, las intrigas afectivas hasta las asambleas de los periodistas.

Entre los libros de Asis y de Fernández Díaz –tomados ambos sin que entre ellos exista ninguna vinculación objetiva más allá del interés subjetivo que sí encontramos para desarrollar estas líneas- otro periodista, bastante menos conocido pero no por ello menos dotado de talento a la hora de escribir una historia, Salvador Benesdra (quien falleció en enero de 1996), encaró su novela El Traductor –finalista en su momento del tradicional premio Planeta- donde ese oficio que define el título de la obra es ejercido por el protagonista en una editorial de las llamadas progresistas, entre los años 80 y principios de los 90.

Es comprensible, casi inevitable, que una actividad como la del periodista convoque el impulso de colocarlo como protagonista de una historia, donde el periodista se pueda transformar en sujeto, por ejemplo, de una ficción, en la que juega tanto el imaginario colectivo -del que toma registro el autor- como esa experiencia personal que puede combinar lo propio con las señales sobre las que decide tomar nota, sean estas expresión de lo individual, parcial y hasta colectivo de una profesión cuyas fantasías, virtudes y miserias la alejan tanto del anonimato como de una realidad más sólida.

Quienes se abocan a esa tarea desde su condición de mujeres y hombres de prensa van sobre un género donde la imaginación dispone, tal vez, del espacio más generoso, en términos literarios, situación que muchas veces condiciona la forma en que el lector se aproxima al texto –lo predispone de una determinada manera-, en tanto quien escribe cuenta con valiosas ventajas, no sólo por manejar esto último sino porque el autor sabe qué se piensa-fantasea acerca de un oficio que lo tiene –otro elemento a su favor- entre sus filas.

Hay guiños para con aquellas imágenes estereotipadas a lo largo de años, cuya incorporación en el registro colectivo permite reconocer enseguida a ese periodista eje de un relato y desde ahí abrir una historia cuya centralidad nunca abandona. Imágenes estereotipadas que son prolijamente tenidas en cuenta pero inteligente y sutilmente dejadas caer –algunas de ellas- durante el relato, siendo mucho más lo que forma parte del manejo implícito del autor que de un comentario, que podría abaratar en mucho la calidad de lo escrito e incluso develaría de manera imprudente una intencionalidad que se mantiene contenida muy por detrás del relato.

No son pocas las veces en que la combinación de lo literario con las señales fuertes que deja cierto recorte de la actualidad –que incluso puede suponer hasta signos de una época- permite ir sobre un terreno donde con delicada inteligencia y destreza narrativa la ficción pasa mensajes que fortalecen sobreentendidos y visiones de la realidad, ardua y extensamente trabajadas. Se puede decir que sólo se trata de una ficción; pero también se puede pensar que esa ficción juega de modo consciente con esas visiones asentadas, en este caso del periodismo o del periodista, donde el lector disfruta de una novela en la que el protagonista-autor (autor-protagonista) explota niveles de complicidad, de un cierto sentido, que se dispone a compartir, donde lo que se cuenta se puede traducir, también, en un “mirá que esto es así, no es apenas una historia imaginativa”.

En definitiva, el que escribe viene del palo del protagonista o viceversa, y por lo tanto sabe de lo que habla, por momentos le da cabida al cronista, que en ese clima ficcional “cuenta” lo que ve, sin definir fronteras que puedan colocar el relato en la zona de una autobiografía –cuya sospecha jamás desaparece ni se concreta-, factor que no restaría brillantez, pero sí cierta magia: no es lo mismo decodificar que unas palabras se hacen cargo de mi fantasía o de mis lecturas de cierta realidad que intuir, advertir, concluir que alguien ha resuelto disponer de sus culpas de manera inteligente en un texto reconfortante. Incluso, dando a entender el autor-protagonista, al cabo de la historia, que ni siquiera son sus culpas, transformando a éstas en virtud, conquistando –además- el elogio que se suele depositar en aquellos que se adelantan a todos -como si esto fuera en sí un valor positivo- y nos revelan lo que imaginábamos, lo que suponíamos y esperábamos leer.

