Cada 24 horas mueren de hambre en el mundo 100 mil personas, entre las cuales 30 mil son niños con menos de 5 años de edad. El día 11 de septiembre, el derrumbe de las torres gemelas de Nueva York cumplió tres años. Hubo una inmensa conmoción internacional. Cada día, el hambre hace desmoronarse a 10 torres gemelas repletas de niños. Nadie llora ni se conmueve. ¿Por qué?
El viejo Marx tenía razón: aún no salimos de la prehistoria de la humanidad. Somos 6,1 billones de habitantes en esta nave espacial llamada Tierra, de los cuales 4 billones viven debajo de la línea de pobreza. Viven con menos de US$ 30 por mes. De ellos, 1,2 billón está debajo de la línea de la miseria, de los cuales 841 millones están amenazados por la desnutrición crónica.
Cada 24 horas mueren de hambre en el mundo 100 mil personas, entre las cuales 30 mil son niños con menos de 5 años de edad. El día 11 de septiembre, el derrumbe de las torres gemelas de Nueva York cumplió tres años. Hubo una inmensa conmoción internacional. Cada día, el hambre hace desmoronarse a 10 torres gemelas repletas de niños. Nadie llora ni se conmueve. ¿Por qué?
En los días 20 y 21 de septiembre, en ocasión de la apertura de la Asamblea General de la ONU, el presidente Lula lanzará en Nueva York el Hambre Cero Mundial. Estará respaldado por cerca de 55 jefes de Estado, inclusive el papa Juan Pablo II. Si el hambre es el principal factor de muerte precoz y vergüenza para la civilización del siglo XXI, ¿por qué no provoca movilización?
Por una razón cínica: al contrario del terrorismo y de la guerra, del cáncer y de otras enfermedades, el hambre hace distinción de clase. Sólo alcanza a los miserables. Y en general, apoyamos campañas en beneficio propio. No siempre demostramos sensibilidad cuando se trata de derechos ajenos.
Lula aprendió, con la historia de la esclavitud en el Brasil, que un problema social sólo encuentra solución cuando se transforma en una cuestión política. Durante más de 300 años la esclavitud fue considerada legítima y legal. Pero poco antes de 1888, pasó a ser tratada como una cuestión política. Vino entonces su abolición oficial (pues todos sabemos que aún hay, en nuestro país, estancieros que mantienen trabajadores en un régimen de esclavitud).
El Hambre Cero beneficia hoy a millones de brasileros (as), entre los cuales hay 5 millones de familias que reciben renta mensual del programa Bolsa Familia. Por ser una política pública no-asistencialista y sí de inclusión social, atrae la atención de otros países. En función de este interés, estuve en Paraguay, Argentina, Perú, Guatemala, Italia, España y en la ONU.
Hay iniciativas semejantes en Chile, en Argentina, en México y en Guatemala. Crece la conciencia de que el hambre es un flagelo a ser combatido inmediatamente. Debemos empeñarnos para que la pobreza, a semejanza de la esclavitud y de la tortura, sea considerada crimen hediondo, grave violación de los derechos humanos.
El presidente Lula quiere evitar en el exterior -como lo logró en Brasil-, que se pretenda combatir el hambre apenas con distribución de alimentos. Si un país rico envía toneladas de comida a las regiones más pobres del mundo, incurre en cuatro errores: justifica sus subsidios agrícolas; destruye las culturas locales; aumenta la dependencia de los beneficiarios; y favorece a los políticos corruptos que distribuirán los donativos. Ya bastan el fracaso de la Alianza para el Progreso en los años 60, y de la Revolución Verde en la década siguiente, para saber por donde no ir.
La propuesta es movilizar recursos mundiales, de los cuales Brasil no será beneficiario, para no levantar sospechas de promover una causa propia. Esos recursos, supervisados por la ONU, financiarían proyectos de emprendimientos, cooperativismo y desarrollo sustentable en las regiones más pobres. Pues el hambre no se combate con donativos, ni sólo con transferencia de renta. Precisa ser complementada por políticas efectivas de cambios estructurales, como las reformas agraria y tributaria, capaces de desconcentrar las rentas fundiaria y financiera.
Todo esto amparado por una política audaz de insumos y créditos a las familias beneficiarias, que deben ser blanco de un intenso trabajo educativo en la línea de Paulo Freire, de modo de volverse protagonistas socioeconómicos y sujetos políticos e históricos.
«Yo tuve hambre y me diste de comer», dijo Jesús encarnado en la figura del pobre. Combatir el hambre es una exigencia evangélica, un imperativo ético, un deber de ciudadanía y solidaridad, para que podamos sacar a la humanidad de esta prehistoria en que billones de personas aún no tienen asegurado el derecho animal más elemental: comer.
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