A la izquierda en este fotomontaje aparece el intelectual francés Thierry Meyssan, al centro las torres gemelas el 11/S, a la derecha el actual presidente estadounidense George Bush a finales de mandato y su candidato a la presidencial 2008 McCain. Intelectuales, investigadores, periodistas de buena fé, denuncian desde hace tiempolas mentiras oficiales del 11/S, que han servido de pretexto para la política imperial mundial, que las elites estadounidenses utilizan en su ideología por acaparar los recursos naturales por la fuerza, constituyendo hoy la principal amenaza para la Paz Mundial.
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Al abrir la polémica sobre los atentados del 11 de septiembre, no tenía yo conciencia de proyectarme hacia a lo que pronto empezaría a conocerse como «una guerra global sin fin». Creí que simplemente estaba haciendo mi trabajo como periodista cuando señalé las incoherencias de la versión gubernamental. En los días subsiguientes, publiqué en Internet una serie de artículos en los que reconstruía la cronología de los hechos, minuto a minuto, y señalaba el increíble papel del NORAD (el comando de la protección militar aérea estadounidense). Indiqué inmediatamente que los autores de los atentados tenían cómplices en la Casa Blanca y en el Estado Mayor Conjunto; que los individuos a los que se acusaba de haber secuestrado los aviones no aparecían en las listas de embarque; que la acumulación de indicios que estos habían dejado tras de sí no resultaba creíble; que había explosivos en las Torres Gemelas, que Osama Ben Laden resultaba una cómoda coartada para justificar un ataque contra Afganistán decidido con anterioridad; y, por supuesto, que todo aquello serviría para alimentar el «choque de civilizaciones» y justificar toda una cadena de guerras.

Al igual que muchos más, había comprendido yo que aquel día el mundo había sufrido un cambio. A pesar de ello, seguí actuando y escribiendo como antes. No fue hasta más tarde, al afrontar las dificultades que iban surgiendo, que encontré nuevos medios para defender nuestra libertad.

Me aventuré a identificar a los grupos capaces de montar una operación de aquella envergadura. Como había estudiado anteriormente las redes stay-behind de la OTAN (comúnmente conocidas como Gladio), me llamó la atención cierto número de similitudes en el modus operandi. Encontré en mis archivos la copia de un boletín interno de los comandos que tienen su base en Fort Braga, conocidos bajo la denominación de Fuerzas Especiales Clandestinas (Special Forces Underground).

Se anunciaba allí, con 8 meses de antelación, el atentado contra el Pentágono. Bajo la presidencia de Bill Clinton, aquel grupo –que se compone de soldados de élite implicados en las principales acciones secretas de Estados Unidos en el extranjero– había sido acusado de participar en una conspiración. En aquel entonces, no había tenido yo por desgracia la posibilidad de investigar más sobre el tema.
Me di entonces a la tarea de reconstruir detalladamente los diferentes atentados para entender mejor el mecanismo. Al tratar de establecer la cronología exacta del atentado contra el Pentágono, releí con perplejidad varios despachos de la Agencia France Presse:

AFP | 11 de septiembre de 2001 | 13h46 GMT |
URGENTE Evacuado el Pentágono después de la catástrofe del World Trade Center
WASHINGTON – El Pentágono fue evacuado el martes después de un atentado terrorista que tuvo como objetivo el World Trade Center en Nueva York, indicaron responsables americanos.
jm/vm/glr

AFP | 11 de septiembre de 2001 | 13h54 GMT |
URGENTE Dos explosiones en el Pentágono (testigo)
WASHINGTON – Dos explosiones sacudieron el Pentágono en la mañana del martes y está saliendo humo de una pared del edificio, se supo mediante un testigo, Lisa Burgués, periodista del Stars and Stripes.
jm/gcv/vmt

AFP | 11 de septiembre de 2001 | 14h51 GMT |
URGENTE Un avión se dirige hacia el Pentágono
WASHINGTON – Un avión se dirigía en la mañana del martes hacia el Pentágono en las proximidades de Washington, indicó un responsable del FBI a la AFP..
smb/cw/vmt