Tomando etapas diferentes, abordando ejemplos distintos y reconociéndose en historias personales que transitaron de manera bastante diversa desde lo ideológico, los autores de los tres libros se meten con la ficción de la mano de su condición de periodistas –El Traductor que encarna Ricardo Zevi en la obra de Benesdra era, claramente, un trabajador de prensa- y recorren los distintos matices de sus historias sin apartarse de esa condición, de la que no despegan, en apariencia, el tono ficcional que, a su vez, les permite el aire que da un género que se aleja de la realidad para fortalecer cierta ambigüedad, en la que la historia no pierde verosimilitud, pero que no compromete al protagonista-autor autor-protagonista en una incómoda debilidad, insoportable debilidad y que, en caso de producirse esto último, lo tendrá, a lo sumo, como uno más de todos; al menos en todo aquello que, en las tres obras, tiene que ver con el lugar, las relaciones de poder, los conflictos que se producen en los medios de comunicación que son escenarios centrales de cada historia, dado que los textos abordan otras dimensiones que sí disponen de otras lógicas (sobre todo en el plano de lo afectivo).

Al igual que Fernández, Rivarola –el protagonista en la obra de Asis- también se convencía de que “no existe una profesión que produzca mayor cantidad de escépticos que la de periodistas” por lo que quienes no se encuadraban en ese perfil –o que sin dejar de tener dosis de escepticismo lo enfrentaban de otra manera- cargaban con otro estigma: “la militancia sindical, entonces –previo al golpe del ‘76, se aclara-, desbordaba; los montos, los erpes, toda la amplia variedad de la izquierda y del peronismo que se autodefinía como revolucionario, le paraba el diario a cada rato.

La cuadra era una sucesión constante de asambleas, de activistas alucinados que se paraban en los escritorios y se largaban a golpear las palmas, con convocatorias”, una forma bastante poco novelada de descalificar desde la historia, aunque un par de páginas después justifique que “aquí no se trata de hacer historia sino de novelar, arbitrariamente, eso sí; como la presente aspira a ser una novela sobre el periodismo y los periodistas, es necesario aclarar que me importa un reverendo pepino la objetividad, la verdad es un valor tan accesorio como relativo”. Y enseguida “novelaba”: “en aquellas jornadas fatigosas, había que aceptarlo, sobraba la gente en la redacción, abundaba también el entusiasmo y los hombres suponían que aún existía un horizonte, tenían propósitos de crear, los desorbitados, por lo menos una alternativa nueva de vida para un país mejor, bonito verso, más justo y más digno, ¿viste?, sin explotadores y otras infamias”.

“Los periodistas –decía el inefable Rivarola/Asis- padecían entonces la ensoñación de creerse partes de la clase trabajadora, carajo, integrantes, también somos proletarios, qué joder”, en un estilo en el que esas penurias (históricamente noveladas en el libro) de los periodistas y sus gruesas asignaturas pendientes con un mundo más justo –como si estas le pertenecieran exclusivamente- retornaban con similar crueldad a lo largo de las 325 páginas restantes.

Más de dos décadas después Fernández era presentado por su autor, Fernández Díaz, como una persona que “Era nada y nadie, es decir: era un periodista” y lo descubría desde ese tercer párrafo del libro al que hacíamos mención más arriba: “se había transformado en un escéptico profesional. Esa definición mercenaria era utilizada para reafirmar que él estaba curado de ideologías y de espantos, y para aventar definitivamente la chance de que alguien lo viera como lo que jamás volvería a hacer: un idealista. Lo dejaba también a salvo de la corrupción intelectual, que los periodistas denuncian pero que también practican...pero envidiaba en secreto a esos mediocres que defendían su pasión, y aunque su condición de escéptico profesional le había deparado éxito y dinero, lo hacía profundamente infeliz”.

El idealismo y la pasión como mediocridad, que parecía extrañamente envidiar Fernández, parecen guardar bastante relación con los alucinados militantes a los que se refería Rivarola. Categoría, esta última, que en algún momento de su vida supo integrar el Ricardo Zevi, de Benesdra, el único de los tres que pasó por esas filas al atravesar las arenas movedizas de un medio de prensa (La Voz, La Razón, Página 12, a comienzos de los 90. ¿Acaso La Turba del libro sea una combinación de experiencias, acaso el reflejo de sólo una?)

