Período colonial

Las consideraciones sobre la “identidad” del Nuevo Mundo las desarrollaron el Inca Garcilaso de la Vega y Felipe Huamán Poma de Ayala.

En aquellas construcciones político-literarias eran muy fuertes los símbolos y representaciones provenientes de la cultura indígena peruana del mundo de los Incas, y ello sin duda ha debido tener alguna influencia en el hecho de que, durante los siglos de dominación colonial, la imagen y las ideas del Inca Garcilaso de la Vega llegaron a convertirse en bandera de lucha para los proyectos vinculados al mestizaje y a la población indígena.

Período de la Independencia

Los criollos, es decir los blancos hijos de españoles, nacidos en América, los hombres que dirigieron la guerra de Independencia, tenían otra formación cultural, otras ambiciones, otra conciencia de sí mismos, y se identificaban con otras estructuras simbólicas. Desde luego, el mestizaje no formaba parte de su “identidad” –ni desde el punto de vista social ni desde el punto de vista cultural–, como había ocurrido con el Inca Garcilaso, hijo de español y de india, y propagandista de la idea de que el mestizaje es la nacionalidad latinoamericana. Por el contrario, los criollos independentistas, señores de hacienda y amos de esclavos y de indios, real o presuntamente blancos por los cuatro costados, tenían una tendencia “natural” a buscar en Europa su propia identidad. Frente a la España reaccionaria y conservadora, oponían los principios de la Francia revolucionaria; frente al catolicismo feudal, la ilustración republicana. Sus discursos, cartas y proclamas, llenas de alusiones latinas y grecolatinas, de giros renacentistas y de la recién aprendida terminología de los herejes franceses, invitan a pensar que, al menos en el campo de las representaciones simbólicas, la lucha de independencia hispanoamericana fue una guerra de una parte de Europa contra otra parte de Europa. Tal situación no era solamente el reflejo de una actitud de “dependencia” de los criollos hacia las metrópolis, como se ha dicho; si bien es verdad que tal actitud de dependencia existía y se fortalecía por lazos económicos y comerciales, no debemos olvidar que la enorme masa de indios y mestizos, la plebe, el “populacho”, constituían una sombra amenazante ante esos criollos, y contribuían a reforzar, con su presencia, la ya fuerte tendencia criolla a diferenciarse de esos grupos humanos. Muy ilustrativa es, al respecto, la posición de Bolívar, quien plantea (Carta de Jamaica) que “no somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles: en suma, siendo nosotros americanos por nacimiento y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar éstos a los del país y que mantenernos en él contra la invasión de los invasores; así nos hallamos en el caso más extraordinario y complicado…” [1]

Estas son líneas muy reveladoras. Bolívar plantea que los indios son los legítimos propietarios del país; que los españoles, es decir los padres de los criollos, son usurpadores; que los criollos, hijos de los usurpadores, han nacido en América pero sus derechos son los de Europa (¿derecho de conquista?); y que, en fin, ellos deben expulsar a sus propios padres, no para devolver el país a sus legítimos propietarios, sino para adueñarse de la tierra usurpada. Tales planteamientos no son asombrosos, si se considera que el proceso de Independencia fue en cierto sentido la culminación de la obra de la Conquista en beneficio casi exclusivo de los descendientes de los conquistadores, y si se recuerda que Simón Bolívar era un rico aristócrata criollo.

Pero, sin duda, la conciencia de estar luchando contra sus propios padres, de estar perpetuando una usurpación contra los indígenas, y de afirmar su identidad como la de “Europeos nacidos en América”, tiene que haber contribuido al desarrollo de profundos y complejos sentimientos de culpa, individuales y colectivos, entre los criollos que dirigieron las guerras de Independencia. Tales sentimientos de culpa parecen haber sido muy fuertes en los países bolivarianos, cuya dirigencia criolla mantuvo siempre –por encima de todas sus divergencias internas– una unánime actitud de agresivo desprecio contra la “pardocracia”, es decir contra la plebe mestiza y mulata, a la que consideraba su enemiga natural (Bolívar hablaba de la “enemistad natural de los colores” en 1828). [2].

