La tarea de los mochacabezas
Allí apareció en el Salón Elíptico del Congreso de la República. Alta, muy alta y visiblemente inquieta. Subió al estrado con pasos indecisos y se acercó al micrófono de los testigos; toda ella envuelta en un aire vacilante. Miró al frente como si no percibiera a ninguno de los concurrentes; con todo, sabía que nuestras miradas la intimidaban. Tal vez por eso, a sus movimientos voluntarios, un poco torpes y nerviosos, añadía otra serie de gestos, una especie de pequeños sobresaltos que parecían escapar de su control. Entonces, supimos que esta negra de espigada figura, ataviada con ropajes de vivos colores, tenía algo de psiquiátrica. Minutos más tarde, ella lo confirmaría: desde hace algunos años venía siendo objeto del cuidado de especialistas en algunos hospitales mentales; su historia tampoco daba para menos. Un espontáneo le acomodó el micrófono para que no tuviera que agacharse al hablar; para que se sintiera más tranquila. Ella dio un paso hacia atrás, tomó un respiro y se puso de frente. Entonces, echó su rollo.
Era el año 96. Su familia vivía en una zona rural del municipio de Riosucio (Chocó). En la vereda todavía se gozaba de cierto equilibrio en el existir. El sudor y el trabajo reflejaban un único gesto de combate contra la desventura. Vivían ellos –y todos los que compartieron su destino- con el apego a un pedazo de tierra como el único espacio donde anidaban todas sus esperanzas; en ella clavaban sus manos como hierros que la arañaban, la golpeaban y también la acariciaban. Y de esa manera, algo de ella brotaba premiando todo ese esfuerzo: el sustento necesario que, aunque precario, era considerado como una especie de bendición… Y, quién creyera, aún así, llevar esa vida era un signo de alegría.
Cualquier día llegó una tropa que tenía todo el aspecto de ser regular. Así se presentaron y así fueron atendidos dentro de muy modestas condiciones. Ellos, los primeros que llegaron, cuestionaron a todos los habitantes del poblado; los inquirieron, les exigieron información y respuestas sobre aspectos que ellos desconocían. Las respuestas como que fueron unánimes; como que no correspondían a lo que aquellos pretendían. Entonces, les dijeron en voz alta: “A nosotros nos ocultan todo. Pero ya vendrán… ya vendrán los mochacabezas… A ellos tendrán que decirles las cosas y confesar la verdad… Ya verán…”.
Aquellas palabras tuvieron el breve efecto de una oscura sentencia. Esa misma noche, otro grupo de hombres, con armas ya familiares, se presentó al caserío; ordenaron que todos se reunieran en el cementerio. A nuestra amiga, la psiquiátrica, ya la habían abordado en su vivienda; junto a ella, también habían capturado a Pablo Agustín, el compañero y padre de sus hijos. Justamente a él fue a quien eligieron para practicar un ritual de escarnio. Una vez apiñada la población, Pablo Agustín fue dejado en paños menores y colgado en una cruz. Luego, fue azotado; fue golpeado y humillado a machetazo limpio. La escena debía transcurrir de modo lento y calculado. Todos tenían que permanecer con los ojos abiertos; estaban obligados a no voltear el rostro. Era además perentorio que sus alaridos quedaran registrados en cada una de las memorias… “Todos viendo cómo el tripaje se le salía del cuerpo… Todos viendo cómo le abrían la cabeza y se le escurrían los sesos…”.
Agotada esta faena, los hombres aquellos dieron otra orden deplorable: nadie podía mover ni recoger el cadáver; no debían darle sepultura. De hecho, a la siguiente noche regresaron para verificar su cumplimiento. Esta vez recorrieron el caserío con lista en mano y algunas fotografías. Ella fue abordada y nuevamente escrutada. Le preguntaron por una mujer que tenía su mismo nombre. Entonces, perpleja, ella dijo que no se conocía. Se negó a sí misma, como lo hicieron otros tantos en esas otras horas eternas y oscuras. Cuando por fin llegó el amanecer, ella y otras 190 familias comenzaron el éxodo que hasta ahora no termina. Ella recuerda que quiso despedirse de aquel amasijo de carne, de aquella cosa que todavía debía estar colgada en el cementerio; pero no pudo realizar el deseo de decirle adiós al hombre de su vida. Alguien la contuvo sabiamente. Cuando pasaron por el cementerio, ya todos sabían que el número de descuartizados había aumentado… Ella lo reconoce. Había escapado bajo el milagro de un artificio; por efecto de una treta, de un truco que en realidad no fue tal: en verdad, aquella por la que preguntaban ya había dejado de existir. Ella ya no era ella; ella, era otra.
