“El trauma que en la izquierda provocó la derrota del modelo socialista eurosoviético, el auge del neoliberalismo y la pretensión de los países imperiales encabezados por Estados Unidos, que intenta aprovechar la globalización, relanza la idea de un movimiento de izquierda plural, que avance con la riqueza y la diversidad que emana de las diferentes enfoques y proyectos nacionales para confluir en una zona común, donde tiene lugar la confrontación con la hegemonía imperial y sus nefastas consecuencias...”
I
SOCIALISMO REAL: LO QUE PUDO SER Y NO FUE
Antes que un programa político y una forma de gobierno, el Socialismo fue una audaz aventura del pensamiento. Una corriente ideológica alternativa al predominio de la doctrina liberal, surgida de la crítica al capitalismo salvaje desde los círculos de la intelectualidad europea avanzada.
A diferencia del Liberalismo y de otras grandes corrientes, en las cuales las reflexiones teóricas marcharon a la zaga de los fenómenos que las generaron, en este caso las relaciones mercantiles, las ideas socialistas fueron construcciones teóricas que precedieron a la sociedad socialista, la anticiparon, la anunciaron y la defendieron cuando todavía no existía.
Casi nunca se recuerda que en el siglo XIX cuando al capitalismo se sumaron las máquinas de la revolución industrial, hubo una expansión explosiva de la producción y un inaudito afán de ganancias. Los capitalistas que necesitaban masas de trabajadores asalariados los reclutaron entre los campesinos, mujeres y niños que en mugrientas fábricas y talleres, en extenuantes jornadas de trabajo, creaban enormes masas de mercancías y de dinero.
Comprometidos con el “laissez-faire” (dejar hacer) esencia del liberalismo económico, los Estados de entonces ampararon el comportamiento salvaje del capital, que hizo insoportable la vida de la clase obrera y sumamente impopular al capitalismo.
En una época en que no existían sindicatos ni partidos políticos, descolló una generación de intelectuales que, por cuenta propia, asumieron la critica ilustrada del régimen de producción vigente, entre ellos Carlos Marx, cuyos estudios no sólo ofrecieron una explicación científica a aquellos fenómenos, sino que avizoraron una solución al anunciar que, al ser portador de los gérmenes de su propia destrucción, el capitalismo era perecedero.
Uno de los grandes descubrimientos de entonces fue que el capitalismo no podía crecer sin hacer crecer e ilustrar a la clase obrera y que los trabajadores, no podían liberarse sin liberar a toda la sociedad.
Sin contar con medios de propaganda ni dinero y enfrentando a la reacción europea, Marx y el Socialismo se hicieron inmensamente populares.
La intelectualidad progresista de entonces y los lideres obreros que surgían eran todos socialistas, incluso el más brillante de todos los papas, León XIII, percatándose de la grandeza del momentos histórico y del significado que la desmedida explotación podía tener, escribió la más importante de las encíclicas sociales de la Iglesia: «Rerum Novarum», (de las cosas nuevas), en la cual reconoció la pertinencia del socialismo, dio la razón a Marx e instó al capitalismo a moderarse.
Carlos Marx fue más lejos todavía y, al fundamentar científicamente que el capitalismo, con todo y su derroche de crueldad, era una etapa imprescindible del desarrollo histórico, por cierto la más floreciente que había conocido el género humano, se hizo popular también entre los burgueses, en particular en los países más atrasados, para los cuales, como ocurría en Rusia, el desarrollo capitalista era una asignatura pendiente.
Eso explica que rápidamente «El Capital» fuera traducido a todas las lenguas europeas y al inglés y sustancia la afirmación de Antonio Gramsci acerca de que en Rusia, «El Capital», antes que un libro de los trabajadores fue un libro de la burguesía.
El socialismo era entonces la gran esperanza a tal punto que, aprovechando aquel clima ideológico y las condiciones objetivas creadas por la Primera Guerra Mundial, Lenin, Trotski y la vanguardia bolchevique, desplazaron del poder al gobierno provisional, creado tras la caída del zar y en la más audaz de todas las acciones políticas de la modernidad, en nombre de la clase obrera, tomaron el poder político en la sexta parte de la Tierra.
