El denominado "género negro", en el cine y la literatura, recibe ese mote por su dual condición de "género duro": el pesimismo de sus mensajes, lo rígido de los códigos en que esos mensajes se dicen. En tal sentido, abandera un espacio dominado por sentimientos tales como la farsa, la sospecha, el cinismo y lo fatal; desenvueltos en ciudades perversas poseídas por la traición y el desencanto. Sus historias conllevan un sabor amargo y las relaciones entre los personajes están siempre mediatizadas por el interés de poseer dinero o una parcela de poder; las otras personas no son más que un medio para lograrlo y la mentira es el pan de cada día: allí todo es falso.
Allí los asesinos deambulan como si nada por la calle -son personas corrientes- y también acechan sujetos acusados de un crimen que no cometieron, sobre quienes recae todo el peso de un andamiaje institucional inoperante y falso. Son seres ambiguos, asqueados y conflictivos: casi un antihéroe. Animales nocturnos sin que por ello el público no se identifique, se lanzan ciegamente hacia el encuentro de los hechos y su brutalidad produce nuevos crímenes, que al final se resuelven por la suerte. Tómese el caso de Raymond Chandler, acaso su cima en la pluma: Marlowe es casi un cowboy en la city; por otra parte, no existe héroe del rubro, ya sea detective, periodista, maleante o policía fracasado, que no reciba una paliza y a su turno haga lo mismo: en el momento crucial se juega solo y lo hace poniendo el cuero.
Los tópicos
A la par de sus recios varones arrecian sus mujeres: númenes nocturnos, rostros tensos en cuerpos rotundos u obscenamente angelicales; demasiado de carne y hueso o patéticamente espectrales: al margen de la ley o de este mundo, son la femme fatale dispuesta para lo trucho (Laura, El cartero llama dos veces, La dama de Shangai, La jungla de asfalto, Los sobornados, para el caso del cine, introdujeron de ese modo un arquetipo inolvidable de puta).
Para ellos hace falta una sociedad compleja, donde las apariencias engañen, las tramas del poder sean oscuras y la relación de cada sujeto con la violencia -y la demencia- esté mediada por un halo de normalidad aparente; un espacio donde cada callejón puede ser el último, los muelles invitan a la zambullida final y el departamento es sitio para reuniones inesperadas (escena típica: él entra un segundo descuidado y lo aguarda allí una visita nefasta).
La paranoia es su ideología, hace suyo el aforismo de Poe (el padre del policial): "El universo es la conjura de Dios". Reina, en suma, una ecuación donde la circulación de dinero regula la suma de las relaciones y los contratos posibles. A falta de plata, el motor de la acción es la promesa de sexo. Sexo-dinero por una parte, se complementa con otra equivalencia: política-crimen: cuatro elementos que tejen una trama donde el que busca se empantana en una historia que no es la suya y que debe desbastar sin escrúpulos antes de que se le venga encima.
Y está el problema del logos. El género negro no desprecia al logos, más bien sospecha que al fin y al cabo la verdad reside en las palabras... el asunto es que todos mienten. La razón es simple: el que dice la verdad se compromete; de modo que se habla mucho y a la vez se dice poco. La verdad siempre se ubica en lo no dicho; es entonces que se la saca a las trompadas. Ahora bien, si en el relato policial clásico (o a la inglesa) el modelo básico del discurso es el monólogo: Holmes que se lo explica al azorado Watzon; Poirot que lo desembrolla en el careo; y la apoteosis: el preso Isidro Parodi -inventado por Borges y Bioy- que deduce los casos en base a datos que le acercan a la celda, es decir en el sumun de lo abstracto: matemáticamente. En el negro, por el contrario, el resultado se resuelve por la suerte. Como opina Ricardo Piglia, en las reglas del policial clásico lo que sobresale es el fetiche de la inteligencia pura, valorada como herramienta omnipotente del pensamiento de los correctos e imbatibles personajes encargados de proteger la vida burguesa. Comparando esos principios, es natural que el relato negro resulte "ilegible", "salvaje", porque si en el policial las cosas se deciden a partir de una secuencia lógica de análisis, hipótesis, deducciones, en el otro son los acontecimientos los que llevan las riendas.
Tampoco falta la tentación fascista -no sólo porque el racismo de Chandler sea más notorio que su pasión por los gatos-, dado el culto a la violencia, a la fuerza bruta, al individualismo, al desprecio por los débiles y algunas minorías; la innecesariedad de la muerte; la exaltación del héroe aún cuando se trate de un jacho corrompido y cínico. Tanto énfasis, produjo en Bukowski la mejor caricatura del género en la novela Pulp (nombre del archipopular "papel de pulpa" en que circulaban en los 50’); y la celebrada película Pulp Fiction es casi lo propio, lo mismo que Roger Rabbit. Además, existe en Bolivia la novela magistral de Alison Speding, El viento de la cordillera, suerte de thriller ambientada en El Alto de los ’80, que encaja en el modelo, y que en más de un sentido es perfecta.
