Producto de la revolución social de 1910, una de las primeras en América Latina, la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos –como oficialmente se llama el Estado mexicano– reconoció el régimen social de la tierra y los recursos naturales, misma que en 1992 cambió sustancialmente para favorecer la intromisión del capital en ellas. El Artículo 27 de la Constitución de 1917 estableció la propiedad originaria de las tierras y los recursos naturales existentes en ella a favor de la nación, la cual se reservaba el derecho de transmitirla a los particulares para formar la propiedad privada y la social (ejidos y comunidades), que revestían carácter de inalienables, inembargables e imprescriptibles; además de la pública, que pertenecía al Estado.
De igual manera estableció que la propiedad derivada podría ser expropiada por causa de utilidad pública o sufrir las modalidades que dictara el interés social. En materia de recursos naturales fue más radical, pues no autorizó ningún tipo de propiedad derivada sobre ellos y los particulares sólo podrían explotarlos mediante concesiones, por lo que se reservó la explotación directa de algunos de ellos a la nación, entre los cuales se encontraba el petróleo, el uranio y otros necesarios para el desarrollo del país.
Esta característica de las tierras se transformó profundamente en 1992. En esa fecha se reformó la Constitución para quitar el carácter de inalienables, inembargables e imprescriptibles a los ejidos y comunidades, de tal manera que los derechos sobre ellos pudieran ser transmitidos por venta, renta, asociación y otros actos mercantiles. Junto con la Constitución se crearon nuevas leyes para reglamentar la explotación de las tierras, aguas, minas, vida silvestre, recursos forestales, flora y fauna, sanidad animal y sanidad vegetal, entre las más importantes; al tiempo que se crearon otras que no existían, entre ellas, las leyes sobre variedades vegetales y organismos genéticamente modificados. La característica de estas leyes es que, aunque hablan de “protección” e, inclusive, promoción de derechos, lo que hacen es desregular la protección anterior para facilitar su apropiación por el capital internacional.
Respecto de los recursos naturales, el párrafo cuarto del Artículo 27 constitucional determina que el dominio directo de ellos corresponde a la nación, lo que equivale a afirmar que son de su propiedad [1], y que a diferencia de las tierras no puede ser transmitida a los particulares y por lo mismo no pueden ser reducidos a ningún tipo de propiedad. Tan es así que la Ley General de Bienes Nacionales establece que los bienes señalados en los párrafos cuarto y quinto del Artículo 27 están sujetos al régimen de dominio público de la federación; y por lo mismo bajo la jurisdicción de los Poderes federales. El párrafo sexto del mismo Artículo establece que el dominio de la nación sobre los recursos naturales es inalienable e imprescriptible. Y la explotación, y el uso o el aprovechamiento de ellos, por los particulares o por sociedades constituidas conforme a las leyes mexicanas, sólo podrá realizarse mediante concesiones, otorgadas por el Ejecutivo federal. En otras palabras, los recursos naturales son propiedad de la nación, los administra el Poder Ejecutivo federal y los particulares sólo pueden aprovecharlos si éste se los concesiona. Veamos ahora cómo opera esto en la realidad.
Las nuevas rutas jurídicas del despojo
La diversidad cultural, riqueza biológica y de saberes e incluso la existencia de los pueblos indígenas se han encontrado intensamente amenazadas en las últimas décadas, con la profundización de las políticas colonialistas contra ellos, mismas que se manifiestan en el despojo de sus lugares de vivienda, de convivencia, de siembra, de recreación y espirituales, pasando por el arrasamiento de sus territorios, la apropiación indebida de sus bosques, aguas, minas, y la patente de sus conocimientos sobre dichos bienes. Estamos ante la más cruda manifestación de los efectos de las políticas neocoloniales que algunos académicos han dado en denominar acumulación por desposesión: el capital ya no invierte para obtener alguna plusvalía, va a donde están los recursos y los conocimientos, la mayoría de ellos considerados comunes, los transforma en propiedad privada y los incluye en el mercado. Estas políticas, como es natural, atentan contra los derechos territoriales de los pueblos indígenas, para lo cual la legislación y las políticas estatales que promueven la privatización de los recursos han sido muy importantes.