Uno, Rivarola/Asis, brilló como un cronista que hacía recordar el estilo de las Aguafuertes de Roberto Arlt, en el diario más importante del país (El Diario de la Argentina/Clarín): arrancó arriba de una nube, lo bajaron a tierra de inmediato y cuando fue necesario, útil, lo elevaron al cielo, de donde lo dejaron caer –y dejó caerse-mientras le abrían la puerta del retiro.

El otro, Fernández/Fernández Díaz, empezó en medios alternativos, vivió la experiencia inicial de acumular horas de redacción en un diario del que se fue porque no quería ser el verdugo de sus compañeros, pasó por un vespertino cuando estos ingresaban en crisis y se fue al interior del país a encontrarse con las contradicciones que significan vivir con la necesidad, la vocación, un idealismo insolvente e ingenuo, la tentación y la soberbia no asumida de creerse más de lo que era.

Por su parte Ricardo Zevi/Benesdra fue el único de los tres que fatigó su compleja personalidad en una editorial atípica, Turba, donde ingresó como administrativo para pasar años mas tarde a ser el único traductor estable, que dominaba más de seis idiomas. La situación dada a partir de un despido en una empresa que “en todas partes hallaba... la miseria, la explotación y la revuelta contra la injusticia, el grito vivo de los hombres brotando de sus laceraciones sociales. Pero donde no se concebía que hubiera sufrimiento social era en la propia Turba”, fue el disparador de una trama que, a diferencia de los otros dos libros, atiende el complejo juego de un conflicto, en el que interviene el interés individual, lo colectivo, una empresa atípica, la tensión frente a la acción externa de un sindicalismo tradicional, la identificación con el ideario de la patronal, en una etapa –fines de los 80, comienzos de los 90- particularmente dolorosa para aquellos pensamientos que confrontaban a un capitalismo que, por esos días, convencía a la mayoría de la sociedad que el presente y el futuro eran neoliberales.

Cabe un rápido señalamiento para después seguir: el conflicto del periodista en su ámbito de trabajo está en los tres casos, del mismo modo que los textos respiran la amplia gama de códigos de la profesión, con mensajes de fácil interpretación, sobre todo desde el modo en que el sentido común define esa profesión, esto último de manera casi excluyente en los libros de Fernández Díaz y Asis.

Mientras aplicaba cirugía mayor para describir la vida estructural del Diario de la Argentina –la lucha de poder en las alturas del grupo, su estrecha vinculación con ese núcleo de presión que era el evolucionismo/desarrollismo, las disputas feroces por espacios y cargos de decisión en el diario y la redacción, la recurrente estrategia empresaria de hacer que delegaba capacidad de resolución para potenciar rivalidades y enfrentamientos donde, indefectiblemente, uno perdía y el que ganaba era el próximo derrotado, con el atractivo que para el lector tiene acceder a esas historias-, en el recorrido de Rivarola/Asis la dimensión colectiva, visto esto como la actitud integral de los trabajadores del diario frente a esa empresa que él bien diseccionaba, adquiere un tono patético, payasesco, brutalmente irónico en la prosa de un protagonista altivo y soberbio, tanto en el período en el que Rivarola todavía no había ingresado –pero que marca el inicio de su relato- como en los tensos momentos previos a su alejamiento. La tropa sólo está capacitada para protagonizar un episodio clase B, bizarro, prescindible.

