Recordé que ese hombre, capaz de sembrar su vida en la batalla desigual por la sobrevivencia de su nación, es el mayor héroe de nuestro tiempo, es símbolo del derecho de la humanidad a vivir que encarna la causa Palestina. Recordé que él, Abu Amar, Yasser Arafat, el señor Palestina, el Rais, murió asesinado por una sociedad que ha sustituido los sentimientos humanos por el poder del dinero y el amor a la belleza por el culto a la guerra. El Presidente Chirac, Francia, tiene la obligación de responder al mundo entero, una sola pregunta: ¿Cuál fue la causa del deceso de Arafat?
Después de vencer la muerte de Palestina, de haberla derrotado en su propia piel en cada atentado contra su vida, de sobrevivir estoicamente, como un pájaro bajo una lluvia de balas, Yasser Arafat, minado por una desconocida enfermedad devastadora, a la que enfrentó con su rostro sereno y besando al viento, falleció en París.
Toda su vida dedicó a Palestina, condenada a desaparecer del mapa por las Naciones Unidas, cuando en 1948 aprobó implícitamente su extinción, mediante el establecimiento en sus territorios del Estado de Israel. En una batalla desigual, como un David contemporáneo, Arafat, luchó durante más de medio siglo, hasta el último de sus días en contra de los poderes que dominan el mundo, o mejor dicho, de los pequeños círculos de dueños del planeta, de los señores del dinero, la guerra y el exterminio.
Su firme presencia de hierro, sometida siempre al aislamiento, por sí sola, puso en evidencia las infinitas y sofisticadas máscaras, diseñadas para ocultar el más íntimo y seguro de los sentimientos de ese poder y el elemento esencial de su epistemología: su violento carácter criminal. Y él no vaciló en exponerle su pellejo armas en la mano. Tras una vida de militante inspirado, al morir, tal vez solo ha podido probar que, un hombre abrazado a una causa verdadera es invencible, que la derrota no existe cuando a pesar de las adversidades que suele traer consigo el tiempo, no hay defección, que la causa vivirá aún con más fuerza después de su vida.
Heroísmo irreductible
Ya Ariel Sharon, cumplió la obsesión que ha dominado su mentalidad militar y política, y su gestión como Primer Ministro: ver su muerte. En 1982, cuando como Ministro de Defensa, dirigía el genocidio de los palestinos en el Líbano, usó todos los recursos para tener al Rais en la mira. Años después, confesó públicamente, arrepentirse de no haber apretado el gatillo. Sin embargo, no ha querido recordar que luego de desalojarlo de Beirut, después de su matanza en Sabra y Chatila, dispuso el bombardeo de su improvisado cuartel en el norte del Líbano, en el cual no lo mató pero, logró herirlo. Desde que asumió su actual altísima función, buscó asesinarlo. Imaginó el sitio de la Mukata.
Inventó los pretextos para justificarlo. Cercó con miles de soldados, helicópteros y tanques al Presidente. Movilizó y descargo su artillería contra el Palacio Presidencial indiscriminadamente. Francotiradores lo atacaron desde todos los ángulos. Así retó su valentía, quería verlo huir. Arafat, resistió como un valiente. Esperó la muerte cada minuto, cada segundo inclusive. No se rindió, ni huyó. Sabía que el no estaba defendiendo la vida de un hombre, su vida, solamente.
Tal vez y más allá de la incomprensión de muchos, podía intuir que en el telón de fondo de su drama simbolizaba una causa humana y el sentido de una martirizada nación. Y esa intuición le alentaba. Pero sobre todo le alentaba la idea de cada minuto de su resistencia, Palestina vivía. Salió triunfante. Sharon nunca le perdonó tanto irreductible heroísmo. Siempre en sus conversaciones privadas, e incluso en sus palabras públicas, hizo deliberadamente traslucir su pretensión de matarlo.
Comportamiento propio de un asesino. ¿Puede un país tener un Primer Ministro con ese perfil psicológico? ¿Puede ese país merecer el respeto de la humanidad y de la comunidad internacional de naciones? ¿Puede tener la bendición o el perdón de Dios o de algún Dios? ¿Existirá uno que lo pueda hacer?
Ya los sionistas expresaron su oposición a su entierro en Jerusalem: le niegan el derecho a reposar en la ciudad donde nació. Ya, violando todo sentido ético común a la naturaleza, a la especie humana y todas sus religiones e ideologías, han celebrado como una victoria, la muerte de un hombre indefenso por una cruel enfermedad. Ya Netanyahu, lo acusó de ser el padre del «terrorismo». Claro, en sus horizontes mentales, «terrorista» es la víctima no el victimario, es el torturado no el torturador, es el asesinado no el asesino. En su improvisada cultura no hay espacio para los Códigos de Hamurabi. ¿La víctima, el torturado, el asesinado no tienen derecho a la legítima defensa? ¿El negarse a la indefensión es terrorismo? El señor Netanyahu omite o ignora las consecuencias de esta teoría.