Para que todo esto sea posible, paralelo a la negativa a reconocer el derecho de los pueblos indígenas a sus territorios, las tierras y los recursos naturales en ellos existentes (que además viola el contenido de las normas internacionales que reconocen estos derechos), existe una producción legislativa que establece formas y procedimientos que permite se despoje a los pueblos de sus tierras reconocidas legalmente y les impiden el acceso a los recursos naturales. Entre los primeros se encuentran la expropiación, la imposición de modalidades a la propiedad derivada, sea social o privada, y la concesión de los recursos naturales, actos en los que se requiere la intervención estatal, que se hace de manera unilateral; entre las segundas se ubican la compraventa de tierras y la traslación del dominio de las mismas, así como los contratos de usufructo sobre éstas, los cuales no requieren la intervención estatal porque son actos entre particulares.
Expropiación
Es una de las formas jurídicas de atentar contra la propiedad de las tierras y los territorios indígenas. Se trata de un acto unilateral emitido por los titulares de la administración pública, federal o estatal, cuyo fin es privar a los propietarios, privados o sociales, del uso, goce, disfrute y disposición de sus bienes “por causa de utilidad pública”. En otras palabras, la “propiedad originaria” vuelve a su propietario principal, lo cual al tratarse de privilegiar el bien común era entendible y hasta razonable. La figura no es nueva. Viene de los años cardenistas, cuando había un proyecto de fortalecimiento nacional. El problema es que ahora se está usando para fomentar el lucro individual en detrimento del bien común y de la propiedad social. Esto es posible porque, de acuerdo con la disposición del Artículo 27 constitucional, lo único que se necesita para llevarlo a cabo es que la mentada utilidad pública se encuentre contemplada en alguna ley, y no se encuentra en una sino en varias. Aparte de las causales contempladas en la Ley de Expropiación, también se contemplan en la Ley Agraria, la Ley de Aguas Nacionales, la Ley General de Equilibrio Ecológico y Protección al Ambiente, la Ley de Desarrollo Forestal Sustentable, la Ley Minera y la Ley General de Asentamientos Humanos, todas ellas con incidencia en las tierras y los recursos naturales.
La expropiación es el mecanismo más socorrido por el Estado mexicano para llevar a cabo grandes obras públicas que luego se entregan a los particulares para que las usufructúen, entre ellas las presas hidroeléctricas, carreteras y otras obras públicas. Como ejemplo de lo que no debería repetirse, están las presas de La Angostura y Chicoasén, en Chiapas; la Miguel Alemán y Cerro de Oro, en Oaxaca; el Caracol, en Guerrero; la 02 en Hidalgo, y la Luis Donaldo Colosio, en Sinaloa. Todas ellas desplazaron a miles de indígenas de sus lugares de origen y provocaron alteraciones al medio ambiente, daños de los cuales nadie se hizo responsable. El caso extremo es el de la Miguel Alemán y Cerro de Oro, donde después de más de medio siglo de construida, los chinantecos afectados siguen reclamando su indemnización. Pero no son el único caso. En la actualidad, son emblemáticos los casos de resistencia a la construcción de las presas Paso de la Reina, en Oaxaca; La Parota, en Guerrero; La Yesca y El Cajón, en Nayarit, y El Zapotillo, en Jalisco.