AFP | 11 de septiembre de 2001 | 16h07 GMT |
Un avión se estrella contra el Pentágono (testigo)
WASHINGTON – Un avión de pasajeros se estrelló el martes contra el Pentágono golpeando violentamente el edificio situado cerca de Washington al nivel del primer piso, reportó un testigo, el capitán Lincoln Liebner.
«Vi ese enorme avión de American Airlines llegar rápidamente y a baja altitud», declaró este testigo.
«Lo primero que pensé es que nunca había visto uno tan bajo», agregó. «Me di cuenta que lo que estaba sucediendo justo antes de que chocara» con el edificio, acotó el capitán precisando que había oído gritos de personas en el lugar del drama.
El Pentágono está en Virginia, a cerca de un kilómetro del segundo aeropuerto de Washington, Reagan National Airport.
jm/gcv/vmt

Según la versión gubernamental, un avión de pasajeros se estrelló contra el Pentágono a las 9h38 (13h38 GMT). Pero, según los despachos de la AFP, hubo dos explosiones en el edificio antes de que el avión se estrellara. Entonces, no hubo uno sino varios atentados contra el Pentágono.

Me puse entonces a comparar todas las fotos disponibles de la escena del crimen para ver si había o no huellas de diferentes explosiones.
Sin embargo, una pregunta volvía a mi mente una y otra vez: ¿Cómo había sido posible que el redactor de la AFP titulara uno de sus despachos «Un avión se dirige hacia el Pentágono»? Es posible, en efecto, observar que un avión se dirige hacia Washington, pero ¿cómo saber si su blanco allí va a ser el Pentágono, el Capitolio o la Casa Blanca? Decididamente, aquello no estaba claro.

Mostré las fotos que había recolectado a algunos amigos competentes: un ex piloto de intercepción, un bombero, un especialista en explosivos. El piloto no entendía por qué los terroristas se tomaron el trabajo de hacer una complicada maniobra para estrellar el avión contra la fachada en vez de lanzarlo simplemente sobre el techo [del edificio]. El bombero y el especialista en explosiones se sorprendieron ante el incendio, que no se parecía en nada a los que se producen en los accidentes de aviación. Observé entonces lo que todo el mundo debió notar desde el primer momento: no había en la fachada ningún orificio de entrada del avión en el edificio, ni ningún fragmento del avión en el exterior. Simplemente porque no hubo ningún avión.

Acababa yo de encontrar «el huevo de Colón» y América no me daría las gracias por ello.

Retomando también las fotos, mi hijo mayor, Raphaël, puso en evidencia la irracionalidad de la versión gubernamental mediante un juego de los 7 errores que recorrió en pocas horas la web mundial. En momento en que mis artículos existían solamente en francés, las notas explicativas que acompañaban aquellas fotos fueron rápidamente traducidas a los principales idiomas mientras que el carácter lúdico de la presentación de las imágenes garantizaba su popularidad. La gigantesca máquina propagandística que la alianza atlántica había puesto en marcha para imponer la versión gubernamental había despertado el interés del público por todo lo relacionado con los atentados.

Empujado por aquella ola, el «juego de los 7 errores» atrajo a una decena de millones de internautas en dos semana. Era la primera vez que una operación de desinformación de envergadura planetaria resultaba desenmascarada en tiempo real a los ojos del mundo. Se producía así lo que los comunicadores del Pentágono, sorprendidos ante aquel brusco cambio de la situación, llamaron «el rumor».

Al resumir mi investigación mediante algunas pocas fotos y exhortar a los internautas a juzgar por sí mismos, Raphaël lograba captar la atención del público como ya lo había hecho en otras ocasiones con el mismo éxito. Pero –como contrapartida de aquella simplificación– reducía el asunto a un simple problema de comunicación gubernamental mentirosa mientras que ignoraba su dimensión política. En aquel momento, recibí el apoyo masivo de mis colegas.

En los foros profesionales hubo debates en los que se comparó el atentado del Pentágono con los muertos de Timisoara (en 1989, la prensa se dejó embaucar por los opositores de Ceaucescu que expusieron cuerpos que habían sido objeto de autopsias como si se tratara de cadáveres de personas torturadas).

Proseguí entonces mi investigación. Exploré tanto los secretos de la nueva política energética de Dick Cheney, que conducía inevitablemente a las tropas del imperio a apoderarse de las reservas de hidrocarburos del «Gran Medio Oriente», como la extraña trayectoria de Osama Ben Laden, desde la Liga Anticomunista Mundial hasta el emirato de los talibanes.

