Una visión desde Brasil sobre los motines en las cárceles de San Pablo. La comparaciones con Irak no dejan de estremecer.
De cuatro años que pasé en la cárcel, la dictadura me obligó a vivir dos entre prisioneros comunes. Treinta y cinco años después, el sistema carcelario no sólo continúa igual sino que empeoró. La cuestión no es prioridad del gobierno, y el extorsivo pago de los intereses de la deuda pública mengua los recursos de que dispone la Unión. Se invierte sólo en la construcción de nuevos presidios.
La guerrilla carcelaria, desencadenada el fin de semana del 13 y 14 de mayo, visibiliza la precariedad del sistema carcelario brasileño. Si rejas y muros aseguran físicamente a los presos, los avances electrónicos y la negligencia de las autoridades permiten que, de adentro hacia afuera, comanden acciones criminales.
Celulares ingresan en la barriga de la corrupción favorecida por los bajos sueldos que reciben policías y carceleros descalificados. Otros se hacen de la vista gorda ante las amenazas a sus familiares, blancos de los cómplices de los detenidos. Las facciones criminales, otrora recluidas al interior de las cárceles, hoy poseen ramificaciones en la calle y son comandadas para lo que antes parecía inverosímil: ¡el crimen organizado ataca la policía!
São Paulo vivió su fin de semana de Irak, con la policía cercada por tácticas de guerrilla: ataques sorpresivos, escaramuzas, etc. Y las reacciones de las autoridades no escapan de los viejos esquemas: imitar a Estados Unidos en la construcción de presidios (presuntamente) infranqueables; legalizar la pena de muerte; aumentar el pie de fuerza policíaco-militar. Nada que enfoque las causas de la criminalidad y la ineficiencia de nuestro sistema carcelario.
Entre Río de Janeiro y São Paulo hay cerca de 2,3 millones de jóvenes, entre 14 y 24 años, que no terminaron la educación básica. En ese contingente se encuentran el 80% de los asesinos y de los asesinados. En síntesis, no se reducirá la criminalidad sin educación de calidad, sin combate al desempleo y sin que los niños concurran a la escuela 8 horas diarias.
La violencia no deviene de la miseria, y sí de la falta de educación. Y de una cultura belicista, como la de Estados Unidos, el país más violento del mundo, a pesar de ser el más rico. Sus cárceles encierran a más de dos millones de personas.
Nuestro régimen penitenciario no difiere mucho del adoptado en la época de la esclavitud. Se amontonan presos en mazmorras exiguas; se mezclan autores de delitos distintos; se condena a todos a la más explosiva ociosidad. No hay cursos para alcanzar una profesión, ni reducción de penas de acuerdo con el progreso escolar. Ni tampoco hay actividades culturales, como teatro, pintura y música, o equipamientos y espacios adecuados para la práctica deportiva.
Como queso suizo, nuestras cárceles están repletas de agujeros por donde entran dinero y armas, celulares y drogas. El detenido es guardado, no reeducado; castigado, no recuperado. Y el alto precio de la penitencia -de donde viene penitenciaría- jamás es la absolución, y sí la exclusión social. El preso cumple la pena sin que el sistema lo prepare para la reinserción social y sin que la sociedad se disponga para acogerlo. De ahí el alto índice de reincidencia.
La causa mayor de la criminalidad es la desigualdad social, que está reduciéndose en Brasil desde el 2001. La violencia intrínseca a las estructuras sociales, como la agraria, sustancialmente arcaica, provoca en los excluidos la reacción de revuelta. Se busca a hierro y fuego el “lugar al sol” tan enfatizado, indiscriminadamente, por la propaganda televisiva. Ella socializa el derecho de todos a la felicidad adinerada, ligada a los bienes de consumo.
No hay por qué esperar de un joven empobrecido una actitud abnegada frente a su carencia y sufrimiento. La droga es el recurso más a mano para evadirse de esa realidad, sea por el “encantamiento” que proporciona, sea por el dinero fácil que atrae.
¿Y por qué obedecer las leyes si políticos corruptos y delincuentes de cuello blanco permanecen en libertad? ¿Si la muerte es cierta y la vida carece de sentido, por qué temer la ley del talión? Lo grave es cuando la sociedad y la policía deciden adoptarla, como si la eliminación de bandoleros significase la erradicación del crimen.
Hay que liberar los recursos públicos aprisionados por el excesivo ajuste fiscal y multiplicar la inversión en educación y en la reforma carcelaria. Caso contrario, en breve, la propia policía estará impregnada de este pavor que ataca a la población de nuestras grandes ciudades: el miedo de salir a las calles.
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