Tres circunstancias casi imposibles de vencer conspiraron contra el triunfo de aquella experiencia que dejó perpleja a la burguesía mundial: la contrarrevolución y la intervención extranjera, la muerte de Lenin y la inconsecuencia de los militantes revolucionarios personificada en Stalin.
No obstante, el socialismo era tan justo y pertinente que sobrevivió a todo aquello y apenas veinte años después, lo que había sido el bárbaro imperio de los zares, convertida en la Unión Soviética, enfrentó a la maquinaria bélica alemana que había puesto de rodillas a la Europa capitalista, humillado a la orgullosa Francia haciéndola capitular y ocupándola y puso a Inglaterra al borde del colapso.
Franklin D. Roosevelt, el más competente de todos los políticos norteamericanos, comprendió que sin aquella fuerza formidable no era posible derrotar al fascismo y pactó con Stalin.
La muerte de Stalin en 1953 y la honesta y lúcida determinación con que el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética criticó sus errores, ofrecieron una oportunidad para la rectificación, cosa que la burocracia instalada en el Kremlin y en el partido no permitió.
En el escenario aparecieron fenómenos nuevos, entre ellos el movimiento de liberación nacional, el hundimiento del sistema colonial del imperialismo y el crecimiento del nacionalismo afroasiático con fuertes tendencias socialistas y sobre todo la Revolución Cubana, procesos que en conjunto, al prestigiar el socialismo de hecho, aplazaron la debacle.
Nikita Kruschov, Secretario General del PCUS entre 1953 y 1964, cumplió su papel al denunciar a Stalin e intentar cambios al interior del país y en la política exterior, que de cierto modo, relanzaron el socialismo, proceso frustrado con la llegada al poder de Leonid Brezhnev, que si bien acompañó las mutaciones originadas por el debut en Europa de una generación de políticos jóvenes y pragmáticos y asimiló las primeras maniobras norteamericanas relacionadas con el control de armas, sumió a la Unión Soviética en el más rotundo inmovilismo.
En realidad, culpar a Stalin del desastre es tan injusto como exonerarlo. Lo cierto es que entre su muerte y el fin de la URSS hubo tiempo y oportunidades para rectificar. Faltó valentía y audacia política y altura para asumir los retos del cambio. Las elites y la burocracia instalada en el poder no son suicidas y las de la Unión Soviética no eran una excepción.
Pese a todo, las ideas socialistas siguen vigentes y las oportunidades están abiertas. Chávez avanza con un Socialismo cristiano y bolivariano y Correa plantea una revolución ciudadana, Cuba se mira hacía adentro y relanza un proyecto ya consolidado y la idea de un socialismo indigenista puede ser retomada, opciones no faltan.
El socialismo que no es cosa del pasado sino, del porvenir, puede crecer en ambientes en el que convivan todas las formas de propiedad, la ética y la moral cristianas, los derechos ciudadanos, incluso fuertes dosis de liberalismo económico.
Lo que está probado es que no admite es el dogmatismo, la exclusividad ideológica y la burocratización.
II
CERRAR EL PARÉNTESIS
Al plantearse un socialismo para el siglo XXI, Chávez sintoniza las tareas inmediatas de la Revolución Bolivariana con una estrategia de largo aliento. La vanguardia ecuatoriana hace lo mismo con su Revolución Ciudadana y en Bolivia se libra una batalla que al sumar y movilizar las potencialidades de los pueblos originarios, puede trascender el poder político inmediato e incluso las fronteras nacionales.
En realidad, no podía ser de otra manera. El inmovilismo disfrazado de estabilidad es la opción conservadora de la «entente cordial», que sostiene a la oligarquía latinoamericana; mientras que los representantes populares no tienen otra opción que proyectarse. Al menos en el sentido ideológico y político, el pasado es un referente, no un paradigma; un legado no un programa.
En tiempos de Carlos Marx, también existía un pasado socialista que formó parte de su herencia cultural y que tal vez lo inspiró, pero no podía servirle de modelo. Aunque pudieran haberlo hecho, no fueron Hugo Chávez, Rafael Correa ni Evo Morales, sino Carlos Marx quien, en el «XVIII Brumario de Luis Bonaparte», examinando un momento de cambio en la sociedad francesa, sentenció que: “La revolución social…no puede sacar su poesía del pasado…”
El fondo de la problemática actual es que, como mismo les ocurrió a los europeos en la posguerra, la lucha contra la pobreza y el bienestar de las mayorías que, en el caso de América Latina incluye la eliminación del subdesarrollo y el fin de la dependencia, implica la adopción de un modelo de progreso global que al sumar a las mayorías y movilizar los principales recursos del país, conduce a enfoques de socialistas.