Al describir a uno de los personajes centrales –el máximo responsable periodístico durante el paso de Rivarola por allí, con quien alcanzó una relación de compinches que se usaron mutuamente-, Rivarola/Asis decía que “era un pesimista perfectamente informado que se marginaba del bullicioso clima contestatario, del infantilismo trágico que se respiraba entre los jugados. A diario, entonces, el Chino Beguiristain o el vasco Antinea, con Pianetti y con Muller se paraban en algún momento sobre el escritorio y golpeaban las palmas llamando a asamblea, en arengas encendidas denunciaban los atropellos de la patronal, a menudo con un lenguaje muy poco sutil. ’los hijos de mil puta del tercero’, por ejemplo, decían, y denunciaban y habían pintadas en todas las paredes cargadas de negatividad del diario, que incitaban a luchar por las reivindicaciones, incitaban tanto a la justicia como al socialismo...había obleas de los montoneros en cualquier puerta, volantes y comunicados del erp, inconcebiblemente hasta de los morenistas del pe, ese, té, a menudo se entonaban consignas en horas que debían destinarse al trabajo, todos los grupos de izquierda estaban presentes...era un festival ideológico permanente...la cuadra (la redacción) era una especie de comuna revolucionaria...de qué se lo podría culpar a Aizenberg (el personaje en cuestión) ¿de tomar distancia de los fáciles revolucionarios –que pronto tendrían que exiliarse, ir en cana o morir, de últimas quedarse quietitos y callarse...” se preguntaba Rivarola/Asis.

Sucede que el Chino (Zemborain), el vasco (Anitúa), Pianetti (Panno) existían, representaban compañeros y formaban parte de la organización que los trabajadores se daban en ese diario y en esos años, y que Rivarola/Asis los devuelve en el tiempo con un nivel de estupidez política que parece justificar, aunque sea en una mínima porción, la cacería militar. Se trata de una ficción, se dirá; ante lo cual habrá que recordar que el autor formó parte del gobierno del indulto a los militares de la dictadura.

Varios años y capítulos después, cuando se venía la apertura democrática, Rivarola/Asis ya es uno más de los que integran una Asamblea: respetado, por entonces querido, verborrágico y con llegada a los que mandan, acepta desde esa personalidad legitimada ser vocero de un reclamo por despidos:

“Virtualmente, se había largado una asamblea...se notaba que a los periodistas les faltaba cierta esgrima política...los troperos (periodistas sin cargo) vacilaban, pero sin la menor conducción, genuinamente, motivados por la sensación de una injusticia, por la arbitrariedad empresaria, por la solidaridad con los despedidos...Rivarola, que estaba, en primer lugar, hay que admitirlo, harto del diario por su situación personal, y cabrero como todos por los despidos, habló. En voz inusualmente alta...(con un lenguaje) que hacía años que no se utilizaba en medio de aquellas paredes grises...Por si fuera poco Rivarola fue designado para redactar el petitorio, documento que fue firmado por todos, hasta por quienes se dedicaban exclusivamente a soplarle en la oreja a Aizenberg (el secretario general de redacción, se recuerda) que lo miraban algo desconcertados, o algo peor, como si fuera, específicamente un traidor. ¿Lo era, Rivarola?”, se preguntaba un Rivarola/Asis inconfundible en su tarea delicada de confundir.

En esto último estaba la clave de cómo cerraba todo: por un lado para la tropa su designación para redactar el petitorio como forma de comprometer a alguien con prestigio y con fluida llegada a la empresa, pretendía legitimar el reclamo; por otro Rivarola/Asis accedía a un escenario más favorable –muy tenso, eso sí- en el partido personal de su crisis con el diario, del que se quería ir y no lo decía, y menos en esa transitoria función gremial, a la que llega producto de una movilización interna que califica como genuina porque no tiene conducción, una forma bastante poco sutil de realzar la espontaneidad por sobre la organización.

Y así fue como volvió a hablar en la última asamblea (después que el petitorio no tuviera respuesta, que despidieran a Nader/Nudler, que la empresa informara que se prohibían las asambleas de ahí en más) y “sintió (Rivarola) grandes deseos de volver a hablar y sintió como que todos en el fondo tenían ganas de que hablara, si era el único jugado, el que no le importaba perder el puestito de la dependencia periodística. ¿Quería hablar por fanfarrón, por jetón, para que lo echaran con la guita?”, dijo, como si al formular la pregunta se ganara el derecho a una respuesta negativa que buscaba, luego, eso sí, de condenar al resto y ganarse un puesto en el podio de la valentía solitaria.