En Norteamérica, el principal semanario hispano de información general, Proceso, retomó integralmente en octubre un largo dossier que yo había dedicado a los vínculos financieros que unen a las familias Bush y Ben Laden. Se revelaba así de pronto que los dos hombres que encarnaban respectivamente «el mundo libre» y «el terrorismo» se conocían entre sí y que compartían incluso intereses comunes en momentos en que misteriosos individuos bien informados habían obtenido ganancias fabulosas especulando por adelantado sobre la base de los atentados.

Fueron esas informaciones las que acabaron por convencer a algunos líderes estadounidenses de que los conspiradores no estaban en alguna cueva de Afganistán sino en la Casa Blanca. La representante por el Estado de Georgia, Cynthia McKinney, interrogó a la administración Bush ante el Congreso. Su voz fue ahogada por las vociferaciones patrióticas, pero la duda acababa de hacer entrada en el Capitolio.

En definitiva, reuní mis diferentes artículos y los publiqué en forma de libro en marzo de 2002. Esa nueva presentación, en forma sintética y coherente, de datos que ya había ido publicando durante 6 meses transformó bruscamente la naturaleza del debate. Salíamos de las discusiones sobre los detalles de los hechos para abarcar de nuevo su significado político. De poner en duda los comunicados gubernamentales pasábamos a señalar con el dedo a los criminales, sobre todo porque lo más importante del libro era un análisis de la transformación futura de Estados Unidos en un Estado militar-policíaco y una descripción de su nueva tendencia expansionista.

Perplejos, mis colegas franceses guardaban silencio mientras que la prensa internacional, desde el diario húngaro Népszabadság hasta el chileno La Tercera, publicaban crónicas sobre L’Effroyable imposture. [Publicado en español bajo el título La Gran Impostura, NdlT.]. A pesar de la ausencia de la menor publicidad, el libro, del que se imprimieron 10 000 ejemplares, se agotó en 5 días. Perplejo, un animador de televisión atípico, Thierry Ardisson, me invitó a su programa. El libro se reeditó entonces urgentemente y rápidamente se vendieron 180 000 ejemplares en Francia.

Para la alianza atlántica, me convertí así en el hombre al que había que desacreditar urgentemente. Para mis colegas, que me habían dado ánimos hasta aquel momento, pasé de pronto de la categoría del simpático reportero Tintín a la de peligroso competidor y abominable hereje. Comenzó entonces un diluvio de imprecaciones. Con sólo raras excepciones, todos los medios respetables me lincharon al unísono. El más virulento fue el diario de izquierda Libération, que me estigmatizó en 25 artículos sucesivos. Sin la menor vergüenza, el diario Le Monde publicó un editorial en el que deploró mi independencia de pensamiento libre de las presiones económicas de la profesión. Dominique Baudis, presidente del Consejo Superior Audiovisual, mencionado en mi libro por su papel en el seno del Carlyle Group, hizo que sus subordinados se comunicaran por teléfono con los grandes medios audiovisuales para que me negaran el acceso a sus programas.

El aspecto surrealista que tomaba la polémica resultaba aún más evidente en la medida en que Francia se encontraba en medio de la campaña con vista a las elecciones presidenciales. Todos los candidatos evitaban por tanto cuidadosamente hablar del 11 de septiembre para no provocar divergencias entre sus propios partidarios. La ciudadanía, desilusionada al ver que sus líderes no se pronunciaban y convencida de que los medios de difusión no aceptarían nunca reconocer que se dejaron embaucar por los voceros de la administración Bush, se volvía espontáneamente hacia mis análisis.

Fue entonces cuando el Centro Zayed, el poderoso instituto de estudios políticos que los Emiratos Árabes crearon para la Liga Árabe, me invitó a hablar en Abu Dhabi. Acudieron tantos diplomáticos que la mayoría no pudo entrar en la sala y asistió a la conferencia desde los jardines. Después de la conferencia uno de los más célebres periodistas árabes, Faisal Al-Kassim, me hizo una entrevista de una hora para Al-Jazira. Durante estas intervenciones presenté nuevos elementos y aporté la prueba de que el atentado contra el Pentágono se perpetró con un misil de las fuerzas armadas de Estados Unidos. Lo más importante es que exhorté a los Estados miembros de la Liga Árabe a pedir la creación de una comisión investigadora internacional por la Asamblea General de la ONU. La polémica política avanzaba así un paso más y se instalaba en lo adelante en el campo de las relaciones internacionales.

