¡Cuán vivaces son los mitos! Lo viene a confirmar el discurso que Winston Spencer Churchill pronunció hace 60 años en Fulton. Hasta hoy día lo llaman “manifiesto del anticomunismo”.
Otros lo perciben como el comienzo de la “guerra fría” o como un grito de guerra lanzado en respuesta al “telón de acero” con el que, según demócratas occidentales, el régimen de Stalin le atajó al “mundo libre” una mitad de Europa.
¿Dónde está la verdad y dónde, los inventos? En la política, el verbo no le sirve a la verdad, y menos aún a los valores morales, sino a un interés, a menudo impío. Precisamente por ello resulta contraproducente lanzar polémicas contra las tesis de Churchill.
Para comprender mejor las peripecias de aquella época crítica, sería mucho más útil preguntar: ¿por qué fue escogido Churchill para oficiar la misa de cuerpo presente a la coalición anti-Hitler y anunciar un rumbo cualitativamente nuevo elegido por las potencias occidentales? Pues hacía sólo siete meses desde que los electores británicos le habían negado a él su confianza, debido a la incapacidad de los conservadores y él en persona de estructurar relaciones normales con la Unión Soviética.
La antipatía hacia Moscú, los intentos de poner zancadillas a los “bárbaros rusos” durante la guerra, el sabotaje en la apertura del segundo frente y, al final, los planes de apropiarse de los frutos de la victoria obtenida en común eran a los ojos del presidente Harry Truman la mejor característica de un estadista. A ellos los unía la rusofobia, que era un Norte tanto para el Truman senador como para el Truman presidente.
Hacia marzo de 1946, él ya había logrado deshacer solapadamente la herencia dejada por Roosevelt, habiendo destituido o apartado de la participación real en los asuntos del Estado a los allegados de su antecesor. Pero a Truman no le alcanzaba su propio prestigio para romper en público con el programa de organización del mundo en postguerra que dejó Roosevelt.
Para denigrar a la aliada de ayer, que cargó con el fardo más pesado de la lucha contra el nazismo, y convencer a la opinión pública estadounidense y mundial de que la Unión Soviética de la noche a la mañana se había convertido en enemiga, se necesitaba político de otra laya. Se necesitaba un testigo, un ex miembro del “trío de los grandes”, que podría declarar: sólo por unas circunstancias de fuerza mayor las democracias y Moscú se vieron en una misma barca. Y ahora que se ha alcanzado la orilla de promisión, ha llegado la hora de librarse de esa foránea que no acepta la versión anglosajona de las reglas del juego internacional.
Churchill no tenía iguales en Gran Bretaña ni allende el océano en cuanto a su capacidad de embaucar al auditorio. Las retóricas eran su caballo de batalla. También era extraordinaria su capacidad de forzar, tergiversas y menospreciar los hechos.
Al intimidar al público con las amenazas que supuestamente partían de la URSS, el ex primer ministro, como era de esperar, olvidó mencionar Quebec, donde en agosto de 1943 él en presencia de Roosevelt y unos jefes de Estados Mayores disertó de que era conveniente deflectar el timón de la guerra en dirección hacia la URSS, confabulando con los generales nazis. El jefe del servicio de inteligencia británico Menzies se reunió en secreto con su homólogo alemán Canaris en la parte no ocupada de Francia con el fin de debatir los detalles del enroque a efectuar: de enemigos en amigos, y de amigos en enemigos.
No por ser olvidadizo el ex primer ministro omitió que ya en primavera de 1945, antes de declarada la capitulación de Alemania, él dio la orden de preparar la operación “Lo increíble”, en que se preveía utilizar huestes nazis. Fue señalada hasta la fecha precisa – el 1-ro de julio de 1945 – en que la Segunda Guerra Mundial tenía que transformarse en la Tercera, otra vez contra la Unión Soviética.
Permanecieron al margen del dominio público otras proezas de Churchill, por las que la guerra en Europa se prolongó por unos 1,5 – 2 años, como mínimo, y les costó a los pueblos millones y millones de víctimas adicionales.
¿Habrán tenido realmente los dirigentes soviéticos los planes de subyugar a Europa e imponerles su variante de soberanía del pueblo? En Moscú siempre han escaseado políticos de semblante angélico, es verdad. Pero escuchemos al general Clay, que era un vice del gobernador militar estadounidense de Alemania. Nadie puede sospechar de él ánimos prosoviéticos.
