“He visto a Pedro bailar su son en el taller de la Santa Prisca, bajo el lente escrutador de decenas de cámaras que acariciaron sus manos”
Por: Galo Rodríguez
El trabajo de Pedro Herrera Ordóñez ha de verse a partir de su intencionalidad, cuando fusiona con acierto e interactúa con diversas disciplinas de las que es un profundo conocedor, la precisa utilización de gráficos rasterizados o vectoriales, su pintura dinámica y creativa donde cada simbolismo magnetiza nuestros sentidos y sobre todo, la involucración de otros elementos témporo - espaciales y una relación de éstos con el público.
En su obra Herrera desafía los modelos expositivos tradicionales. Para apreciarla en su magnificencia hay que adentrarse en el asombro de esa gran cantidad de detalles y sugerencias en cada centímetro de la tela o en el vigoroso modelo de la instalación. No hay una obra única. La clave de Pedro es compartir, es interactuar. Esta característica distintiva de su obra nos hace pensar que el tiempo envejece a instancias de una ceremonia nupcial marcada por un reloj de arena. En este ritual, Pedro Herrera toma la decisión enérgica, pensante, laboriosa, cuya única explicación es la singular batalla y la consecuente victoria de quien tiene el mundo al libre albedrío de sus manos de artista. Una batalla al amparo de la comunidad que recepta su atrevida propuesta para llegar a ese nivel de liberación de cualquier ismo, de cualquier tendencia opresora, a sabiendas de que aquellos, los dueños de la simplicidad imaginativa jamás se tornarán esclavos.
La convencionalidad se desmorona cuando la simbología paradigmática en el trabajo de Herrera traspasa límites espaciales, algo así como sembrar orquídeas o magnolias en el microcosmos e idealizarlas en el macrocosmos o arrojar en la espiral elíptica del tiempo un horizonte de labios, pechos y ombligos infinitos cual una cadena montañosa indescifrable. Algo similar acontece con la temporalidad de su trabajo, es un concepto que capta el entorno de seres perdiéndose entre un desierto de sombras y fantasmas angelicales y un mundo de espíritus tratando de alcanzar agujeros negros, ideas que al plasmarse acertadamente en su obra sirven de guía para medir la diferencia entre lo incierto de la realidad circundante y la praxis vivencial.
El contraste deviene en el significado y significante de los elementos del color en las imágenes. Las cimas y los abismos, entre abirragados cuerpos cálidos, unifican el conjunto y dan solidez compositiva a la atmósfera de un universo donde la magia y el fino dramatismo estético es una sinfonía de alto vuelo.
He visto a Pedro bailar su son en el taller de Santa Prisca, bajo el lente escrutador de decenas de cámaras que acariciaron sus manos, ambientado por la música de Otten, Dilan o Pink Floyd y con la fuerza energética que emiten sus piezas arqueológicas. Sus obras dan vitalidad a los espacios, y en un profuso caos ordenado, siento el abrazo de los lápices y pinceles, de sus trazos, de la irreverencia de sus óleos y la fría computadora sobre el escritorio. Todo esto conforma una rapsodia, una fuga que le da el poder a su arte. Los cuerpos antropomorfos y enigmáticos yacen como figuras sobre una mesa de ajedrez. El triángulo triatómico cargado de inmenso cromatismo entre la luz y la sombra marcan el alfa y omega de los tiempos. Mundos de magia virtual sobre la estancia de la luz y del agua. Ciudades que nacen y están ahí desde el fondo del pistilo de los anturios y mariposas que se difuminan. Estrellas y mares, falos y sueños, remolinos y cenefas invitándonos a la continuidad del movimiento, aurora y potestad engendrada en vegetales.
*Extracto del Texto del libro“El discurso del arte”
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