Imposición de modalidades
La segunda forma de restringir el derecho sobre los territorios y los recursos naturales es la imposición de modalidades, una figura establecida en el propio Artículo 27 constitucional. De acuerdo con la jurisprudencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, “por modalidad a la propiedad privada debe entenderse el establecimiento de una norma jurídica de carácter general y permanente que modifique, esencialmente, la forma de ese derecho”, lo cual implica la introducción de “un cambio general en el sistema de propiedad” que se traduce en “una limitación o transformación del derecho de propiedad”. En síntesis, la modalidad es equivalente a limitación, consistente “en una extinción parcial de los atributos del propietario, de manera que éste no sigue gozando, en virtud de las limitaciones estatuidas por el Poder Legislativo, de todas las facultades inherentes a la extensión actual de su derecho. [2]
En el sistema jurídico mexicano, la norma que contempla las limitaciones a la propiedad es la Ley General de Equilibrio Ecológico y Protección al Ambiente; y lo hace fundamentalmente para la formulación del ordenamiento ecológico y la creación de áreas naturales protegidas. El primero es un instrumento de política ambiental que tiene por objeto “regular o inducir el uso del suelo y las actividades productivas, con el fin de lograr la protección del medio ambiente y la preservación y el aprovechamiento sustentable de los recursos naturales, a partir del análisis de las tendencias de deterioro y las potencialidades de aprovechamiento de los mismos”. Ahora bien, un área natural protegida es una zona del territorio nacional “en donde los ambientes originales no han sido significativamente alterados por la actividad del ser humano o que requieren ser preservadas y restauradas”. Para lograr lo anterior, de acuerdo con el artículo 44 de la citada ley, “los propietarios, poseedores o titulares de otros derechos sobre tierras, aguas y bosques comprendidos dentro de áreas naturales protegidas deberán sujetarse a las modalidades que de conformidad con la presente ley, establezcan los decretos por los que se constituyan dichas áreas, así como a las demás previsiones contenidas en el programa de manejo y en los programas de ordenamiento ecológico que correspondan”.
En la actualidad, en la República Mexicana existen 174 áreas naturales protegidas (ANP), que se agrupan de la siguiente manera: 41 reservas de la biósfera que ocupan 12 millones 652 mil 787 hectáreas; 67 parques nacionales, con 1 millón 482 mil 489 hectáreas; cinco monumentos naturales, con 16 mil 268 hectáreas; ocho áreas de protección de recursos naturales, con 4 millones 440 mil 78 hectáreas; 35 de protección de flora y fauna, con 6 millones 646 mil 942 hectáreas, y 18 santuarios, con 25 millones 384 mil 818 hectáreas, como se muestra en el cuadro 1.
En conjunto abarcan 25 millones 384 mil 818 hectáreas, que representan el 12.92 por ciento del territorio nacional. Creadas para proteger la riqueza biológica del país, difícilmente cumplen con su objetivo, pues –de acuerdo con la propia Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas– sólo 42 tienen programas de manejo; en otras palabras, de toda la tierra y recursos naturales a la que se le han impuesto modalidades, sólo alrededor de 9 millones de hectáreas tienen definidos los objetivos, planes y esquemas de conservación (“Narco, entre las nuevas amenazas para las áreas protegidas del país”, La Jornada, 30 de mayo de 2010).
Las limitaciones que el Estado puede imponer a la propiedad han servido de mecanismo para impedir a los pueblos indígenas, y a los campesinos en general, ejercer plenamente sus derechos mientras se favorece la actividad de las empresas trasnacionales interesadas en los recursos naturales en ellas existentes. Hay ejemplos de cómo sucede esto. Los miembros del pueblo cucapá no pueden pescar ni para obtener sus alimentos, porque el lugar donde acostumbraban a hacerlo quedó en la zona núcleo de la Reserva de la Biósfera Alto Golfo de California y Delta del Río Colorado, en Baja California; por otro lado, los integrantes del pueblo wirrárika, en Jalisco, luchan porque su territorio sagrado no sea destruido por las mineras canadienses Minera Real Bonanza, filial de la empresa canadiense First Majestic Silver Corp, a quien el gobierno federal entregó 761 hectáreas de tierras para tal fin, y de Revolution Resources Corp y sus filiales Minera La Golondrina, Minera Cascabel y Minera Kennecott y DynaNevada de México, cuyo proyecto tiene 350 mil hectáreas. En el mismo sentido, la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas se niega a que los poblados de Ranchería Corozal, Nuevo Salvador Allende y San Gregorio, ubicados en la Cuenca del Río Negro, sean regularizados, no obstante el acuerdo al que han llegado con la comunidad agraria de la Selva Lacandona, en Chiapas. Todo esto sucede porque detrás de dichas Áreas Naturales protegidas existen fuertes intereses sobre los productos naturales que en ellas se encuentran.