Claro que hubo vida en el Diario de la Argentina después de la huida de Rivarola/Asis, pero el ya no estaba para contarla, ni para sumarse aun desde la diferencia o para proponer otras tácticas para enfrentar políticas patronales que se repetían, donde tan bien hubiese venido cierta experiencia que aportara a la pelea de los troperos.

Años mas tarde el Fernández de Fernández Díaz, al pararse sobre cierto momento de su vida profesional decía que “se había formado en la filosofía de tener más preguntas que respuestas...que no dudar era propio de ciegos, conformistas, dogmáticos, sectarios e imbéciles. Fueran de derecha o izquierda. Los que creían estaban equivocados y eran capaces, llevando hasta el último extremo sus causas sublimes y solidarias, de los asuntos más aberrantes. Es por eso que la generación de Fernández tomaba distancia de los fanáticos y prefería silenciosamente el humor cínico, la posición del francotirador distante, el inconformismo pequeñoburgués, la transgresión módica, la diversidad de ideas y el amor por la ambigüedad de los hechos verídicos”.

Un secretario general de redacción le había dicho a un Fernández dispuesto y joven: “Pibe, la gente quiere sueños y no realidades...los sucesos del día se leen con indulgencia, como si fueran novelas por entregas. Acá la verdad verdadera no puede contarse. Si querés la verdad escribí una novela”. Tal vez sea Fernández esa novela para contar la verdad, que si es la del sincero jefe de Fernández no parece ser otra cosa que reproducir la idea de que esta lógica informativa, por ejemplo, es eterna.

Ese Fernández/Fernández Díaz que escucharía al director de un vespertino en el que trabajaba, a quien llamaban Pinochet (acaso un símil de Laiño, de La Razón) que “esto (el diario) se viene abajo. Vamos a entrar en concurso, y nos van a pedir la quiebra. No se la vamos a dar, pero mientras tanto va a pasar de todo...nos van a pagar el sueldo de a puchitos, por semana o por quincena. Nos van a tomar la redacción, y lo jefes se van a agarrar a las piñas con los redactores. Van a rajar a muchos y los que queden no van a tener ni papel para limpiarse el culo. Van a tener que escribir en el reverso de los volantes del gremio y en las servilletas de la pizzería...”. Y Fernández se fue de ese vespertino. Que tal vez –tal vez- alguien cerró y tuvo que volver a abrir, quizás porque los que no tenían papel ni para limpiarse el culo habían decidido ocuparlo 114 días hasta que el diario volviera a salir, como en La Razón en los 90. Tal vez, no olvidarse que se trata de una ficción. La libertad, eso sí, no es sólo de quien escribe sino también de quien lee.

“La única camiseta que portaría sería la propia –dijo Fernández de Fernández, por si hiciera falta-: trabajaría para la Fundación Felices los Fernández, y no se casaría con nadie y no se tomaría en serio ninguna causa. No había pasión pero tampoco desengaño...Como necesitaba desesperadamente la plata, necesitó creer desesperadamente que estaba haciendo lo correcto, y fue así que se obligó a ser tolerante con los pecadores del periodismo de los noventa, a poner la otra mejilla, a devaluarse para no despertar envidias y a buscar consenso para crear una red de amigos nuevos, y asegurarse con ellos no caer nunca más del mapa”.

“...Fernández practicó la cobardía de quien carece de ideales y tuvo muchas banderas sin creer en ninguna de ellas”, de lo que podría desprenderse aquello de que “al promediar los noventa, Fernández se dedicaba con gran éxito al espionaje y a la cacería humana. Trabajaba en una revista de actualidad que perseguía a los ricos y famosos, y manejaba un ejército de reporteros y una red secreta de confidentes”.

Insistente, Fernández Díaz vuelve al final del libro sobre aquellos rasgos salientes de Fernández: “otras veces sacaba pecho y reivindicaba portar en soledad la mirada escéptica de los que han mirado mucho y la mala leche de los que ya no pueden comprar mentiras, tomar idealismos baratos ni tragar discursitos...Ese temperamento le permitía a Fernández hacer de su debilidad una fortaleza, y de su falta de fe, una ideología”. Tal vez –tal vez- ese pecho hinchado y esa mirada escéptica se depositaban, con incomodidad y buscando el anonimato, en el fondo de la redacción de la primera versión del diario Perfil, cuidadosamente alejado de los 300 tipos que peleaban por la continuidad de ese matutino, o por quedarse en alguna otra publicación de la editorial o, por que no, para que les paguen la indemnización que les correspondía. La continuidad para él, lo sabía, la tenía garantizada.

