“Hay un grave malestar en Ecuador con Colombia, no sólo por los recientes traspasos de la frontera, sino que se ha ido acumulado en casi una década de desencuentros… el rechazo proviene, además, de que el gobierno de Uribe parece desconocer las consecuencias del conflicto sobre los países colindantes y da la impresión de no tomar en cuenta los procesos hoy en curso en la mayor parte de países suramericanos, Ecuador en particular, que entrañan opciones políticas distintas a las del gobierno colombiano y que también cuentan con un fuerte arraigo social.”
Hasta fines del siglo pasado Colombia era percibida por Ecuador como su gran vecino -el hermano mayor- y, en consecuencia, las múltiples interacciones sociales y económicas, reforzadas en el marco de la integración andina, eran fuertemente apreciadas y resultaban mutuamente beneficiosas. Además, como herencia dela Guerra Fría, había una tácita convergencia en la mirada del conflicto armado y del tratamiento que le daban los gobiernos colombianos. Con la agudización del conflicto hacia mediados de los noventa, la frontera colombo-ecuatoriana comenzó progresivamente a ocupar el lugar que habían tenido las zonas cercanas a Venezuela como espacio de manifestación del conflicto, por la actuación de los grupos irregulares o del Estado colombiano. Esa situación hizo que Colombia pasara a convertirse, ante los ojos de muchos ecuatorianos, en una amenaza.
Los grupos armados irregulares aumentaron su acción y sus disputas por el control de las zonas fronterizas con Ecuador, estratégicas para su economía de guerra. De ahí la extensión de cultivos de uso ilícito y el aumento, tanto de ataques a instalaciones petroleras, como de diversos contrabandos para el procesamiento de la coca y para el abastecimiento militar y logístico. Los efectos generados por los grupos irregulares sobre Ecuador no dieron espera: hostigamiento a la población con secuestros, extorsiones y presiones; violación de la soberanía por el traspaso de la frontera en busca de refugio, descanso, abastecimiento, espacio operativo o aprovechamiento de la dolarización para blanqueo de dineros; presión para buscar su reconocimiento y neutralizar a los sucesivos gobiernos vecinos; desplazamientos de poblaciones colombianas luego de masacres o asesinatos; daño ambiental por la sustitución del bosque primario por cultivos ilícitos, y por desechos de químicos utilizados en el procesamiento de la coca.
Esa dinámica del conflicto colombiano, sumada a la propia situación interna del Ecuador, llevó a que la población de su frontera norte fuera estableciendo fuertes interacciones con sectores ilegales colombianos. Ecuatorianos han sido vinculados con los cultivos ilícitos, el blanqueo de dinero, la venta de precursores para la cocaína, los contrabandos de explosivos, municiones y armas, o el abastecimiento logístico a la guerrilla.
Asimismo, acciones y omisiones de los últimos gobiernos colombianos han generado fuertes impactos negativos sobre el Ecuador. A la sombra de la crisis política del gobierno de Samper, la acción guerrillera y paramilitar se extendió hasta las zonas fronterizas. En procura de fortalecer al Estado, debilitado por la crisis, Pastrana aceptó modificar sus propósitos iniciales y convertir el Plan Colombia en un instrumento estadounidense antinarcóticos primero, y antisubversivo después. Y, a pesar de que dicho Plan se aplicaría en la frontera con Ecuador, no informó de sus propósitos al gobierno vecino. La aplicación del Plan generó daños ambientales en la frontera en razón de la fumigación de cultivos de uso ilícito, y al mismo tiempo incentivó el desplazamiento de nacionales, que vino a sumarse a la migración económica de colombianos hacia el país vecino, fenómenos que tuvieron efectos negativos sobre el empleo y el aumento de la delincuencia en Ecuador, y que opacaron los buenos desempeños de muchos colombianos en la inversión y el trabajo. En la misma línea de Pastrana, pero aún con mayor énfasis, Uribe ha ligado su estrategia de seguridad a Washington y a su sistema internacional unipolar, basado en la convicción de que Estados Unidos es el único país que posee la capacidad para apoyar la respuesta militar del gobierno colombiano a la amenaza armada interna. En desarrollo de su política, el gobierno de Uribe ha desarrollado el Plan Patriota en el sur con operaciones de contraguerrilla, ha incrementado el pie de fuerza militar y policial en los municipios fronterizos, y ha fumigado ampliamente las zonas de frontera, todo ello con diversos efectos sobre poblaciones aledañas.