Compraventa
Existen otro tipo de actos por los cuales se puede atentar contra la propiedad sin que haya necesidad de la intervención del Estado. Uno de éstos es la compraventa, por la cual el titular de una propiedad o de los derechos sobre ella o ellos los transfiere a otro a cambio del pago de un precio determinado. Como ya dijimos, antes de las reformas que en 1992 se introdujeron al Artículo 27 de la Constitución, la propiedad social tenía carácter inalienable e imprescriptible, mismos que se suprimieron con dicha reforma para permitir que las tierras se convirtieran en mercancía y circularan libremente en el mercado.
Existen varias maneras para que las tierras entren al mercado. La primera es que la asamblea general del ejido o comunidad decida aportar las tierras de uso común como capital a una sociedad mercantil. Otra es la circulación dentro del mismo ejido de los derechos de parcelas asignadas individualmente por la misma asamblea entre sus integrantes, lo cual sólo requiere que se informe a la asamblea que el titular de los derechos parcelarios ha cambiado; la tercera es la adquisición del dominio pleno –es decir, la propiedad privada– de las parcelas por los titulares de los derechos parcelarios sobre ellas, esto también lo debe acordar la misma asamblea. Una vez que esto ha sucedido pueden transmitir libremente la propiedad de ellas al mejor postor. Como puede verse si esto llegara a suceder –la posibilidad jurídica siempre existe– los territorios indígenas se fraccionarían.
A casi dos décadas de aquellas reformas profundas al marco jurídico mexicano, los resultados comienzan a mirarse. De acuerdo con datos del Registro Agrario Nacional (RAN), hasta 2000 se inscribieron 35 mil 803 actos de enajenación de tierras. Para 2008, la cifra había aumentado a 62 mil 55, lo que significa un incremento de 73.3 por ciento de este tipo de actos. De lo anterior se puede inferir que conforme el tiempo pasa aumenta la compraventa de tierras ejidales y comunales, principalmente en zonas conurbadas y costeras, de donde se deduce que el destino de las tierras que pasan del régimen social al privado no es la agricultura, sino los desarrollos turísticos e inmobiliarios. Hay que decir que la cantidad que registra el RAN es sólo indicativa, ya que muchos actos de este tipo no se registran pues no es una obligación legal hacerlo; lo que sí es obligatario es registrarlos en el Registro Público de la Propiedad, donde se asientan las propiedades privadas, pero de ésa no se cuenta con datos públicos oficiales.
Arrendamiento
Otra manera de despojar a los ejidatarios de sus derechos sobre las tierras y sus recursos es el arrendamiento de las parcelas o las tierras de uso común, que la Constitución denomina asociación con particulares o con el Estado. Los eufemismos no terminan en eso, la Ley Agraria, en su artículo 79, establece que los ejidatarios pueden aprovechar sus parcelas directamente o conceder a otros ejidatarios o terceros su uso o usufructo, “mediante aparcería, mediería, asociación, arrendamiento o cualquier otro acto jurídico no prohibido por la ley, sin necesidad de autorización de la asamblea o de cualquier autoridad”. De igual manera establece que pueden aportar sus derechos de usufructo a la formación de sociedades tanto mercantiles como civiles.
El único requisito que la ley exige para que el ejidatario pueda arrendar su parcela es que esté debidamente delimitada para que exista certeza de la superficie que arrenda y al tenerlo, ni la asamblea general de ejidatarios ni sus colindantes pueden oponerse a ello. Además de lo anterior, el artículo 45 de la Ley Agraria dispone que “las tierras ejidales podrán ser objeto de cualquier contrato de asociación o aprovechamiento celebrado por el núcleo de población ejidal o por los ejidatarios titulares, según se trate de tierras de uso común o parceladas, respectivamente”. Nótese que el objeto de este tipo de contratos se refiere a asociación o aprovechamiento y no al arrendamiento específicamente, por lo cual sólo una interpretación extensiva de este vocablo puede incluirlos. La misma disposición establece que “los contratos que impliquen el uso de tierras ejidales por terceros tendrán una duración acorde al proyecto productivo correspondiente, no mayor a 30 años, prorrogables”. Es decir, por 60 años. Lo que significa toda la vida del ejidatario y un plazo mayor que el del Código Civil para las propiedades privadas, que es de 20 años.
