Con los recientes cambios en su gabinete, Felipe Calderón privilegió al menos cuatro aspectos:

1) Sobre la capacidad y eficiencia para llevar a cabo exitosamente las nuevas tareas asignadas, prefirió colocar en la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, en el Banco de México y en la Secretaría de Desarrollo Social a personas de su grupo cerrado, que serán leales y sumisos hacia su veleidosa persona y el proyecto neoliberal de nación y de restauración clerical prejuarista que representa.

2) Afianzar la presencia y homogeneidad ideológica de los economistas ortodoxos dentro de los puestos claves del gabinete. Aquellos que, como él, están convencidos que para profundizar, arraigar y evitar la reversibilidad del neoliberalismo impuesto por el gran capital nacional y trasnacional, es urgente acelerar la destrucción del Estado y la subasta de la nación, y repartir algunas limosnas, como si fuera opio, a la población más afectada para adormecer su malestar, manipular políticamente sus miserias y evitar modificar las causas de su tragedia: la falta de empleos formales y dignos, la eliminación de las prestaciones, el deterioro de los salarios reales y los servicios públicos sociales, elementos necesarios para aumentar la productividad y las ganancias de las empresas y mantener el equilibrio fiscal reprimiendo el gasto programable estatal. Agustín Carstens y Ernesto Cordero, cruzados de la desacreditada escuela de Chicago que acumula un montón de fracasos locales y mundiales en sus haberes, y Heriberto Félix, de la variante empresarial del Tecnológico de Monterrey, están convencidos con ese perfil de la política económica. Para facilitar su tarea, Javier Lozano, Fernando Gómez, los poderes Legislativo y Judicial y el aparato policiaco-militar se encargarán de reforzar la represión sobre los descontentos y opositores al modelo, como lo evidencian los trabajadores electricistas. Una dosis adicional de neoliberalismo y autoritarismo será la norma del trienio que nos resta del calderonismo.

3) El retorno a los viejos tiempos priistas, donde las finanzas se manejaban desde Los Pinos, ya que controlarán Hacienda y el Banco de México para asegurar la continuidad de la política fiscal, monetaria y económica neoliberal. La separación del Chicago Boy Guillermo Ortiz del banco central no se debió a que renegara de la rancia ortodoxia, pues la política monetaria siempre se ha apegado al catecismo monetarista, sino a los berrinches de Calderón, a las agrias disputas que tuvo con él, de índole personal, política y funcional, ocasionadas por sus cada vez más incómodas críticas a las fallidas estrategias oficiales y sus costos, sobre todo la fiscal, y su oposición para que avasallara al autónomo banco.

Ortiz y los subgobernadores sólo se habían apegado, “técnica” e insensiblemente, a las rigurosas directrices de la ortodoxia monetarista de la ley orgánica del banco central. Es decir, la peor política monetaria que sólo les exige cuidar el valor de la moneda, controlar la inflación, sin importar los métodos empleados para alcanzar esos objetivos, ni sus costos sobre el crecimiento, el empleo, la trayectoria de la paridad y las cuentas externas, ni tampoco su coordinación con el conjunto de la política económica. Desde que entró en vigor la autonomía, en 1994, hasta enero de 2009, la reducción de los precios descansó en los altos intereses reales y la sobrevaluación cambiaria –reforzada por la desgravación arancelaria–, sostenida por la entrada de capitales, sobre todo de corto plazo. Así se logró que a partir de 2000 se ubicara en un dígito. Pero ese manejo monetario permanentemente restrictivo premió la inversión financiera, la especulativa, sobre la productiva y el consumo; se afectó el ritmo y potencial del crecimiento y su capacidad para generar empleos y se deterioraron las cuentas externas. El semiestancamiento y los recurrentes ciclos especulativos y de crisis financieras y recesivas registrados desde 1983, cuando se impuso la ortodoxia, son responsabilidad del banco central, pero también de los secretarios de Hacienda, como en su momento Carstens, que han privilegiado el equilibrio fiscal por medio del recorte del gasto público programable, y los gobiernos neoliberales, de Miguel de la Madrid a Calderón. Todos amputaron las manos fiscal y monetaria requeridas para el crecimiento y el desarrollo.