Cuando Ricardo Zevi/Benesdra le describía a un amigo qué era esa editorial atípica llamada Turba se trazó su propio perfil: “cuando se fundó la empresa era tácito que todo el mundo que laburaba ahí tenía que ser ’revolucionario’. Sin militancia pero leninista. ¡La cara que me pusieron cuando les dije que yo era reformista y socialdemócrata, que mi ideal político era una cruza de PSD alemán y los verdes¡ Me compraron por trotsko, haciéndose los magnánimos...y les resulté un sucio reformista...ahora hace años son todos socialdemócratas de la primer hora”, y frente a la afirmación de su amigo de que todo “en los progresistas es una pose”, Ricardo Zevi/Benesdra soltaba la frase “yo antes de quedarme sin nada, prefiero la pose. Prefiero la pose progresista a la reacción”.

Este también autotitulado “francotirador” –una característica que, dice, lo ayudó mucho en su ingreso a la empresa- luego de reconocer que Turba “creció en mi cabeza, en mi cuerpo, en mis venas, hasta devorar mi mundo casi por completo y plantarse en el centro de mi ser como el eje en torno del cual giraba para mí todo el universo visible” supo advertir sus exageradas expectativas a partir de comprender un hecho: el cambio en “la política laboral de la empresa”. Y desde esa conclusión desplegó, en buena parte de las 400 páginas restantes, el conflicto con todos sus matices: los que peleaban frente a un acto de injusticia –despidos-; los que eran contemplativos por la atipicidad de la empresa; la actitud de la comisión interna y de cada delegado; la candidez de los más jóvenes; la simpleza de los más veteranos de la línea de producción fuera de la redacción; los enviados por la patronal; los miedos de los temerosos; la ingenuidad de pensar en usar a la burocracia sindical –instalada en el sindicato- a la que todos detestaban, sin picardía y sin espaldas (estéril intento a cargo del protagonista); la dureza y crueldad patronal. Y, también, la propia debilidad de Ricardo Zevi/Benesdra, que sin estrategia adecuada sucumbe, impotente y se va.

“No me sentía bueno por no poder soportar impasible que se cometiera en frente de mí una injusticia que yo tenía alguna posibilidad de impedir, de mitigar, de combatir o de anular. Me sentía rebelde, vergonzoso, tímido pero no bueno. Sentía que una vergüenza ingobernable me impedía presentarme ante mi propio orgullo, ante mi propia conciencia, si había temblado tanto frente a esa injusticia como para no haberme atrevido a intentar aplastarla, anularla, liquidarla...”. La confesión de Ricardo Zevi/Benesdra no se permitiría eximirse de errores, pero una proyección honesta de aquel personaje no dudaría de su consecuencia, su militancia y sabría reconocer su incapacidad de conducción, su oratoria y su tono inconfundible, su dispersión y la carencia de una muñeca política que se correspondiera con su potencialidad intelectual. Por eso el Ricardo Zevi/Benesdra se desarrolla desde otro lugar, en la trama y en la vida, donde sus errores –incluso hasta alguna concesión al sentido común- no justifican que El Traductor sea colocado en la misma cuerda que los otros dos libros. Más bien forma parte de aquello de la excepción y la regla.

Habitantes de distintas redacciones Rivarola/Asis y Fernández/Fernández Díaz tienen, en sus relatos, cierto origen ideológico en común, por izquierda, que parece habilitarles un imaginario salvoconducto, desde donde leen y actúan en la realidad con la suficiencia de quienes hablan habiendo pasado “por allí”. Allí es la frenética discusión ideológica, el sectarismo, algún esbozo de lucha, el sentimiento antipatronal, el progresismo, el desencantamiento hasta terminar en la resignación militante que se mete como cuña en las filas de quienes deciden pelear, aún equivocados como el Ricardo Zevi/Benesdra, contra aquello que suponen injusto.