De igual manera, la administración Uribe ha tratado de comprometer a los gobiernos de los países colindantes con su estrategia de seguridad, y ha alcanzado algunos acercamientos y acuerdos. Con Lucio Gutiérrez, Uribe había llegado a cierto entendimiento y Ecuador tomó en ese período diversas iniciativas regionales relacionadas con el conflicto colombiano. Igualmente, los dos presidentes, reunidos una y otra vez, firmaron acuerdos de seguridad para el manejo de problemas en la frontera compartida. Los convenios se tradujeron, entre otras cosas, en la localización de un contrabando de armas para las FARC en el que estarían implicados militares ecuatorianos, en el descubrimiento de una red internacional de lavado de dinero, y en la detención de un líder de las FARC en Quito, al comenzar el año 2004. Esos pactos, sin embargo, fueron cuestionados por diversos sectores sociales, políticos y del mismo gobierno ecuatoriano, y estuvieron en la base de algunas de las manifestaciones que llevaron a la caída de Gutiérrez.
El desarrollo de un sentimiento anti-colombiano en Ecuador tiene diversas causas. Ante todo, distintos sectores ecuatorianos asumen las iniciativas del gobierno colombiano como un intento de involucrarlos en el conflicto interno y en la estrategia estadounidense de extender su perímetro de seguridad del Caribe hacia los Andes -a partir del aprovechamiento del conflicto colombiano-, estrategia que no sólo no comparten, sino que no les deja márgenes de acción independiente. La política de seguridad del gobierno de Colombia es interpretada como una pieza esencial de esa estrategia, de la cual el mismo Uribe parece mostrarse como un aliado incondicional. Y las élites gubernamentales, políticas y económicas de Colombia subestiman las graves consecuencias de la estrategia estadounidense tanto para el país como para toda la región andina. Ignorancia tanto más grave cuanto que Washington, por medio del manejo bilateral de su política con cada país andino, se esfuerza por generar mutuas incomprensiones entre los vecinos para impulsar así sus propios intereses geopolíticos.
El rechazo de las políticas gubernamentales se deriva, también, de la reiterada negativa del presidente Uribe a reconocer la existencia de un conflicto armado en Colombia y de la reducción de la situación a un fenómeno de terrorismo, alimentado por el narcotráfico. Como rechazo a la posición oficial colombiana, en medios académicos y gubernamentales de países como Ecuador predomina la idea de que en Colombia se vive una guerra civil, en uno de cuyos lados se encuentra un gobierno que se empeña en negar la existencia del conflicto y quiere regionalizar su estrategia de seguridad. A esa mirada contribuye la caracterización que hace Uribe del conflicto como la mayor amenaza suramericana, así como la equívoca invitación a la intervención de tropas extranjeras para hacerle frente al terrorismo. Además, el propio Uribe ha reiterado la decisión de ir por los guerrilleros donde quiera que se encuentren y de ofrecer recompensas a quien de información sobre ellos o proceda a retenerlos.
Todas estas actitudes son leídas como sendos llamados a regionalizar el conflicto. De ahí que distintos sectores de los países vecinos, de Ecuador en particular, hablen de la regionalización de la confrontación colombiana, atribuyéndole cada uno un significado diferente, que presiona por soluciones distintas a aquellas por las que propugna el gobierno colombiano. Unos la equiparan con la estrategia de seguridad estadounidense, otros con un “derrame” del conflicto hacia los países contiguos. Pero en ambas miradas se pasa por alto la interacción que distintos sectores vecinos desarrollan con actores del conflicto colombiano a partir de sus propias dificultades internas y de flujos transnacionales ilegales a los que también están ligados.
El rechazo proviene, además, de que el gobierno de Uribe parece desconocer las consecuencias del conflicto sobre los países colindantes y da la impresión de no tomar en cuenta los procesos hoy en curso en la mayor parte de países suramericanos, Ecuador en particular, que entrañan opciones políticas distintas a las del gobierno colombiano y que también cuentan con un fuerte arraigo social. Por este motivo, sectores estatales ecuatorianos se quejan de que el gobierno colombiano no toma en cuenta sus propias circunstancias, se limita a pedirles cooperación con la idea que la seguridad de Colombia es su propia seguridad, y sugiere que no hacerlo así les acarrearía mayores problemas. El desconocimiento de la situación de los vecinos y las presiones de Washington para que actúen de acuerdo a su estrategia han obstaculizado la realización de acciones conjuntas y el mantenimiento de los acuerdos para enfrentar los efectos del conflicto y las interacciones que con el han establecido algunos sectores de esos mismos países.