La profunda crisis observada por México en 2009 es corresponsabilidad de Ortiz, Carstens y Calderón. Frente al colapso de sus economías, Estados Unidos, Inglaterra y un gran número de países bajaron los réditos al mínimo (negativos en términos reales), abrieron la llave del crédito y ampliaron el gasto público en la cantidad necesaria, dejando en un segundo plano el nivel del déficit fiscal, como medidas contracíclicas, para contrarrestar la recesión, proteger el empleo y atender a los desempleados. En México se actuó con la mayor torpeza cuando el país se despeñaba hacia su peor recesión desde 1932 y una de las más graves del mundo. Primero no se hizo nada. Se mantuvo la rigidez monetaria y fiscal. Luego se actuó tardía, lenta y equivocadamente. Paradójicamente, el banco central elevó su tasa objetivo nominal de 7.50 por ciento a 8.75 por ciento, entre el 19 de junio de 2008 y el 15 de enero de 2009. Estaba más interesado en desalentar la especulación financiera, la salida de capitales y los efectos inflacionarios de la devaluación (40 por ciento) que en la recesión que ayudó a agravar. Sólo a partir del 16 de enero empezó a reducir los intereses. La tasa objetivo actualmente se ubica en 4.50 por ciento, cero por ciento la real, si se elimina la inflación.

La miopía, la negligencia, la incapacidad, los equívocos y el fracaso fueron una epidemia entre los calderonistas. En pleno colapso, Calderón pregonaba a los cuatro vientos que México era una “fortaleza financiera” y ponderaba la baja inflación y la “fortaleza” cambiaria. La primera era una fantasía, o nadie se tomó la molestia de explicarle o se le “olvidó” que los precios están atados a la sobrevaluación y los altos réditos reales. Cuando la terca recesión mostró que su optimismo era mentiroso, exigió a Ortiz bajar los intereses. ¿Sufrió amnesia? Porque panistas y priistas aprobaron la “autonomía” como parte del paquete de contrarreformas neoliberales impuestas por el “consenso” de Washington, a través del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, justificada en el imperativo de acabar con los caprichos de los “populistas”, que bajaban los réditos y financiaban inflacionariamente al Estado cuando se les pegaba la gana. Calderón actuó tarde y nunca diseñó una estrategia anticrisis seria, como señalara Joseph Stiglitz. Si la crisis terminó por evidenciar que la autonomía es un lastre para la coordinación de la política económica y el desarrollo, ¿por qué no cuidó las formas “republicanas”, como jurista que dice que es, y solicitó al Congreso su eliminación o al menos la ampliación de sus responsabilidades y atribuciones para mejorar dicha conexión y obligarle a un manejo más armónico entre la inflación, la paridad, el crecimiento de pleno empleo y las cuentas externas, en lugar de presionarlo despóticamente?

El “doctor en economía y no en medicina”, Carstens, se devanaba los sesos para elucidar la diferencia entre una “neumonía” y un “catarrito”, si “un bache que tiene agua [permite], ver cuál es [su] fondo”, si “en tiempos de crisis, es mejor encender una vela que maldecir en la oscuridad”. La política fiscal falló como la monetaria. Tímida, tardía y mezquinamente se amplió el gasto público y se aplicaron otras medidas fiscales contingentes que no sirvieron para nada. Sólo aquellas que beneficiaron a las grandes empresas. Pero el fantasma del déficit público aterró a Carstens y a su amo, por lo que rápidamente redujeron los egresos, justo cuando se requería ampliarlos aún más para contrarrestar la recesión. Cualquier economista sabe, salvo los ortodoxos, que los efectos favorables del estímulo fiscal anticíclico en el consumo y la inversión son más rápidos que los monetarios, que son limitados y tardan al menos de cuatro a ocho meses en manifestarse.

