Para muchas personas que no montan en bus, el transporte público colectivo[1] en Bogotá es barato. Pero para la mayoría de los que lo usan, es costoso frente a sus ingresos. Peor, cientos de miles de personas en Bogotá no pueden siquiera costear el pasaje y deben viajar a pié largas distancias.

En promedio, cerca de 800 mil personas recorren 33 cuadras a pie en cada viaje que hacen —de su casa al trabajo o estudio— y otras 33 cuadras de regreso al hogar. En localidades como Ciudad Bolívar y Usme el viaje promedio a pié tiene una longitud de 48 y 56 cuadras respectivamente.[2] Estos viajes deberían hacerse en bus o en bicicleta pero la población más pobre —y por ende la más vulnerable— no tiene cómo pagar el pasaje o adquirir una bicicleta. De hecho, el transporte público de Bogotá es el cuarto menos asequible para el 20 por ciento más pobre de la población entre una lista de 28 ciudades de países en desarrollo.[3]

¿Cómo llegó Bogotá a tener un transporte público tan costoso —peligroso y de baja calidad— si hace 25 años tenía uno de los más baratos del mundo, según el famoso estudio “Buses y Busetas”?[4] La respuesta está en la forma como el Gobierno Nacional organizó la prestación de este servicio público, organización que fue construida poco a poco a lo largo de décadas con activa participación de los empresarios del transporte.

La prestación del servicio de transporte público

El gobierno nacional es el principal regulador del servicio ya que dicta la política general del sector y define su estructura general. Pero por ser un servicio local, ha entregado a los municipios parte de la responsabilidad para regular y supervisar al transporte público. Los gobiernos locales, entonces, están encargados de otorgar permisos a empresas de transporte público para prestar el servicio en rutas específicas entre un punto y otro del municipio.

Paradójicamente, la autoridad municipal es usualmente débil y son las mismas empresas las que encuentran una demanda insatisfecha y proponen a la Secretaría de Transito la creación de una nueva ruta. El resultado final son rutas sumamente largas que requieren muchos buses para prestar el servicio. Este no es un resultado casual ya que las empresas de transporte público maximizan ganancias en la medida que tengan muchos buses afiliados. En efecto, el principal activo de las empresas son las rutas que el gobierno local les ha dado. Pero las empresas no son dueñas de los buses que prestan el servicio sino los llamados propietarios. Los propietarios hacen la millonaria inversión en la compra, operación y mantenimiento de los miles de buses requeridos para prestar el servicio. Para hacerlo, los propietarios deben pagar por el “cupo” y pagar un “rodamiento” por la ruta a la empresa, es decir, un arriendo por la ruta.

Finalmente, los propietarios contratan conductores que trabajan 14 a 18 horas diarias y son los prestadores del servicio como tal. Los conductores reciben la plata de los pasajeros y al final del día entregan el “producido” a los propietarios. Al final del mes, los propietarios pagan el rodamiento y si la empresa no recibe el pago, la policía encontrará razones para multar al bus, pues no cumple con todos los requisitos para circular.

La sobreoferta

El resultado final de esta organización ha sido una dramática sobreoferta de buses, ya que así es como las empresas son más rentables. En efecto, entre 1980 y 1999 el parque total de buses, buseta y microbuses en Bogotá pasó de 8,957 a 16,772, al mismo tiempo que la demanda total decreció de 5,137,798 a 4,757,226 viajes por día. Por ende, la productividad promedio de cada vehículo de transporte público pasó de 573 pasajeros por día por bus a 283[5]. Y para 2005 escasamente llegaba a 227[6] —cuando el estándar internacional es que un bus debe movilizar mínimo 900 pasajeros por día.[7] Para esta fecha, la flota superaba las 20,000 unidades y los pasajeros diarios eran apenas 3.8 millones[8].

¿Pero cómo se mantienen en servicio tantos buses cuando la demanda baja cada año? La respuesta está en la forma de calcular la tarifa.

Las tarifas

Inicialmente, la tarifa era el resultado de negociaciones entre los empresarios y el gobierno local, que lograban subir la tarifa para compensar la baja productividad debida a la sobreoferta. Y en 1998 el gobierno nacional garantizó la supervivencia de la sobreoferta al promulgar la resolución 4350 del Mintransporte. Ésta establece que la tarifa es el resultado de una sumatoria de costos fijos y variables divididos por el número de pasajeros por bus. Así, a medida que baja el número de pasajeros por bus por día, sube automáticamente la tarifa. Además, las normas nacionales también dictan que la tarifa debe ser calculada para cada tipo de vehículo. Gracias a este enfoque para el cálculo de las tarifas, entre 1995 y 2005 las tarifas para las busetas de más de seis años subieron un increíble 199.6% por encima de la inflación y las de bus de más de seis años un 81.6%[9].

En otras palabras, el gobierno nacional ha estructurado la prestación del transporte público colectivo de modo que los pasajeros paguen por toda la ineficiencia del sistema. Bogotá podría funcionar con alrededor de 10,000 buses y tiene alrededor de 20,000[10]. Esos 10,000 buses adicionales ruedan miles de kilómetros al día, gastan combustible, contaminan y congestionan innecesariamente. Sólo en costos de operación y mantenimiento la sobreoferta desperdicia cada año aproximadamente 800,000 millones de pesos que tendrían un mejor uso alternativo.

Y para aquellos que creen que exagero, porque los buses en algunas rutas llevan muchos pasajeros, debo decir que esta es la excepción que confirma la regla. Estas rutas son las que las empresas llaman de “rentables” para los propietarios. Allí operan los buses del gerente de la empresa, sus amigos, y quienes paguen al gerente varios millones de pesos por el cambio a la ruta rentable.[11] Las demás tienen tal sobreoferta, que los propietarios experimentan una rentabilidad marginal e inclusive negativa. Así, para ver algo de dinero, deben reducir el gasto en mantenimiento[12], lo que aunado a las largas jornadas de trabajo de los conductores, llevan a un transporte público altamente peligroso y poco confiable[13].