La verdad, con testigos
Ahogada en el ruido pendenciero que truncó la expectativas de las familias que miraban con esperanza y optimismo el inusitado avance en el tema del intercambio humanitario; ensombrecida luego, casi que inmediatamente, por las crudas imágenes que de los secuestrados llegaban de nuestras selvas; con lo que se quiso validar el gesto de descortesía y la traición a un pacto que se había adquirido ante la comunidad nacional e internacional-… Ahogada, pues, y ensombrecida; escondida y disimulada como una culpa vergonzante, así quedó la sentencia del Tribunal Internacional de Opinión para el asunto del desplazamiento forzado, por la que se estableció una responsabilidad histórica y política del Estado colombiano, de sus agentes y funcionarios, por su compromiso en la aparición y articulación de una práctica masiva e instrumentalizada que, bajo la consigna de combatir los grupos insurgentes, logró el objetivo de un control y dominio territorial, a través del cual se conquistó el éxodo generalizado y la expropiación intensiva de las propiedades de millones de nuestros compatriotas.
Habría que decir que las sesiones del Tribunal no fueron suficientes; que faltó espacio y tiempo para recoger la copia de testimonios. No obstante, éstos fueron suficientes, y la verdad revelada por ellos fue contundente y sobrecogedora. Y, ¿qué decir de las cifras?... La respuesta es escandalosa... Son cuatro millones de colombianos quienes –gracias a los treinta mil a quienes el gobierno no ha podido encontrar el mecanismo jurídico ideal para indultarlos–, se han visto arrojados a llevar una vida paria y miserable. Son los mismos millones cuya calamidad y dolencia no tiene cabida en los programas de gobierno; aquellos que tampoco inquietan la conciencia de nuestros medios de comunicación, tan llamados ellos a verse seducidos por los maquillajes palaciegos que distraen la atención y ocultan sus cobardías.
A Carlos Castaño habrá que abonarle la franca aspereza de haber reconocido el invisible meridiano por donde se estaba jugando nuestra actual historia. Hace años dijo que su proyecto tenía posesionado al Congreso y que “ellos”, con su estrategia de guerra sistemática, habían realizado una verdadera reforma agraria (asunto del que nunca habla el ministrillo de cuerda, el mismo que regala almuerzos donde quiera que va, a cambio de que los asistentes se pongan sus camisetas estampadas)… También dijo que el país no estaba en condiciones de saber algunas verdades que, de revelarse, conmocionarían al establecimiento y lo sumergirían en crisis. Desde entonces ya sabíamos que nuestra situación política y social pasa por un juego de máscaras y disimulos.
Por eso, mientras nuestro tejido social siga siendo mancillado; mientras esos millones de colombianos permanezcan invisibles para una sociedad que, indolente, no le concede ningún valor a su destino (hipócritamente espera, eso sí, un desenlace que sin dudas conducirá a criminalizarlos); mientras la apropiación de sus territorios se convalide y se afeite al amparo de leyes que, en lugar de ajustar los motosierristas a la civilidad, redime sus pecados como gesto de gratitud… Mientras todo esto ocurra, habrá que decir que este gobierno está construyendo su prestigio y pavonea una grandeza construida sobre la inmensa tragedia de los excluidos. Que su brillo está empañado por la gruesa niebla que lo rodea. Síntoma incuestionable de la crisis humanitaria por la que estamos atravesando.
– Entre el 21 -23 de noviembre de 2007 se llevó a cabo en Bogotá el Tribunal de Opinión, para escuchar las victimas de este crimen contra la Humanidad.
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