¿Acaso sus frases no implican, por deducción lógica, que serían los judíos cremados y martirizados en los campos de Treblinka o Dachau, los terroristas, no los nazis? Perdido en su propia enajenación, en sus intereses, no imaginará acaso, que sus ideas y actitudes le acusan, desnudan su pensamiento, exponen descarnadamente las profundidades de sus valores, ante la humanidad entera y ante todos los dioses.
¿A las órdenes de Sharon y Bush?
Ya el Presidente Jacques Chirac, presentó sus condolencias en privado. Cuando apareció en las pantallas de televisión no podía ocultar el patetismo de la situación. Era visible esa pátina de tristeza e impotencia, que revelaba espontáneamente el movimiento de sus facciones. ¿Era la tristeza de Francia y la impotencia de Francia? No puede ocultar tampoco, que Arafat murió en Francia, que el planeta sabe que falleció, pero no conoce ¿por qué? No hay una autopsia que explique ¿Cuáles fueron las causas de su deterioro? Se ha dicho que fue su edad, las difíciles condiciones en las que vivió, las décadas que sufrió en la línea de combate.
A simple vista lo uno ni lo otro es cierto. El Presidente Chirac, Francia, tiene la obligación de responder al mundo entero, una sola pregunta: ¿Cuál fue la causa de su deceso? Si no puede hacerlo, habrá puesto el nombre de Francia, entre los cómplices y encubridores de la muerte de éste hombre, que duele, duele a la humanidad.
Ya la CNN, sin esperar sus funerales, inició su campaña de difamación acusando al Rais de manejar «cientos de millones de dólares de espaldas a la miseria de su pueblo», los que advierten que nunca serán encontrados, para encubrir por anticipado su infamia, como si esa afirmación no descubriese su trampa. Por primera vez se refieren a la miseria de su pueblo. ¿En la realidad su periodismo será incapaz de encontrar sus causas o es que prefieren ignorarlas? ¿Se habrán preguntado que puede producir el desalojo de sus propias casas y campos, la expulsión de su hogar nacional, la exclusión de su propio territorio patrio? ¿No empobrece a ese pueblo palestino, la guerra impuesta por Israel y su pretensión sionista de exterminarlo, con el apoyo incondicional de la potencia militar más grande del mundo, Estados Unidos? ¿La miseria en la que se debate esa nación no es producto del aislamiento económico impuesto por Israel y Estados Unidos para estrangularlo materialmente? Estos son temas que la objetividad de la CNN, no ve, no oye, y no habla.
Para ellos, ese héroe de nuestro tiempo, no solo era un «terrorista», era además un «corrupto». La cobertura de las noticias «en desarrollo», no ha vacilado tampoco en explotar las animosidades entre su esposa y los líderes palestinos, entre su vida privada e íntima y su actividad pública. Han denigrado deliberadamente a su mujer, Suha, la forma más segura de golpear a su tierna hija, Zawha, al fin la única huella genética, el polen, que queda de él.
No imaginan tampoco, que cada una de esas palabras descubrían sus cualidades, capaces de ejecutar fría y deliberadamente esa agresión despiadada y horrenda, como en una sala de torturas, realizada en el lecho de muerte, ante los ojos atónitos del mundo que seguían y sufrían absortos la cobertura de la tragedia, como si el maquillaje de Patricia Janiot y la pose del señor Levi, podrían ocultar el sentido profundo, cruel, de lo que estaban haciendo y diciendo.
Ya los presidentes y jeques árabes se fueron a El Cairo, a rendirle los honores diplomáticos al Presidente Palestino. Encerrados en una artificial muralla de seguridad, plagada de francotiradores, formada por innumerables soldados y policías armados hasta los dientes, ellos, temblando, cumplieron su obligación. Los caballos que llevaban el cortejo fúnebre, sensibles al pánico nauseabundo que caracterizaba el ambiente, vomitaron y se orinaron frente a los presidentes y reyes, como expresando el sentimiento de la naturaleza y de sus pueblos ante su cobarde funeral.
Ellos fueron ahí, a expresar explícitamente su miedo de hacer lo que debían hacer, ir a Ramala, ir a Jerusalem, ir a Palestina. Y montaron la artificial muralla para separar al pueblo egipcio, el que más vidas ha entregado a la causa palestina, para impedirle expresar su condolencia ante el cuerpo y la bandera del Rais. Tras los lentes oscuros del anfitrión de la escena, Hosni Mubarak, latía su pánico y el de los asistentes. Pánico ante Arafat, incluso ya exánime, como lo denuncio Walid Jumblat. Pánico ante al pueblo árabe que no descansará de llorar, llorar, llorar y llorar, su muerte y de buscar, buscar, buscar y encontrar su causa. En la escena concebida como una obra de teatro, se paseaba trémulo, su masoquista servilismo a las órdenes de Sharon y Bush.
No hay lágrimas para atenuar la tristeza
Vi, como millones lo hicimos en todos los continentes, los reportes de televisión en los que dolorosamente deteriorado, salía de la Mukata, el palacio presidencial palestino, en ruinas, demolido por las continuas incursiones israelíes de los últimos años. Vi como caminó entre una multitud solidaria y adolorida y subió a un helicóptero. Lo vi volver su cara afligida hacia su pueblo afligido y despedirse de él, enviando besos en el viento. Algo nos decía que no volvería con vida. Vi la transmisión de sus funerales en París, a su cuerpo en un féretro cubierto por la bandera palestina, levantado en los hombros de soldados franceses, mientras resonaban los honores militares. Luego vi que era llevado a un avión de la República Francesa. Viví que no habían lágrimas para atenuar la tristeza.