La situación del Ecuador, país que desde hace varios años vive una aguda inestabilidad política y turbulencia social es talvez el más significativo al respecto. La pregunta sobre qué hacer frente al conflicto armado colombiano se ha convertido en parte central de las tensiones políticas y sociales internas del Ecuador. Así se puso de presente en la caída de Gutiérrez, en las marchas y el paro anunciado en marzo de 2006 contra el TLC, la OXY y el Plan Colombia, y, sobre todo, en las recurrentes denuncias de traspaso de la línea limítrofe por parte del ejército colombiano en persecución de las FARC. En esas oportunidades las protestas ecuatorianas estuvieron acompañadas de un ascenso inmediato de la popularidad del presidente Palacio y se convirtieron en el único consenso nacional logrado por los ecuatorianos en los últimos tiempos: acuerdo entre el presidente y el congreso, entre muy diversos grupos políticos y sociales, y en todas las dependencias del Estado. Situaciones como éstas dan cuenta de la importancia del tema en las tensiones internas, que sólo logran ser momentáneamente superadas en torno al fuerte cuestionamiento de las relaciones del país con Colombia, que son equiparadas a las relaciones con Estados Unidos. Esta asociación tiene que ver, entre otras cosas, con el rechazo ya antiguo a la implicación del Ecuador en la estrategia antidroga estadounidense a través de la sesión de la base de Manta, tema que aún hoy hace parte central de la campaña electoral.
Las opciones de los gobiernos colombianos y el difícil contexto interno ecuatoriano, sumados a la interferencia estadounidense, han impedido que cada una de las partes entienda las necesidades del vecino y llegue a acuerdo para abordar asuntos transfronterizos en los que ambos países están implicados y que no pueden manejarse con una mirada meramente nacional. Colombia mira con desconfianza que la falta de control en Ecuador deje el campo libre al contrabando de armas y explosivos ecuatorianos, así como al refugio de guerrilleros en ese país. Ecuador no quiere verse involucrado en el conflicto colombiano ni que se vulnere su seguridad por ese motivo. Ante la exasperación de la población con las actuales condiciones y enfrentado a la presión de diversos sectores, el gobierno ecuatoriano, unas veces opta por cerrar la frontera, exigir a los colombianos el pasado judicial y amenazarlos con la exigencia de visa; otras, cuando siente que Bogotá no toma en serio sus reclamos, amenaza con llevar el caso a la ONU o a la Corte de La Haya, obligando así al presidente Uribe a aceptar la exigencia de suspender la fumigación a diez kilómetros de la frontera y a ofrecer disculpas.
El contexto de incomprensiones sobre la situación de cada país y sobre sus imperativos de seguridad, así como la injerencia estadounidense, han trabajado en contra de un entendimiento estable entre Colombia y Ecuador para hacerle frente a los problemas comunes. En lugar de los acuerdos se han impuesto, en ocasiones, la diplomacia del micrófono que solo agrava los problemas, los mutuos temores y recriminaciones que hacen escalar rápidamente las tensiones, o las vías de hecho, como el traspaso de la frontera por las fuerzas de uno u otro país, como se aprecia en las recurrentes denuncias ecuatorianas o en los recientes señalamientos colombianos en el mismo sentido. En esos hechos están de por medio no sólo interpretaciones jurídicas y políticas distintas de asuntos como el de la soberanía nacional, sino también el respeto del derecho internacional, decisivo para la convivencia pacífica entre países vecinos.
Otro nefasto resultado de todas estas circunstancias ha sido que, ante la falta de acción común, numerosos problemas transfronterizos se han agravado la precaria situación económica y social en las zonas fronterizas. Incluso, la zona de integración fronteriza entre los dos países, que fue la primera en formarse en el marco de la integración andina, ha dado grandes pasos atrás. La situación se complica aún más debido a que, en virtud de la “securitización” desmedida de las agendas nacionales, los problemas sociales de ambos lados se tratan bajo la lógica militar y se les concede así a las fuerzas armadas un indeseable papel protagónico en el manejo de las fronteras que son, ante todo, ámbitos de estrecha articulación binacional.
Por los efectos indeseables del conflicto colombiano y de las estrategias oficiales, el gobierno de Uribe sigue teniendo una gran responsabilidad en el impulso de un marco concertado con Ecuador, para el manejo de los asuntos fronterizos y para hacerle frente a las complicadas agendas subregionales o transnacionales económicas y de seguridad. Esto exige reconocer que no cualquier vía es válida para lograr los propios objetivos, y que no es legal ni legítimo realizar operaciones en territorio vecino sin el consentimiento del gobernante del otro país. Exige también aceptar que las interdependencias que se han tejido a lo largo de la historia de la vecindad, pero sobre todo con la integración andina, demandan un esfuerzo de muta comprensión de los intereses y prioridades de cada lado y la búsqueda de acuerdos para hacerle frente a inaplazables problemas comunes y transfronterizos.
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