El Departamento de Estado tardó más en reaccionar, aunque había enviado una delegación de 7 diplomáticos a escucharme. El Centro Zayed publicó en árabe una versión de La Gran Impostura y el soberano envió los 5 000 ejemplares a las principales personalidades políticas e intelectuales del mundo árabe. Los Estados árabes se negaban a cargar con la responsabilidad colectiva de los atentados. La Liga Árabe y el Consejo de Cooperación del Golfo estaban al rojo vivo. Desacreditar al Centro Zayed se hacía urgente para Washington.

Se desató una campaña de difamación para acabar con los contactos de ese prestigioso instituto con el extranjero. En definitiva, los Emiratos Árabes Unidos decidieron cerrarlo aunque fuera al precio de crear una nueva estructura antes que desgastarse en una polémica inútil.
La Gran Impostura se tradujo a 25 idiomas y alcanzó el primer lugar en las ventas en todos los países de la cuenca del Mediterráneo, exceptuando a Israel. Como utilicé los primeros fondos que cobré en el financiamiento de la actividad editorial de la Red Voltaire en el Tercer Mundo, los atlantistas se movilizaron para provocar la quiebra de mi editor, de manera que nunca pude cobrar los derechos de autor, que debían ser considerables.

Washington ejercía presiones de todo tipo sobre Francia para que me hicieran callar. Una organización sionista llamó Hollywood a boicotear el Festival de Cannes, maniobra que Woody Allen logró hacer fracasar. El Departamento de Estado amenazó a los medios de prensa que insistiesen en mencionar el debate con anularles cualquier acreditación. La cacería de brujas se hacia general.

Simultáneamente, algunas voces libres se hacían oír en Europa. Sobre todo la del ex ministro alemán Andreas von Bulow y la del ex jefe del Estado Mayor ruso, el general Leonid Ivashov. La opinión pública y las cancillerías tenían opiniones diversas. Después de realizar verificaciones, los principales servicios de inteligencia militar estaban convencidos de la superchería de la administración Bush. De manera que se puede decir que la más gigantesca operación de propaganda de la Historia había fracasado en menos de un año.

En Estados Unidos el movimiento a favor de la verdad se desarrolló con evidente retraso en relación con el resto del mundo. Los estadounidenses necesitaban un largo período de duelo antes de recuperar su espíritu crítico.

Durante los 5 años transcurridos desde el 11 de septiembre de 2001 recibí varios miles de amenazas de muerte por correo postal y por correo electrónico y tuve que afrontar grandes peligros. En todos mis viajes, algunos Estados y a veces personas privadas pusieron a mi disposición escoltas armados y autos blindados, sin que yo lo pidiera. Supe que se podía viajar con identidades falsas y pasar las aduanas sin ser controlado. Nunca supe con certeza quién me protegía de esa forma.

Tuve la oportunidad de reunirme con numerosos jefes de Estado Mayor, jefes de gobierno y jefes de Estado para presentarles mi investigación sobre el 11 de septiembre y para comunicarles informaciones que no se podían publicar. Sus puertas se abrieron ante mí con extraña facilidad.
En función de lo que entendí, albergo la sensación de tener una deuda personal para con Jacques Chirac, con quien nunca me reuní pero cuya alta figura evocaron siempre ante mí aquellos que me recibían y quienes garantizaban mi seguridad.

Durante esos encuentros a alto nivel, observé la evolución de las relaciones internacionales.

El 11 de septiembre se puede analizar como un crimen en masa o como una operación militar, pero quedará en la Historia como una puesta en escena que precipitó al mundo hacia una serie de imágenes y un discurso irracionales. Los hombres que lo propiciaron quisieron provocar un cambio ideológico en Estados Unidos y lo lograron. Ese país pasó de una concepción mesiánica de su propio papel en el mundo a un milenarismo. Hasta entonces se veía a sí mismo como un modelo de virtud y de eficacia. Esperaba regenerar a la vieja Europa y vencer al comunismo ateo. Ahora se presenta como un Estado que está por encima de los demás y con la misión de administrar el mundo él solo.
Si los símbolos del poderío financiero y militar estadounidense –el Centro Mundial del Comercio y la sede del Departamento de Defensa– se han visto crucificados, ha sido en aras de propiciar la transfiguración de la bandera de las barras y las estrellas. Desde aquel entonces, Estados Unidos no tiene ya ni adversarios, ni socios, ni aliados. Sólo tiene enemigos y súbditos.