Las reformas

Para cambiar toda esta situación, Bogotá ha intentado varias reformas. Una fue durante la administración Mockus, con los decretos 533 de 2001, 010 de 2002, y 112 a 116 de 2006. Estos decretos buscaban cambiar la fórmula de cálculo tarifario y eliminar el esquema afiliador y la sobreoferta. Sin embargo, el Tribunal Administrativo de Cundinamarca encontró ilegales estos decretos ya que contradecían el ordenamiento nacional. Según el Tribunal, Bogotá no tenía la autoridad para expedir esos decretos pero el Gobierno Nacional sí. Pero este último recibe la fuerte presión de gremios que representan a todas las empresas afiliadoras del país. Además, está alejado de un problema local como éste. Por esto, al Gobierno Nacional no le ha interesado tradicionalmente cambiar el esquema afiliador ni darle a Bogotá mayor autoridad para solucionar el grave problema.

Un segundo intento es el Plan Maestro de Movilidad (PMM) que busca acabar con el transporte colectivo para transformarlo en transporte masivo. No se trata de extender las troncales de Transmilenio a toda la ciudad, pero sí operar dentro del marco jurídico en el cual opera este proyecto. Este marco permite una mayor actuación por parte del Estado, dado que no contempla permisos para las rutas sino contratos claros con condiciones sanas para todos los actores. El PMM sin duda apunta en la dirección correcta. Sin embargo, de las 64 empresas de transporte colectivo, solo unas 12 apoyan el plan, mientras que la gran mayoría de las demás se opone pues implica abandonar el lucrativo y fácil esquema afiliador.

Paradójicamente, la implantación final del PMM no está tanto en manos de Bogotá como del Gobierno Nacional. Si éste último le hace el juego a las empresas de transporte que no quieren cambiar, entonces Bogotá verá como el PMM muere en manos de un tribunal administrativo, tal y como ocurrió con el anterior intento de reforma. Y con el plan morirá en buena medida la competitividad de la ciudad ya que muchas empresas nacionales y extranjeras no quieren ubicarse en la tercera ciudad más contaminada de América Latina —contaminación generada en gran medida por el transporte colectivo—.

Pero el Gobierno Nacional puede ayudar a Bogotá —y a todas las ciudades de Colombia— si apoya la reforma que circula en el Ministerio de Transporte y que pronto deberá ir al Congreso. Esta reforma elimina el esquema afiliador y con él todos los incentivos perversos que castigan desproporcionadamente a los usuarios, en particular a los más pobres. Esto abre la puerta para que reformas como la planteada por el PMM cumplan su función de crear empresas transportadoras cuyo interés sea transportar pasajeros y no afiliar buses, lo cual eleva la calidad del servicio y disminuye su costo.

[1] Este artículo diferencia entre el transporte público colectivo y el sistema Transmilenio dado que cada uno está organizado de manera radicalmente diferente, como mostraré más abajo. El artículo se centra en el transporte colectivo. El argumento de que el transporte público es costoso en Bogotá aplica de manera diferente para el sistema Transmilenio. Si bien su tarifa es más alta, ofrece un servicio que incluye viaje en bus alimentador y bus troncal e igualmente permite por el pago de una tarifa hacer cuantas conexiones deseé el usuario. En cambio, en el transporte colectivo cada transbordo implica el pago de una nueva tarifa y por eso es más costoso para el usuario típico.
[2] Datos tomados de Duarte Guterman-Cal y Mayor, 2006. Plan Maestro de Movilidad. Cap. 9, “Transporte no Motorizado.”
[3] La lista la encabezan Sao Paulo , Río de Janeiro y Brasilia. Véase McCarty, David. 2006. “Bus Rapid Transit in Bogotá , Colombia and its Effects on Poverty Reduction.” Mimeo. Universidad de Los Andes.
[4] Urrutia, Miguel. 1981. “Buses y Busetas: una evaluación del transporte urbano en Bogotá.” Fedesarrollo, Bogotá.
[5] Cálculos del autor a partir de información de Duarte Guterman y Cía. Ltda. 2001. “Análisis de Alternativas Tecnológicas para Vehículos de transporte urbano colectivo que hacen parte del programa de reposición del Parque Automotor.” DNP-PNUD.
[6] Datos tomados de Duarte Guterman-Cal y Mayor, 2006. Plan Maestro de Movilidad. Cap. 8, “Transporte Público.”
[7] Véase Iles, Richard. 2005. “Public Transport in Developing Countries.” Cap. 15, esp. pg. 350; y Armstrong-Right, Alan. “Urban Transit Systems: Guidelines for examining options.” Cap. 1 y anexo 4.
[8] Datos tomados de Duarte Guterman-Cal y Mayor, 2006. Plan Maestro de Movilidad. Cap. 8, “Transporte Público.”
[9] Ardila, A. 2005. “La olla a presión del transporte público en Bogotá.” Revista de Ingeniería No. 21. Universidad de Los Andes.
[10] Ardila, A. 2005. “La olla a presión del transporte público en Bogotá.” Revista de Ingeniería No. 21. Universidad de Los Andes
[11] A partir de entrevistas con propietarios de buses.
[12] Lleras, G. 2003. “Bus Rapid Transit: Impacts on Travel Behavior in Bogotá.” Tesis de Maestría, Massachusetts Institute of Technology.
[13] Duarte Guterman-Cal y Mayor, 2006. Plan Maestro de Movilidad. Cap. 8, “Transporte Público.”