Siguiendo a Piglia, son textos para ser leídos como síntomas, más allá del grado de conciencia de sus inventores. Es decir, generan lecturas contradictorias: su terrible cinismo es un crítico implacable. Les basta definir un personaje, describir un ambiente, hurgar en el pasado de una familia honorable, para desenterrar toda la mugre del planeta. Campean distintos espacios de la dinámica social, desde el lumpen que vende la vida de otros (revelando su escondite) por unas pocas monedas, hasta el policía psicótico o el abogado corrupto, incluidas aquellas rémoras y lacras que poseen determinados intereses políticos: implícitamente -acaso inconscientemente- cuestionan de un modo corrosivo la institución de la Justicia. Su génesis lo corrobora: Los asesinos, el cuento de Hemingway que juega lo mismo que Los crímenes de la calle Morgue de Poe, contiene ya los códigos del negro. Son dos sórdidos matones que llegan a Chicago a matar a un ex boxeador al que no conocen, y en ese crimen que no se explica ni se descifra (y que aparenta una versión bastarda de un esquema armonioso y "fino") está ya el nuevo enfoque ("de mal gusto") y la técnica narrativa futura: predominio del diálogo, relato de conducta, acción espontánea, escritura directa y objetiva.
Tómese el caso exquisito del cine, sobre todo después de 1945: prevalecen los espacios cerrados (idóneos para el trabajo de la psicología) y las salas de espejos (que dilatan lo obsesivo); hay una ausencia de líneas horizontales (las oblicuas y verticales producen mayor tensión compositiva del cuadro); marcos divisorios como puertas, ventanas y cortinas (que ocultan amenazas); columna sonora de ruidos urbanos: frenadas de gomas, teléfonos sonando para nada, disparos al vacío, silencios notorios y pasos impredecibles: un jánico estilo psicológicamente realista/visualmente abstracto. Si a ello se suma el fin del happy end, se adquiere un objeto de agudas distorsiones para el contexto. Para redondear: autores que no eran necesariamente revolucionarios -más bien oportunistas; reaccionarios muchos- generaron un producto más convulsivo que la mayoría de las estéticas de choque; amén de su eficacia cuantitativa: cuánto más público acapara.
La ciudad como cárcel
Y un último elemento: la noción de la ciudad como una cárcel. Tómese Casablanca: Rick Deckar (Bogart más duro que nunca) y un grupo de refugiados atrapados en un antro marroquí en el fragor de la Segunda Guerra (cueva de ladrones, criminales e indocumentados) esperan el salvoconducto para volar a Lisboa. Su mundo se ha vuelto insoportable como consecuencia del enfrentamiento bélico y esa caterva de ambiguos no quiere sacrificios: no aguarda más que un modo vil de salir de esa realidad de hierro. Hay otro "Rick", más actualizado, que no tiene escapatoria: el cine de Blade Runner es más negro y los años no han pasado en vano. Atrapado en Los Angeles del 2.019, el valiente melancólico que corre por el filo de la navaja no tiene opciones. Está atrapado en la Tierra, mientras los privilegiados han podido emigrar a Marte; no hay avión a Lisboa y sólo resta sobrevivir entre la basura. Harrison Ford es un duro detective desfasado, taciturno y de gabardina en la mugre del siglo XXI, un mundo superpoblado y decadente. Su tarea es perseguir a los Nexus 6, la última generación de androides humanoides. El pecado de "los replicantes" (los robots) es el de todo existencialista: querer saber quién es, de dónde viene, cuánto tiempo le queda y por qué, y finalmente revelarse contra la falta de respuestas. Cualquier coincidencia entre los replicantes y uno mismo es intencional y tiene un efecto desbastador en nuestra cabeza. Por otro lado, el runner no tiene ni siquiera el privilegio de un enemigo al cual poder identificar a las claras con el mal; la melancolía de As the time goes by ha sido reemplazada por los sonidos inquietantes de Vangelis sobre el paisaje de Los Angeles reflejado en una pupila, sobre la que irrumpen, como espasmos, llamaradas de fuego.
Las dos son arquetipos del género y una y otra son mitos que no dejan de brillar; Casablanca de Michael Curtis y Blade Runner de Ridley Scott (basada en la novela del mítico -y místico- Philip K. Dik, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?) son películas nacidas de la destrucción y la decadencia, y sin embargo, sus personajes son más reales que en la vida real. Sus situaciones, asimismo, no son más inverosímiles que las de la guerra antiterrorista, las crisis globales de la periferia, el consumismo del primer mundo o la paranoia de las metrópolis del tercero: espacios descompuestos de gente alterada sin chance de escapar de la marginación, la locura y la miseria, gobernada por una TV que refleja la tristeza y la neurosis del planeta, y una pesadilla política a lo Kafka. ¿Quién inventa una salida?
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