Con inteligencia desnudan el estado de descomposición, disputas palaciegas, enfrentamientos miserables y locura de poder que subyace en aquellos medios –algunos emblemáticos- en los que estuvieron, a veces aludiendo a la condición de clase de sus patrones, aunque para arribar a esta lectura haya que andar un tramo largo por el andarivel de las interpretaciones, sobre todo porque tanto Fernández/Fernández Díaz y Rivarola/Asis rechazan por antigua e insostenible semejante categoría; pero ese regodeo literario descree de toda posibilidad de modificación de esa realidad injusta e insoportable, mucho más si ésta se plantea de manera colectiva en los ámbitos en los que ellos estuvieron. Al nombrar como nombran esa realidad/ficción lo hacen no apenas para cuestionar la impericia de quienes se organizan, como pueden, para enfrentar la injusticia que imponen empresarios poderosos amparados en la impunidad –por ejemplo para medir con inteligencia la relación de fuerzas con que se cuenta- sino para negar de antemano que ello fuera posible, incluso deseable.

Los francotiradores –categoría en la que también se inscribe, curiosamente, el Ricardo Zevi/Benesdra, pero que a efectos de lo que sigue no lo contiene- son los que novelan y ficcionalizan una profesión que los tuvo –salvo en el caso de Zevi/Benesdra- como pasivos actores devenidos en fiscales irrebatibles, dotados de una gran inteligencia, una gran capacidad literaria y profesional, un olfato fino, sensible, que combina la calle con formación teórica e intelectual. Esas sólidas virtudes se movilizaron, seguramente, a la hora de darle salida a la necesidad de contar una historia de periodistas o del periodismo. Esas mismas virtudes habrán tomado registro que el sentido de ese tipo de textos puede enfrentar la lógica establecida o reafirmarla, y que para que esto último ocurra no es necesario recurrir a una burda explicitación.

La respuesta colectiva y sus ámbitos de discusión convertidos en ridículas expresiones masturbatorias, canal de frustrados, “revolucionarios” –así, siempre entre comillas, desliz en el que cae hasta el propio Ricardo Zevi/Benesdra-, ineptos, idealistas absurdos, de competencia oratoria, es el concepto ideológico que predomina, subrayando hasta el paroxismo la debilidad que todos conocen (y que es la que los que tienen poder se encargan de difundir y aprovechar cuando se les ocurre) y que sirve para que los jugados a su propia suerte ratifiquen que nada vale la pena, mientras otros se disponen –con voluntad o inteligencia o convicción o las tres cosas- a enfrentar esa debilidad que nadie se atrevería a negar.

En un Encuentro en Defensa de la Humanidad, realizado en Anzoátegui, en el mes de junio último, en su trabajo “La responsabilidad del escritor en los relatos de victoria y derrota”, la excelente y talentosa escritora y periodista española Belén Gopegui, se propuso hablar sobre “la responsabilidad de la ficción. Hablar de que es posible que los relatos disimulen los delitos de los poderosos, humillen a los oprimidos, quieran alimentar con cantos a los hambrientos”.

“Sé que la ficción –analiza Gopegui- goza de un estatuto especial y que en cierto modo lo necesita. Podemos matar en la ficción sin que nos salpique la sangre, es necesario conservar esta posibilidad” y se pregunta hasta dónde llegar, para luego recurrir a la contundencia: “yo no tengo ninguna posibilidad de prohibir relatos y no hablo desde ahí. Reivindico algo bastante más humilde, la posibilidad de criticar la ficción por lo que cuenta, por lo que propone, por haber analizado no sólo las comas, las estrategias narrativas, la brillantez formal, sino haber analizado además a quién salpica la sangre y de quién es la sangre que salpica o, dicho de otro modo, qué valores se articulan y dramatizan y por qué. Creo, diré, que en contra de lo que a menudo se afirma, éste es un juicio que se hace siempre, que no ha dejado de hacerse y que está íntimamente relacionado con la percepción colectiva de lo bueno, de lo deseable, de lo intolerable”.

