Siglos antes de que el emperador Teodósio I el Grande prohibiera (instigado por un obispo obtuso que veía en los juegos una manifestación pagana) las Olimpíadas en el año 391, existió un atleta llamado Asiarques, que corría como una liebre y que participó, en Siracusa, de una fracasada conspiración contra el tirano Dionisio el Viejo -el mismo que frecuentó las clases de filosofía de Platón y después lo detuvo en la gruta en la que nació el Mito de la Caverna.
La condena a muerte de Asiarques fue promulgada en el momento en que él fue convocado para participar de los juegos olímpicos. El reo imploró que la sentencia fuese pospuesta hasta volver de Olimpia coronado con ramos de olivos. Y, como garantía de su promesa, dejaría en su lugar un amigo que sería ejecutado en caso de que él no volviese.
El tirano, perplejo, dijo que no existía una amigo así en todo el mundo. Asiarques garantizó que sí y que se llamaba Pítias. Dionisio aceptó la propuesta, pues no podía creer en una amistad así, aunque sabía que si Asiarques regresaba victorioso sería políticamente difícil decapitarlo.
Pítias era uno de aquellos jóvenes que habían aprovechado bien de las clases de Platón en Siracusa e, imbuido de virtudes morales, aceptó vincular su destino al de su amigo. Se presentó a los jueces para ocupar en la prisión el lugar de Asiarques. Entre la población de la ciudad se desató el debate: unos consideraban una locura que Pítias confiase así en la promesa de un amigo; otros, veían en su actitud moral una hazaña superior a la de obtener la victoria en las Olimpíadas.
Pítias fue llevado a la caverna conocida como Oreja de Dionisio, por estar su abertura recortada como un enorme oído -la misma en la que Platón padeció antes de ser expulsado de Siracusa-, mientras Asiarques se embarcó rumbo al Peloponesio para participar de los juegos que duraban siete días. La ciudad continuó dividida: unos opinan que Asiarques aprovecharía a quedarse en Olimpia, escondido en el bosque de Altis, mientras que otros confiaban que el atleta no frustraría la confianza de su amigo.
Contando la travesía del mar Jónico, tres semanas después, Asiarques retornó, el mismo día en que expiraba la sentencia pero sin ser coronado. Mientras la mitad de la ciudad se aglomeraba en el puerto para recibir a los atletas, la otra mitad se apretaba al frente del templo de Minerva, donde se había erguido el patíbulo. Los verdugos ya habían traído a Pítias, que aguardaba sereno, confiado en que su amigo no lo traicionaría.
Asiarques fue el primero en desembarcar. Salió corriendo por las calles que separaban el puerto del templo y llegó a la plaza en el exacto momento en que el plazo expiraba. Pítias miró a su amigo con una sonrisa. La extraordinaria manifestación de amistad conmovió a todos los habitantes de Siracusa, que comenzaron una nueva discusión: ¿quién había dado una prueba mayor de amistad, Pítias, al poner en riesgo su vida a cambio de nada, o Asiarques, al volver para impedir la muerte del amigo?
El atleta fue aclamado como si su disposición de abrazar la muerte superase todas las glorias de los juegos olímpicos. Dionisio dejó su trono frente al patíbulo y posó en la cabeza de Asiarques la corona de ramos de olivos. Exaltó su ejemplo con los versos que Píndaro acuñara para los campeones olímpicos y, enseguida mandó soltar a Pítias e hizo la señal para que el reo fuese ejecutado. Después, le promovió un entierro con todas las honras fúnebres.
Aristóteles, en su Ética Nicomaquea, resalta que la amistad es el mayor de todos los bienes y que el verdadero amigo es aquel que se siente más feliz en agradar al amigo que de ser agradado. Y concluye: “Sin un amigo nadie podría vivir aunque poseyese todos los bienes” (Libro VIII, 5). Pocos siglos después en Palestina, tal vez después de escuchar la historia de amistad entre Asiarques y Pítias, Jesús de Nazareth proclamó: “Nadie tiene mayor virtud que el que da la vida por sus amigos” (Juan 15).
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