De acuerdo con el Censo Agrícola y Ganadero 2007, en el país se encuentran rentadas 2 millones 667 mil hectáreas; 667 mil, en aparcería; 1 millón 557 mil, prestadas, y “bajo otra forma”, 1 millón 435 mil hectáreas. En suma, 6 millones 300 mil hectáreas de tierra son usufructuadas por personas ajenas a los titulares de los derechos ejidales o comunales. El dato puede parecer menor, pero si se le ve en contexto no lo es tanto. Resulta que estas tierras sí se destinan a la agricultura. En conjunto, las que se dedican a este tipo de actividad ascienden a 31 millones de hectáreas, y de éstas, 22 millones se cultivan, de ahí que las tierras cuyo titular no las siembra representan el 28.8 por ciento de la tierra cultivable. Como es de suponer el arrendamiento lo realizan los agricultores que se dedican a la exportación de alimentos.
Existen otras actividades para las que también se rentan las tierras: los negocios de las empresas trasnacionales mineras y eólicas, como sucede en el Istmo de Tehuantepec, en Oaxaca, donde los pueblos ikoots y binizaa sostienen una férrea lucha para que sus territorios no sean invadidos. Estas empresas se han introducido en México durante las dos últimas décadas, y ocupan gran parte del territorio nacional –tan sólo la industria minera, hasta 2010, tenía concesionado el 28.58 por ciento del territorio– y la manera de ocupar el territorio mexicano ha sido fundamentalmente el arrendamiento. Hay varias razones para ello. Una es que les resulta más barato, pues una vez que las han explotado pueden abandonarlas y marcharse sin problemas; otra es que, como ya anotamos, la Ley Agraria les permite un plazo más amplio que el Código Civil, además de que la primera es omisa mientras el segundo obliga al arrendatario a “responder de los perjuicios que la cosa arrendada sufra por su culpa o negligencia, la de sus familiares o sirvientes”, y le prohíbe “variar la forma de la cosa arrendada; y si lo hace debe, cuando la devuelva, restablecerla al estado en que la reciba, además de que es responsable de los daños y perjuicios”; aunado a ello, “si el arrendatario ha recibido la finca con expresa descripción de las partes de que se compone, debe devolverla, al concluir el arrendamiento, tal como la recibió, salvo lo que hubiere perecido o se hubiere menoscabado por el tiempo o por causa inevitable”.
Eso no es todo. La Ley General para la Prevención y Gestión Integral de los Residuos, en su artículo 70, expresa que “los propietarios o poseedores de predios de dominio privado y los titulares de áreas concesionadas, cuyos suelos se encuentren contaminados, serán responsables solidarios de llevar a cabo las acciones de remediación que resulten necesarias, sin perjuicio del derecho a repetir en contra del causante de la contaminación”. Como consecuencia de esta disposición, las empresas pueden trasladar su obligación de reparar el daño ambiental a los dueños de los predios. Además, el siguiente artículo dispone que no puede transferirse la propiedad de sitios contaminados, salvo que la autoridad ambiental lo autorice. En conclusión, un ejidatario o comunero que renta su parcela, puede perder sus derechos sobre ella por 70 años, cuando se la devuelvan puede venir destruida. Y si está contaminada no podrá venderla.
Concesiones y permisos, reservas y vedas sobre los recursos naturales
Respecto del despojo a través de las concesiones, el párrafo tercero del Artículo 27 constitucional, en su segunda parte, establece que la nación tiene el derecho “[…] de regular, en beneficio social, el aprovechamiento de los elementos naturales susceptibles de apropiación, con objeto de hacer una distribución equitativa de la riqueza pública, cuidar de su conservación, lograr el desarrollo equilibrado del país y el mejoramiento de las condiciones de vida de la población rural y urbana. En consecuencia, se dictarán las medidas necesarias para ordenar los asentamientos humanos y establecer adecuadas provisiones, usos, reservas y destinos de tierras, aguas y bosques, a efecto de ejecutar obras públicas y de planear y regular la fundación, conservación, mejoramiento y crecimiento de los centros de población; para preservar y restaurar el equilibrio ecológico; para el fraccionamiento de los latifundios; para disponer, en los términos de la ley reglamentaria, la organización y explotación colectiva de los ejidos y comunidades; para el desarrollo de la pequeña propiedad rural; para el fomento de la agricultura, de la ganadería, de la silvicultura y de las demás actividades económicas en el medio rural, y para evitar la destrucción de los elementos naturales y los daños que la propiedad pueda sufrir en perjuicio de la sociedad”.