A Cordero le correspondía saciar la vanidosa soberbia caritativa del sistema: repartir y entretener a los abundantemente miserables generados por las políticas públicas y el modelo. En su puesto era contenerlos y no generarlos. Ahora los creará. Pero su quijotismo filantrópico fue calamitoso: aplicó mal los recursos, bajo el inescrupuloso criterio de la manipulación política. Para tratar mostrar la eficacia sistémica en el abatimiento y la atención de los pobres, hizo una postrera gracia en su puesto: que el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social les impusiera condiciones para contabilizarlos como tales; así los redujo en 3 millones. Félix… ¿qué gracia memorable hizo, además de casarse con Lorena Clouthier? Nada provechoso podía hacer en la inútil Secretaría de Economía, más allá de cultivar los intereses personales de la costosa burocracia panista. Las pequeñas y medianas empresas, bajo el neoliberalismo, constituyen el sucedáneo de un sector de los excluidos por el modelo, antes de arruinarse irremisiblemente.

Si el despido de Ortiz hubiera dependido de la eficacia de su trabajo, los candidatos a desahuciarse son abundantes, sin olvidar que, en nuestro sistema presidencialista, Calderón es el principal responsable. Ortiz no quiso ser siervo, pero Carstens y Cordero dieron prueba de su lealtad con su ridículo e insustancial linchamiento de Stiglitz, Premio Nobel de economía, cuyos acertados juicios, compartidos por otros cuatro Nobel y una profusa gama de analistas, amigos y enemigos, mostraron que su programa anticíclico ha sido, en realidad, procíclico: aceleró el derrumbe y profundizó la recesión.

4) Con el control del banco central y Hacienda, Calderón tiene dos propósitos: lograr el milagro de la reactivación económica, aunque sea cosmética, para tratar de mejorar la imagen electoral de su desacreditado gobierno y del ajado panismo, reforzado por las filantrópicas dádivas corporativas que repartirá Félix, y ubicar en el aparador a su eventual delfín con el que delira retener la Presidencia en 2012 y extender por seis años más su proyecto teocrático-neoliberal. Si en Hacienda Carstens aceptó una degradante fidelidad que lo llevó a soportar sus viles exabruptos, desatinos y cargar con parte del desprestigio asociado a los extravíos de su jefe, del colapso neoliberal y el pésimo manejo de la crisis, tranquilamente soportará tres años más su papel de bufón desde el banco central. Cordero y Félix tratarán de hacer algo con los negocios que desconocen. ¿Será suficiente para consolidar el crecimiento, sobre todo cuando el programa para 2010, centrado en la inflación, es depresivo, por los mayores impuestos, la falta de empleos, los bajos salarios y el menor gasto público, que afectarán el consumo, la inversión y el crecimiento, así como para revertir el malestar social? ¿Calderón piensa que será fácil hacer crecer la fantasía mediática del liliputiense Cordero, si es que no lo empleará como uno de los pararrayos para cuidar al verdadero candidato, o se verá obligado a inmolar sus despojos a otro, en caso de que su talla política permanezca minúscula? Los suspirantes panistas son muchos y la lucha será encarnizada. Además, con o sin crecimiento, el desprestigio de la derecha clerical es tan amplio como para depararle a Ernesto el turbador papel de “cordero opus deísta”, al igual que cualquier otro panista. La sombra de la derrota electoral se asoma sombríamente en el horizonte.

Antes de este reacomodo, Calderón sumaba 11 cambios sin lograr superar la debilidad de su gabinete y su gobierno. Con los actuales, no existen razones para pensar que mejorará el asunto, debido a la pobreza de los enroques realizada con figuras grises. El destino de un gobierno depende en gran medida del líder: su visión de Estado, talento, experiencia, capacidad de persuasión, la manera de ejercer el poder, su relación con los otros poderes y la sociedad. De él depende la calidad, eficacia, coherencia, disciplina y lealtad de su equipo. En ellos delegará su autoridad y la ejecución de sus decisiones. Infelizmente, Calderón adolece de esas virtudes y naufraga en su mediocridad, falta de oficio, el ejercicio autoritario del poder, los intereses facciosos, la mentira, la manipulación, el chantaje, la intriga, su desprecio hacia la oposición a la que agrede y descalifica sistemáticamente. En su equipo, ha privilegiado la lealtad y lisonja sobre la eficacia.