La retórica oficial se hunde en el maniqueísmo: «El que no está con nosotros está contra nosotros». El mundo se convierte en un campo de batalla escatológico donde Estados Unidos e Israel encarnan el Bien, mientras que el mundo musulmán encarna el Eje del Mal.

Este brusco cambio ideológico entroniza el triunfo de la doctrina Wolfowitz sobre la doctrina Brzezinski. A fines de los años 70, Carter y Brzezinski decidieron vencer al Pacto de Varsovia sin confrontación militar directa sino azuzando contra él al mundo musulmán (primero en Afganistán, luego en Yugoslavia y en Asia Central) y reservar las capacidades militares estadounidenses para garantizar la seguridad del aprovisionamiento en hidrocarburos (creación del Central Command).
Pero, sobre la marcha de la «Tormenta del Desierto», Paul Wolfowitz aconsejó aprovecharse del derrumbe de la URSS para abandonar el sistema de seguridad colectiva de la ONU y proclamar la supremacía exclusiva de Estados Unidos e Israel.

Para ello era conveniente acrecentar al máximo la asimetría de las capacidades militares mediante el desarrollo del arsenal israelí-estadounidense y disuadiendo a todas las demás potencias de presentarse como rivales. Esto implicaba sobre todo privar a la Unión Europea de toda veleidad política ahogándola en una ampliación forzosa e indefinida.

Esas dos doctrinas estratégicas han gozado del apoyo de diferentes grupos de influencia económica. Los que sueñan con el crecimiento continuo y la apertura de los mercados cuentan con la estrategia de Brzezinski para garantizar un retroceso de los regímenes socialistas y un aprovisionamiento permanente en materia de energía tanto para sí mismos como para sus clientes. Por el contrario, los que sueñan con maximizar las ventas de armas y las ganancias especulativas cuentan con la estrategia de Wolfowitz para crear disparidades y tensiones, sin temer a las desigualdades, crisis y guerras que se presentan como oportunidades para los negocios.

Sin embargo, el espectro del pico petrolero –o sea, el comienzo del agotamiento del petróleo explotable– ha convencido a una sociedad maltusiana de que la paz era imposible a mediano plazo y de que el futuro pertenece a los depredadores.

El mundo actual está obligado a hacer frente a dos Estados expansionistas: Estados Unidos e Israel. Ambos se mueven en función de una lógica que los devora desde adentro: concentran sus capacidades en el fortalecimiento de su poderío militar en detrimento del desarrollo interno. Han consagrado casi toda su actividad a la economía de guerra, en forma tal que para ellos es la paz lo que resultaría funesto. Están obligados a huir hacia delante o a caer en la quiebra. Sin embargo, el apetito de ambos no amenaza a todo el mundo de la misma manera ni al mismo tiempo.

Los europeos se han comportado como avestruces. Han rechazado la verdad sobre el 11 de septiembre porque creían poder seguir siendo aliados de Estados Unidos cuando no eran más que una presa de este último. Admitieron sin pestañear el ataque contra Afganistán por parte de los anglosajones, la creación de un largo corredor que debe permitir a estos últimos drenar los hidrocarburos del Mar Caspio, y la creación de vastas plantaciones de amapola que les permiten apoderarse de los mercados europeos del opio y la heroína. Algunos europeos, lidereados por Francia, creyeron que podrían oponerse a la invasión de Irak. Pero no pudieron hacer otra cosa que decir lo que indicaba el derecho y fueron castigados por su atrevimiento al ser obligados a pagar esta guerra, mediante la dolarización forzosa de las reservas monetarias del Banco Central Europeo. Retrocediendo un poco más, los mismos europeos tratan ahora de desempeñar el papel de mediadores con Irán, como si sus esfuerzos diplomáticos pudiesen modificar la voluntad del Imperio.