Seguimos con Gopegui: “una cosa es recelar del maniqueísmo y otra no ver que la historia se ha ido construyendo con conflictos en los cuales un bando tenía legitimidad y el otro solo tenía la fuerza...Si tuviera que haber una clase de justicia para el mundo de los relatos tal como tendría que haberla para el mundo de los hechos, podríamos pensar que el aura no está bien repartida...a no ser que pensemos que hay en el perdedor romántico, y en el romántico de cierta estirpe, una suerte de complacencia en su propio destino”.

Finalmente advierte: “si se implanta, como se está implantando, la idea de que la legitimidad sin victoria puede ser literaria, épica, bella, complaciente, se habrá empezado a convertir lo insoportable en soportable. Se habrá empezado a desarmar al hombre y a la mujer de lo que aún les pertenece, ese instante en que la indignación se convierte en acto”.

Pero es una ficción, se repetirá.

Entonces habrá que hacer un esfuerzo intelectual para entender por qué en la novela Fernández, Fernández/Fernández Díaz dice que Guinzberg (uno de sus personajes) “en su primer desembarco de primera mañana en una radio nacional, hizo un comentario políticamente incorrecto y recibió cincuenta llamadas de oyentes que lo repudiaban...al día siguiente morigeró un tanto sus posiciones, y aún así recibió cuarenta llamadas aplastándolo. Tres días después acomodó un poco más su discurso, y sólo lo insultaron veinte. Así siguió la cosa hasta que un día recibió diez llamadas felicitándolo calurosamente”, mientras que Jorge Fernández Díaz, el autor de Fernández (hoy en La Nación, ayer en La Razón, el Diario de Neuquén, El Cronista, Somos, Gente, Noticias, Diario Perfil, El Espectador) escribe como periodista, precisamente el pasado 7 de junio, Día del Periodista, que conoce “algunos periodistas que entraron en la radio con una idea política y salieron con otra. Uno de ellos el primer día hizo un comentario y recibió cincuenta llamadas castigándolo. Al día siguiente lo llamaron otros cien oyentes para recriminarle. Al tercer día empezó a morigerar su posición: sólo recibió veinte mensajes en contra, y dos a favor. Lentamente fue virando su posición y siendo complaciente con su audiencia y hubo un momento en que recibió cincuenta llamadas a favor”.

En todo caso no se trata ni siquiera de saber que hay de ficción y que hay de realidad: en ambos textos se consolida la idea de que al condenable camaleonismo se sube por un solo lado y, por lo tanto, aquellos que van directamente –sin escalas ideológicas incorrectas- a alcanzar el éxito en la profesión merecen el respeto, aunque expresen los valores más detestables. Y desde ese lugar –una elevada plataforma mediática de la que se apropiaron unos pocos, que permiten, incluso, que se critique, cuestione, ataque porque quienes lo hacen jamás pretenderán cambiar las reglas del juego- todo lo demás será parte de la gilada, que casi nunca podrá hacer de sus padecimientos una ficción publicable, aunque construya una historia valiosa, intensa, que unos pocos generalmente la cuentan interesadamente mal, porque los lectores consumidores son como aquellos oyentes que llamaban al amigo de Fernández/Fernández Díaz para insultarlo por los comentarios políticamente incorrectos.

Alguna vez se dijo que si la historia la escriben los que ganan eso quiere decir que hay otra historia. El círculo cierra cuando la ficción se afirma en los valores dominantes, donde la derrota es reivindicada en tanto manifestación de lo individual, y en la que el mayor logro consiste en hacer placentero aquello que tiene destino de inmodificable.

En estos días, estas semanas, en las que una vez más el periodismo, la prensa, ha pasado a ser tema de debate –para algunos apenas un acto de oportunismo- vale tener en cuenta, además de discutir su sentido frente al atropello monopólico de los grandes medios y la contradictoria actitud del Estado, que esa lógica en materia de comunicación tiene su propia ficción que la reproduce, aunque cuestione algunos, sólo algunos, de sus mecanismos más notorios, que termina naturalizándolos.

Mientras tanto, la ficción se presenta apenas como eso. Una ficción.