Recordé, entonces, los amargos días de la resistencia en el sur del Líbano, en 1982, cuando todos los poderes del mundo, desde Washington a Moscú, se habían coaligado para permitir la invasión israelí, dirigida al exterminio de los palestinos en una estrategia definida al estilo de la solución final nazi. Como uno tras otro líder árabe le dio las espaldas.
Como el Kremlin, vendió armamento viejo con municiones que se encasquillaban en los rifles, para asegurar la indefensión de los fedaynes, en tanto haciendo gala de su solidaridad internacional, le ofrecían asilo en Moscú, de la misma manera como 20 años más tarde otros «amigos» le ofrecían salir de la Mukata. Como Kadafy, viendo a Arafat cercado por todos los flancos, le convocó al suicidio. Como él combatió milímetro a milímetro para defender a su pueblo enfrentando con un puñado de guerrilleros heroicos de Al Fatah, del Frente Democrático por la Liberación de Palestina, de Hamas y de otros movimientos, a la gigantesca maquinaria bélica israelí.
Cómo replicaron con creatividad e ingenio, como artistas, las tácticas militares del Ejército Rojo de Trotsky, combinando la guerra de posiciones y la guerra de guerrillas, para detener el paso de los blindados sionistas. Como herido tras el bombardeo ordenado para matarlo por Ariel Sharon, paseaba apacible en un campo del norte del Líbano, venciendo a la muerte. Atormentado, ecuánime. Herido y adolorido, pero, no derrotado. Pensando en Palestina, en la historia, en la paz, en cómo podía abrir un camino para reconstruir a su nación masacrada.
La revolución es sobre todo sentimientos humanos
Recordé al hombre que nunca se vendió ni rindió. Y en las expresiones melancólicas de su cara y en la sentida poesía de sus discursos, a cada uno de los mártires y héroes de Palestina de todas las facciones. Recordé también al Presidente de Palestina, luego de la paz de los valientes, cercado en la Mukata. Soportando los furiosos estallidos criminales de la artillería israelí, el asedio. Sin agua. Sin alimentos. Sin electricidad. Sin teléfono. Sometido al aislamiento total, dispuesto siempre a morir por su causa.
Recordé la cobardía de Sharon equivalente solo a la valentía del verdugo, que suelta la cuchilla, muy cómodo y seguro de la indefensión total de la víctima amarrada de la cabeza en la guillotina. Una mezcla de tristeza y asco me invadía a mí, como seguramente a muchos, o a todos los seres humanos que, hemos sido testigos de la indolencia, la complicidad, la pusilanimidad de la ONU, del Consejo de Seguridad y de los gobiernos de los países, incapaces de demandar la protección de la vida de un Presidente legítimo, en una nación allanada por una potencia militar extranjera.
Recordé su amplia sonrisa, su generosa mirada, cuando explicaba que el no buscaba el exterminio de los judíos, sino el reestablecimiento del hogar nacional palestino en Palestina, donde árabes y judíos, musulmanes y cristianos puedan convivir en paz, democráticamente, independientemente de las diferencias de sus credos. Recordé sus múltiples talentos para preservar la unidad de las diversas tendencias ideológicas, religiosas, políticas y militares de los palestinos, sin suprimir sus legítimas discordancias e incluso, a expensas de enormes sacrificios, conciente de que la lucha nacional palestina solo es posible con la unidad de los palestinos.
Recordé las acusaciones en su contra de sus críticos y opositores internos y externos y la extensa nube de discrepancias legítimas unas, inventadas otras para fraccionar a los palestinos. Mis propias apreciaciones opuestas a aceptar un ghetto palestino cercado por Israel. Sí el ghetto está ahí, doliente, pero, Palestina resiste. Recordé al hombre de carne y hueso que un día nos dijo «la revolución es sobre todo sentimientos humanos».
Hemos visto morir ante nuestros ojos, a un ser humano, el único que en la historia contemporánea ha sido forzado por la poesía a hacer la guerra. A ese ser símbolo del martirio de los niños palestinos que combaten con piedras a los tanques sionistas y a los buldózeres que destruyen sus casas, quienes son asesinados preferentemente para impedirles vivir y soñar en su patria, que les disparan ante y antes de sus padres, para matarlos de dolor primero y luego eliminarlos a ellos también. Recordé que ese hombre, capaz de sembrar su vida en la batalla enteramente desigual por la sobrevivencia de su nación, es el mayor héroe de nuestro tiempo, es símbolo del derecho de la humanidad a vivir que encarna la causa Palestina. Recordé que él, Abu Amar, Yasser Arafat, el señor Palestina, el Rais, murió asesinado por una sociedad que ha sustituido los sentimientos humanos por el poder del dinero y el amor a la belleza por el culto a la guerra.
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