En esta disposición, la Constitución establece el derecho –en realidad, la facultad– de regular, a través de los órganos competentes, el aprovechamiento de los recursos naturales susceptibles de apropiación, es decir, aquellos que pueden ser convertidos en propiedad y tienen un valor potencial en el mercado. Pero no puede ser cualquier tipo de regulación, pues la propia Constitución la condiciona: debe ser en beneficio social y tener como fin la distribución equitativa de la riqueza pública, cuidar de su conservación, lograr el desarrollo equilibrado del país y el mejoramiento de las condiciones de vida de la población rural y urbana. Es decir, una legislación con sentido social.
Entre las materias a regular se incluyen la ordenación de los asentamientos humanos, establecer adecuadas provisiones, usos, reservas y destinos de tierras, aguas y bosques, a efecto de ejecutar obras públicas y de planear y regular la fundación, conservación, mejoramiento y crecimiento de los centros de población; preservar y restaurar el equilibrio ecológico; fraccionamiento de los latifundios; disponer la organización y explotación colectiva de los ejidos y comunidades; desarrollo de la pequeña propiedad rural; fomento de la agricultura, de la ganadería, de la silvicultura y de las demás actividades económicas en el medio rural, con la finalidad de evitar la destrucción de los elementos naturales y los daños que la propiedad pueda sufrir en perjuicio de la sociedad.
El párrafo sexto del mismo Artículo 27 constitucional contiene una relativa a la forma en que los particulares pueden hacer uso y aprovechamiento de los recursos naturales en general. Dicha norma determina que “en los casos a que se refieren los dos párrafos anteriores, el dominio de la nación es inalienable e imprescriptible y la explotación, el uso o el aprovechamiento de los recursos de que se trata, por los particulares o por sociedades constituidas conforme a las leyes mexicanas, no podrá realizarse sino mediante concesiones, otorgadas por el Ejecutivo federal, de acuerdo con las reglas y condiciones que establezcan las leyes”.
Una concesión no es otra cosa que un acto a través del cual la administración pública otorga a los particulares la facultad para explotar un bien propiedad del Estado. [3] Que el dominio de la nación sobre las aguas es inalienable significa que su propiedad no se puede traspasar por ningún mecanismo jurídico. Mientras sea imprescriptible, la propiedad no se puede adquirir por la ocupación y el paso del tiempo. Así, en otras palabras, no existe ninguna forma jurídica en que los particulares puedan adquirir la propiedad de los minerales, las aguas o los bosques. Lo que se puede adquirir son derechos de uso y aprovechamiento, a través de concesiones que otorga el gobierno federal de acuerdo con lo que dispongan las leyes al respecto.
Como en el caso de la expropiación, que existe una ley general que establece la utilidad pública como causa de procedencia y muchas disposiciones particulares en diversas leyes, la Ley General de Bienes Nacionales también establece de manera general las reglas sobre las cuales pueden otorgarse concesiones, entre ellas a quiénes pueden otorgarse, las condiciones para hacerlo y las formas en que el Estado puede recuperar los derechos sobre los recursos naturales concesionados; pero también las leyes que regulan estas materias contienen disposiciones específicas, entre ellas la Ley Minera, la Ley de Aguas Nacionales y la Ley de Desarrollo Forestal Sustentable.