Ahora bien: si la culpa frente a la mayoría mestiza e indígena generaba sus propios mecanismos de autojustificación a través del desprecio social y del marginamiento político, la culpa frente al padre español parece haber sido compensada con un proceso sicológico distinto. Entre 1808 y 1826, los criollos dirigieron la lucha sin cuartel –muy sangrienta en el caso de Colombia y Venezuela–, contra una monarquía despótica, dueña de un inmenso poder colonial, y contra la población española de Hispanoamérica, de un modo que recuerda el deseo edípico del hijo por abatir al padre. La expulsión traumática del progenitor ibérico, y de la imagen del poder real, generó un vacío que debía ser llenado, y la culpa encontró una vía de sustitución en el proceso político-institucional de edificación del nuevo Poder. Los libertadores –“hijos ingratos”, como los calificaba la documentación oficial española–, se autodesignaron Padres de la Patria, y el poder autócrata del Monarca fue reemplazado por el Poder más o menos arbitrario, más o menos discrecional, más o menos personalista, del Padre en turno (Bolívar, Paéz, Santander).

A partir de allí, el reforzamiento de los vínculos entre las imágenes de representación Padre-Poder, Patria-Poder y Padre-Patria, ha funcionado en beneficio de las élites gobernantes, y de los caudillos personalistas, a menudo brutalmente dictatoriales, de los cuales está llena la historia de América Latina. No es de ninguna manera una casualidad que el temible Trujillo, quien gastaba fortunas comprando los servicios de literatos que le escribieran pomposas biografías apologéticas, se hiciera llamar “Padre de la Patria Nueva ”.

Estas tendencias hacia formas paternalistas y caudillistas, realizadas a veces dentro de marcos relativamente progresistas, pero casi siempre dentro de marcos muy reaccionarios, eran tan patentes en la sociedad colonial que un hombre tan inteligente como Simón Bolívar no podía menos que verlas y comprenderlas en toda su significación. En muchos de sus documentos, pero especialmente en su Carta de Jamaica, Bolívar señala las dificultades que existen para establecer verdaderos sistemas republicanos y democráticos en Hispanoamérica, y reconoce como factores decisivos en esta situación, los hábitos de obediencia de los pueblos, la influencia de valores de autoridad impuestos por el régimen colonial, y la inexistente experiencia de los criollos dirigentes de la revolución en el manejo de los asuntos del Estado. No obstante este diagnóstico, y a pesar de sus conocidos planteamientos sobre la necesidad de imponer un poder central autoritario, Bolívar fue uno de los más fuertes defensores de las formas republicano-democráticas, en parte por razones ideológico-filosóficas, pero muy particularmente porque la élite dominante que surgió de la Independencia era un conjunto heterogéneo de fuerzas y de intereses, que exigían garantías y derechos particulares. Las formas constitucionales republicanas, así, aparecían como la reglamentación de las garantías para todas las corrientes participantes en la dirección del proceso indepen. dentista.

Pero todo ello no debilitaba, sino que más bien reforzaba y encauzaba la tendencia paternalista-caudillista: cada corriente tenía su líder carismático, su “Padre de la Patria”, su Caudillo. La democracia republicana de los primeros años fue una democracia entre Caudillos y para Caudillos.

De ahí que, terminado el período heroico de la revolución e iniciada la edificación de los nuevos Estados, prácticamente todas las cuestiones referentes al problema nacional quedaran ligadas, en el campo de las representaciones simbólicas, a las imágenes del “Padre de la Patria ”, del “Poder” y de la “Autoridad”. La búsqueda de una identidad nacional, que se había iniciado en los esfuerzos del Inca Garcilaso por encontrar los modos de síntesis de varias “naciones” (o culturas) en una sola, concluía ahora con la proclamación de que una sola de esas “naciones” (o culturas) era la nación verdadera; que todos los demás grupos humanos debían someterse a su ley; que el Estado construido por y para los blancos europeos nacidos en América era no solamente la encarnación de la nación, sino la nacionalidad misma, y que, por tanto, los Padres de la Patria eran también los Padres de la Nacionalidad.

[1Simón Bolívar, Obras Completas, Ed. Lex, La Habana, 1950 segunda edición (Comp. Lecuna), tomo I, p. 164.

[2Véase Magnus Morner, “Bolívar y la cuestión racial”, en La mezcla de razas en la historia de América Latina, Ed. Paidós., Buenos Aires, 1969, pp. 88 a 90.