En abril de 1946, el general informaba al Departamento de Estado: “A la parte soviética no se puede reprocharle el incumplimiento de lo convenido en Potsdam. Al contrario, los soviéticos lo están cumpliendo con la máxima minuciosidad, manifestando su sincera aspiración tanto a mantener relaciones de amistad con EE UU como el respeto a nuestro país”. “Ni por un segundo creíamos en los planes de agresión de parte de la URSS ni creemos en ello actualmente”, decía Clay. Se trata de algo opuesto a aquello que afirmaba Churchill en Fulton. ¿No es así?
El Kremlin tenía demasiados problemas en su propia casa para pensar en “exportar revoluciones”. Había que levantar el país de ruinas, organizar una vida normal: reconstruir empresas industriales, decenas de miles de kilómetros de vías férreas, koljoses y sovjoses capaces de dar de comer a la gente. Moscú no le guardaba nada “socialista” en la manga para la propia Alemania, que era la causa de nuestras desgracias.
El líder de los comunistas alemanes Wilhelm Pieck, recogió en sus diarios las recomendaciones que le daba Stalin durante las charlas que ellos sostenían entre 1945 y 1952. “Nada de los intentos de crear en el territorio de Alemania del Este una Unión Soviética en miniatura, nada de las reformas socialistas. La tarea de ustedes consiste en llevar hasta el final la revolución burguesa, que comenzó en Alemania en 1848 y fue interrumpida primero por Bismarck y luego por Hitler”, le decía Stalin.
Según él, la división de Alemania contradecía los intereses estratégicos de la URSS. Contrariamente a las tendencias separatistas que procuraban estimular e imponer Francia, Inglaterra y EE UU, Stalin sostenía que existía una base sobre la que podrían consolidarse las fuerzas antifascistas de diversos matices políticos.
Conviene hacer recordar que entre 1946 y 1947 la Unión Soviética proponía a tres potencias occidentales realizar elecciones libres a escala de toda Alemania y, partiendo de sus resultados, formar un Gobierno nacional; luego concertar el tratado de paz con los alemanes y retirar todas las tropas extranjeras del territorio de Alemania, incluidas las soviéticas.
Se proponía que los alemanes eligiesen ellos mismos el régimen socio-económico en que ellos querían vivir. Moscú habría aceptado gustosamente la variante de Weimar. ¿Mas cómo reaccionó Occidente a estas propuestas, en particular Washington? “No tenemos fundamentos para confiar en la voluntad democrática del pueblo alemán”, fue así como respondió el secretario de Estados de EE UU.
Por supuesto, a Moscú le parecían poco atractivos los cordones sanitarios con que Churchill y otros demócratas querían rodear a la URSS, pero ni en 1945 ni en 1946 ésta quería subyugar a nadie. Una prueba de ello es Finlandia. No olvidemos que en Checoslovaquia, Hungría y Rumania hasta 1947 - 1948 estaban al timón los líderes burgueses Eduard Benes, Ferenz Nagy y Pedro Groza. En Hungría, funcionaba el aparato administrativo y judicial heredado de Horthy.
Los Frentes Populares de dichos países fueron los primeros en caer víctimas de la “guerra fría”, ideada por Washington como preludio de la “caliente”. Se puede sostener largos debates sobre el tema de si eran adecuadas las medidas adoptadas como respuesta a ello por la URSS. Pero no se puede negar que se trató precisamente de unas contramedidas.
A veces preguntan si la “guerra fría” terminó con la desaparición de la Unión Soviética de la palestra mundial. Creo que no. Baste con leer las resoluciones de la PACE dedicadas al tema ruso, para convencerse de que el “espíritu del discurso de Fulton” todavía no ha caído en el río del olvido. Durante siglos la visión del mundo y el proceder práctico de Occidente estuvo teñido de rusofobia.
Hoy día ésta ha arraigado en la conciencia de muchos demócratas rematados. Yeltsin, Kozirev (ministro de Asuntos Exteriores en la época de Yeltsin) y el séquito de ellos se desvivían prosternándose ante Occidente, confesando todos los pecados cometidos por Rusia y atribuidos a ella. Pero ello les parece poco a los rusófobos, los que estarán esperando, al parecer, que los rusos corramos el destino de los escitas.
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