Un cometido de tal naturaleza, incluye la democratización de sociedades hasta ahora regidas por Estados esencialmente autoritarios y gobernadas mediante sistemas políticos controlados por las oligarquías y las burguesías nativas, dependientes del capital transnacional y políticamente sometidas a la hegemonía norteamericana.
Para alcanzar ese cometido no basta con sustituir gobernantes e intentar hacer que las instituciones tradicionales, controladas por elementos afines a las elites dominantes, funcionen con criterios nuevos, cosa imposible dado la enconada resistencia de las clases a las que es preciso derrotar, reforzadas por un poderoso respaldo externo.
Los líderes que promueven el cambio en América Latina, están en el camino de hilvanar un discurso político honesto y popular, con la suficiente flexibilidad y capacidad de convocatoria como para atraer a la parte de la población que medra en la periferia de las elites gobernantes y aquellos que dominados por temores y prejuicios temen al cambio y lograr un consenso nacional, no sólo mayoritario, sino permanente.
De ese modo podrán, como ya lo hacen, paralizar y desarmar la contrarrevolución interna, neutralizar el poder mediático, lidiar con las autoridades judiciales y electorales y sumar a sectores que en el pasado fueron sostén de la oligarquía como son las fuerzas armadas, los cuerpos policíacos, los órganos de seguridad y la burocracia estatal, sin descuidar al sector académico, la intelectualidad, así como la jerarquía eclesiástica.
La revolución latinoamericana en marcha no ha necesitado contraer compromisos doctrinarios ni colorearse políticamente pues de lo que se trata es de un empeño por modernizar y democratizar las respectivas sociedades y poner fin al elitismo en la política, dejando definitivamente atrás la exclusión de las mayorías.
El socialismo eurosoviético fue un proyecto en cuyo enfrentamiento el imperialismo, la reacción y las oligarquías se emplearon a fondo durante casi un siglo y en torno al cual, valiéndose de tácticas de guerra sicológica y de manipulación de las mentes, exacerbaron las pasiones y crearon prejuicios que de alguna manera fueron incorporados a la cultura y a las estructuras ideológicas de las sociedades contemporáneas.
Al proyectarse hacía el futuro y buscar en las ideas socialistas más puras y originales los argumentos y las herramientas para formular los programas políticos avanzados de que son ponentes, las actuales vanguardias latinoamericanas evidencian talento y madurez.
El conocimiento de la fallida experiencia del Socialismo Real, con la cual los actuales liderazgos no tuvieron relación ni compromiso alguno, más que un paréntesis, es parte del difícil aprendizaje, imprescindible para acometer con ópticas propias y métodos actualizados las transformaciones estructurales que se requieren para construir, desde la realidad actual, sociedades modernas, progresistas y justas.
El Socialismo del siglo XXI no es otra puesta en escena. Es un estreno.
III
EL SOCIALISMO DEL FUTURO
Tiempo atrás, en un debate político, un circunstante acudió a un argumento en el que los demás no habíamos reparado:
“¿Alguna vez han escuchado a Fidel Castro criticar a la izquierda? Él nada más critica a la derecha. Les digo más ─ insistió ─ prefiere términos como revolucionario, patriota, pueblo, masa y otros parecidos. Raras veces acude a los conceptos de la jerga sectaria. Fidel sabe que las palabras unen”.
Desde entonces, siempre que puedo, al reflexionar sobre la unidad, acudo a la naturaleza integradora de las categorías de patriota y revolucionario, la de izquierda que no es tan mala, desune y las cosas se complican cuando ser materialista o idealista, creyente o ateo, marxista o no, más que diferencia, significa confrontación.
En los años noventa, cuando la caída de la Unión Soviética además de los dramáticos problemas materiales y políticos a escala del proceso revolucionario, generaba enormes tensiones morales en los militantes que asistíamos a la caída de referentes teóricos y de paradigmas ideológicos, especulamos acerca de que quizás, del desastre surgiría un punto de partida.