Lejos de esas lastimosas dilaciones, el mundo musulmán y los Estados latinoamericanos han dado prueba de lucidez. Comprendieron rápidamente que, luego de haberse sido considerados como variables de ajuste durante la guerra fría y más tarde como peones en el «gran tablero» de Zbignew Brzezinski, no les aguardaba otra cosa que el exterminio. Habían cometido el delito de vivir en el sitio equivocado. Los musulmanes estorbaban en la explotación de los hidrocarburos; los latinoamericanos utilizaban sus tierras para alimentarse en vez de cultivar los biocombustibles indispensables para los 4x4 de los yanquis. Así que no es por casualidad que el jeque Zayed de los Emiratos Árabes Unidos, y más tarde Sadam Husein en Irak, y después Bachar el-Assad en Siria fueron los primeros jefes de Estados en romper explícitamente la mentira. Y, siguiendo la misma lógica, hoy son los principales líderes del Movimiento de Países No Alineados, el venezolano Hugo Chávez y el iraní Mahmud Ahmadinejad, quienes más se expresan sobre el tema.

Los dirigentes rusos, por su parte, se han dividido en un función de una tendencia que ya existía desde antes. Los que estaban preocupados por un rápido enriquecimiento no querían comprometer sus negocios internacionales buscándose la enemistad de Estados Unidos. Por el contrario, los que soñaban con recuperar el estatus de superpotencia aconsejaban debilitar a Estados Unidos mediante la revelación de sus mentiras.

Pragmático, Vladimir Putin no escogió ninguno de los dos bandos sino que actuó de forma que Rusia sacara el mayor partido de la situación. Se indignó medianamente por la guerra en Afganistán, por lo mucho que le divertía ver a los estadounidenses desbaratar el emirato de los talibanes que ellos mismos habían creado, principalmente para utilizarlo como base de retaguardia en la desestabilización de Chechenia. Se opuso a la invasión de Irak, pero más que enfrentar a Estados Unidos prefirió empantanarlos allí apoyando en secreto a la resistencia. Tomó la misma actitud en lo tocante al Líbano y se sorprendió –como todo el mundo, por cierto– ante la victoria del Hezbollah sobre el régimen sionista. Y hoy recurre alternativamente a la negociación o a la amenaza en cuanto a Irán.

Poco a poco está posicionando a su país no como rival de Estados Unidos, sino como protector de los débiles y como árbitro. Por eso se abstiene de hacer declaraciones sobre el 11 de septiembre y permite que los veteranos del KGB lo hagan profusamente en su lugar.
Luego de haber creído durante un período de tiempo más o menos largo que se trataba de una pesadilla que iba a disiparse con el despertar, los gobiernos del mundo entero han tomado conciencia del problema que plantea el 11 de septiembre y de la transformación de Estados Unidos. Cada uno de ellos tiene la obligación de proteger a su propio país, lo cual no impide la realización de acciones colectivas para neutralizar a la fiera. Las fuerzas armadas de Estados Unidos y de Israel son muy dependientes, en efecto, de sus ex aliados.

Es así que la negativa de Turquía a permitir que la US Air Force utilizara su espacio aéreo para bombardear Irak obligó al Pentágono a desplazar su dispositivo y a retrasar su ataque. Si otros Estados se hubiesen opuesto así, pasivamente, a esa guerra, la misma no habría podido realizarse.

Sin embargo, el paso a la acción colectiva supone un mejor conocimiento del modo de funcionamiento del imperialismo y del impacto que pudiera tener la adopción coordinada de medidas nacionales. Es a eso a lo que deben dedicarse ahora quienes militan por la verdad sobre el 11 de septiembre. Las víctimas centroamericanas de los escuadrones de la muerte de John Negroponte tienen que intercambiar experiencias con sus víctimas iraquíes. Los indios de Guatemala que se vieron confinados en reservaciones por los consejeros israelíes de la junta tienen que reunirse con los palestinos encerrados en la franja de Gaza. Las personas secuestradas y torturadas en América Latina durante la Operación Cóndor tienen que debatir con las que acaban de ser secuestradas en Europa y torturadas por la CIA, y así sucesivamente. Eso es lo que hemos comenzado a hacer con la conferencia Axis for Peace.

La mentira del 11 de septiembre proporcionó la base de la retórica de la administración Bush. Ha llegado la hora de admitir que no se puede combatir la política de esta administración sin denunciar esa mentira.