Ahora bien, lo que importa destacar es que ni las disposiciones legales ni la aplicación de la ley se han ajustado a lo que establece la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, en el sentido de que el aprovechamiento de los recursos naturales debe ser en beneficio social, al buscar la distribución equitativa de la riqueza pública, cuidar de la conservación de dichos recursos, lograr el desarrollo equilibrado del país y el mejoramiento de las condiciones de vida de la población. Por ejemplo, mediante este procedimiento se ha instalado en el país la industria minera, que a 2010 había obtenido 24 mil 182 concesiones. Éstas abarcaban 49 millones 472 mil 55 hectáreas de terrenos, la mayoría de ellas de propiedad social. La totalidad de las empresas concesionarias son de capital extranjero, entre las que sobresalen las canadienses, seguidas de las estadunidenses e inglesas. Se concentran en los estados norteños de Sonora, Chihuahua y Durango y explotan oro, polimetálicos y cobre. [4] En ese mismo sentido, las concesiones de aguas están siendo acaparadas por las empresas embotelladoras, donde destacan las empresas Bonafont, Nestlé, Coca Cola y Pepsi Cola, de capital extranjero y casi dueñas del mercado nacional. [5]
Legislación, sin base constitucional
Además de la anterior, existe otro tipo de legislación que no cuenta con base constitucional y su existencia obedece a mandatos de tratados comerciales internacionales, donde las empresas trasnacionales tienen una amplia participación para su elaboración. Es el caso de la Ley de Variedades Vegetales; la Ley de Bioseguridad y Organismos Genéticamente Modificados, y la Ley Federal de Producción, Certificación y Comercio de Semillas, que obedecen a compromisos contraídos por el gobierno mexicano a través del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, el Convenio sobre Diversidad Biológica y el Acuerdo sobre los Aspectos de Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio, de la Organización Mundial del Comercio. Es cuestionable la existencia de este tipo de leyes, porque aunque técnicamente no resultan inconstitucionales –por no oponerse expresamente a sus mandatos– sí atentan contra el espíritu social de ella, que en su Artículo 27 establece que el aprovechamiento de los recursos naturales debe tener como objeto “una distribución equitativa de la riqueza pública, cuidar de su conservación, lograr el desarrollo equilibrado del país y el mejoramiento de las condiciones de vida de la población rural y urbana”.
Como es lógico suponer, ninguna de estas leyes ni los tratados que las sustentan tienen ese objetivo. La Ley de Variedades Vegetales tiene por objeto fijar las bases y procedimientos para la protección de los derechos de los obtentores de variedades vegetales, es decir, aquellas personas que mediante un proceso de mejoramiento obtengan una variedad vegetal; la Ley de Bioseguridad y Organismos Genéticamente Modificados regula las actividades de utilización confinada, liberación experimental, liberación, comercialización, importación y exportación de organismos genéticamente modificados, con el fin de prevenir, evitar o reducir los posibles riesgos que estas actividades pudieran ocasionar a la salud humana o al medio ambiente y a la diversidad biológica o a la sanidad animal, vegetal y acuícola; y la Ley de Producción, Certificación y Comercio de Semillas regulan actividades relacionadas con la planeación y organización de la producción agrícola, de su industrialización y comercialización. No lo dicen claramente, pero el verdadero objetivo de estas leyes es apropiarse de los recursos naturales existentes en el territorio nacional aunque no en su forma de ecosistema, sino por medio de sus componentes químicos y biológicos.
Y los pueblos indígenas ¿qué?