Para quienes asumimos que las ideas de Carlos Marx no habían muerto como no mueren las de Freud, Newton o Einstein porque la ciencia carece de colores y la verdad es siempre concreta; toda la izquierda es de algún modo socialista y todos los socialistas son, de alguna manera, marxistas.
La tesis es fácilmente verificable, dado que el pasado marxista de la socialdemocracia y del movimiento socialcristiano está solidamente documentado. Todos los socialistas, reformistas o radicales, le deben algo a Marx, como mismo le debemos a Adam Smith y a Keynes. Los sociólogos y economistas de cualquier corriente son naturalmente una combinación de marxista y liberales. Marx lo mismo puede ser asumido como el último economista clásico que como el primero marxista.
No es inconsecuencia, es dialéctica.
La Iglesia también bebió de las fuentes del marxismo, como lo hizo Marx de las enseñanzas de todos los grandes sistemas teológicos. León XIII, sociológicamente hablando, el más brillante de los Papas y el único que fue contemporáneo con Marx, sacudió la costra medieval de la Iglesia, dio organicidad a la doctrina social del catolicismo, organizó a los laicos e impulsó las organizaciones políticas, obreras y estudiantiles de inspiración cristiana y permitió la creación de los partidos socialcristianos. La encíclica «Rerum Novarum», es a la teología lo que «El Capital» es a la Economía.
La oposición entre marxistas y socialistas, es un fenómeno del siglo XX, un asunto lamentable más que un triunfo político, un proceso derivado de las posiciones políticas más que de las preferencias doctrinarias.
La única tarea organizativa ligada a la política emprendida por Carlos Marx y a la que dedicó alrededor de cinco años, fue el más plural, diverso y coherente de los proyectos internacionales formulados por los socialistas de todos los tiempos: la Organización Internacional de Trabajadores, proceso que encabezó y al que sumó a importantes representantes de la intelectualidad de la época, identificados por la critica a la despiadada explotación del capitalismo de entonces.
En esa época, cuando los partidos políticos y los sindicatos daban los primeros pasos y la teoría revolucionaria que se gestaba por medio del debate intenso, fecundo y plural y, en lugar de separar unía, Marx fue uno de los catalizadores de aquel magno proyecto unitario.
En 1789 en Paris se creó la II Internacional, que no era ya una organización obrera sino política y que no pudo evadir los avatares de esa condición.
La actitud ante la Primera Guerra Mundial marcó la diferencia y con el triunfo bolchevique, el auge de la contrarrevolución, la agresión extranjera y la falta de solidaridad de los partidos socialdemócratas europeos, las diferencias entre socialistas y comunistas, se volvieron insalvables.
La obligada radicalización de la Revolución Rusa, las deformaciones del stalinismo, las tensiones de la lucha antifascista y las diferencias acerca de cómo proceder en los países de Europa Oriental, crearon un abismo que duró hasta la desaparición de la Unión Soviética.
El trauma que en la izquierda provocó la derrota del modelo socialista eurosoviético, el auge del neoliberalismo y la pretensión de los países imperiales encabezados por Estados Unidos, que intenta aprovechar la globalización, relanza la idea de un movimiento de izquierda plural, que avance con la riqueza y la diversidad que emana de las diferentes enfoques y proyectos nacionales para confluir en una zona común, donde tiene lugar la confrontación con la hegemonía imperial y sus nefastas consecuencias.
Tal vez de la mano de nuevos liderazgos sin compromisos doctrinarios ni pasado sectario, comprometidos con la lucha por el desarrollo y contra la pobreza, la exclusión y el sometimiento se pueda transitar hacía una nueva etapa.
Es probable que de Chávez, Correa, Evo, incluso Lula y hasta la pareja del momento que gobierna en Argentina, venga una unidad que no es necesariamente orgánica ni ideológica, sino programática y que permitiría, construir una plataforma de ancha base en la que caben todos los que creen que un mundo mejor es posible.
Relanzar el socialismo y proyectarlo en el siglo XXI significa asumirlo como un camino y no como un destino. No se trata a donde se llega, sino hacía donde se avanza.
“Amarnos ─, decía el poeta ─ no es mirarnos unos a otros, sino mirar en la misma dirección.”
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