La coima; la coima es la polilla que roe el mecanismo de nuestra administración, la rémora que detiene la marcha de la nave del Estado (y esta vez es cierto el mito de la rémora y la macana de la nave del Estado); la coima es el aceite lustral con que cuanto bicho inspector y subinspector que vagabundea por ahí, lubrifica sus articulaciones y engorda su estómago; la coima es la madre de muchos bienestares, el alma de numerosas prosperidades, el ángel tutelar de los que venden aserrín por harina, achicoria por café, pan quemado por chocolate, mármol molido por azúcar; la coima es la diosa protectora de todos los tahúres que pululan en nuestra tierra, de todos los comisarios que entran flacos y salen gordos, de todos los magistrados que se taponan los oídos para no escuchar los alaridos de la justicia, ¿qué no es la coima, la enorme, la nutritiva coima?

Donde se clave la vista, allí está: invisible, segura, efectiva, certera. La colma es la que inmoviliza los escritos en un Juzgado; la coima es la que arranca un certificado, de buena conducta para un especifico facinerosos; la coima es la que le da ciudadanía de honestidad a un granuja cien veces más ladrón que el mal ladrón Gesta; la coima es la que ablanda y humaniza al inspector personudo, al abogado recio, al escribano melifluo, al oficial de justicia inexorable, al médico talentudo. La coima, invisible, penetrante, ardua e infalible, penetra por todas partes y compra al grande, al cogotudo y al severo como al pequeño, al modesto y al humilde que se conforma y transige con tal que le den para un café con leche.

Panaderos, lecheros, hueveros, mercaderes de aceite, de vino, de drogas, dueños de fábricas de industrias, de millones, ministros, covachuelistas, embajadores, jueces, presidentes de cualquier cosa, escritores, periodistas, comisarios, no hay uno que resista a la coima, no hay uno que no se doble a su amable presencia, que no se conturbe frente a su mocedad, que no se le rinda, después de una lucha más o menos larga. Y el que no coimea... deja coimear.

Por eso, cuando en su camita de hombre honesto, con los botines a la cabecera y las medias colgando de un travesaño de la silla, muere un hombre que manejó los caudales públicos y salió de las covachas administrativas tan ratón y tan pobre como entró, los magníficos furbos, los estupendos truhanes, los maravillosos sinvergüenzas, dicen, compungidamente: Era un buen hombre, pero no sabía robar Era bien intencionado, pero no supo coimear.

Y es que las leyes, amigo lector que no coimeas (porque no puedes), es que las leyes se han hecho para eso: para dar de comer a innumerables y flacos pelafustanes, a indescriptibles y gordos tiburones. Si no se pudiera robar, ¿qué fin habría en hacer gobierno?

Roberto ArIt

El Mundo, Buenos Aires, 16 de enero de 1929