Los territorios indígenas y los recursos naturales existentes en ellos sufren estas embestidas sin tener un fundamento jurídico sólido con qué hacerles frente. Para comenzar, la primera referencia no a territorios sino a las tierras se encuentra en el Artículo 27, fracción VII, párrafo segundo, de la Constitución, donde se establece de manera lacónica que la “ley protegerá la integridad de las tierras de los grupos indígenas”; la otra mención se halla en la fracción VI, del Artículo 2 constitucional, el cual prescribe que “reconoce y garantiza el derecho de los pueblos y las comunidades indígenas a la libre determinación y, en consecuencia, a la autonomía para […] acceder, con respeto a las formas y modalidades de propiedad y tenencia de la tierra establecidas en esta Constitución y a las leyes de la materia, así como a los derechos adquiridos por terceros o por integrantes de la comunidad, al uso y disfrute preferente de los recursos naturales de los lugares que habitan y ocupan las comunidades, salvo aquellos que corresponden a las áreas estratégicas, en términos de esta Constitución”. [6]
Dos disposiciones bastante cuestionadas. La primera, porque nunca se reglamentó y la segunda porque simula reconocer un derecho al reenviar a lo que otras normas dispongan. [7] Ante este hecho, el camino que queda es el derecho internacional, que por disposición del Artículo 133 de la Constitución, también forma parte de nuestro orden jurídico interno y, de acuerdo con lo que dispone el Artículo 1 de la propia Constitución, así como las tesis de la Suprema Corte de Justicia de la Nación forman parte del “bloque constitucional” y, por lo mismo, los derechos que regulan deben ser protegidos por el Estado mexicano. [8]
En este sentido, los caminos que quedan para la defensa de los territorios indígenas y los recursos naturales existentes en ellos son, especialmente, el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas y las jurisprudencias de los tribunales internacionales, entre ellas, la que en los últimos años ha producido la Corte Interamericana de Derechos Humanos. [9]
Pero no resulta suficiente para lograrlo. Los tribunales poco conocen este tipo de legislación y los litigantes no están acostumbrados a argumentar desde ellos. Además, hay que enfrentar las políticas institucionales que privilegian las disposiciones legales porque son las que favorecen los intereses de su clase. De ahí que los afectados, además de acudir a los tribuales, tengan que echar mano de otro tipo de estrategias para defender sus derechos, entre ellas las movilizaciones políticas y las denuncias públicas. Ellos saben que la lucha es contra el capital y que para salir airosos no bastan las normas jurídicas. En el fondo, están conscientes de que lo que les dará el triunfo será el cambio de un régimen que privilegia el dinero sobre la vida, y hay que cambiarlo por otro que ponga en el centro a ésta.
[1] Oscar Morineau, Los derechos reales y el subsuelo en México, Instituto de Investigaciones Jurídicas-Fondo de Cultura Económica, México, 1997, página 200
[2] Jurisprudencia, Semanario Judicial de la Federación, tomo 157-162, primera parte, séptima época, pleno, página 315. Citada en: Miguel Carbonell, Los derechos fundamentales en México, primera reimpresión, Porrúa, México, 2005, página 751
[3] Alfonso Nava Negrete y Enrique Quiroz Acosta, “Concesión administrativa”, en: Instituto de Investigaciones Jurídicas, Diccionario Jurídico Mexicano, tomo A-C, Universidad Nacional Autónoma de México-Porrúa, México, 2007, página 687
[4] Anuario estadístico minero, 2007
[5] Tony Clarke, Embotellados. El turbio negocio del agua embotellada y la lucha por la defensa del agua, Itaca-CASIFOP-UCCS-Instituto Polaris, México, 2009, páginas 338-349
[6] Diario Oficial de la Federación, 14 de agosto de 2001
[7] Para un análisis más amplio de lo que esto implica, puede verse: Francisco López Bárcenas, Legislación y derechos indígenas en México, Segunda edición, Cámara de Diputados-Centro de Estudios para el Desarrollo Rural Sustentable y la Soberanía Alimentaria, México, 2009; también: www.cedrssa.gob.mx/?doc=455
[8] Varios 912/2010. 14 de julio de 2011. Mayoría de siete votos; votaron en contra: Sergio Salvador Aguirre Anguiano, Jorge Mario Pardo Rebolledo (con salvedades) y Luis María Aguilar Morales (con salvedades). Ausente y Ponente: Margarita Beatriz Luna Ramos. Encargado del engrose: José Ramón Cossío Díaz. Secretarios: Raúl Manuel Mejía Garza y Laura Patricia Rojas Zamudio. El Tribunal Pleno, el 28 de noviembre en curso, aprobó, con el número LXVII/2011(9a.), la tesis aislada que antecede. México, Distrito Federal, a 28 de noviembre de 2011
[9] Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Derechos de los pueblos indígenas y tribales sobre sus tierras ancestrales y recursos naturales. Normas y jurisprudencia del sistema interamericano de derechos humanos, 2010; internet: www.cidh.org
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