La guerra contra Irak –que condujo a la caída del régimen de Saddam Hussein en 2003– tuvo un vencedor evidente: Irán. La intervención militar encabezada por Estados Unidos dio origen al debilitamiento de los aliados tradicionales de América, los regímenes sunnitas del Medio Oriente, y al fortalecimiento de su principal enemigo en la región, la República Islámica.

Diez años más tarde pareciera que nuevamente estamos siendo testigos de varias ironías en la región: Israel parece por el momento el único verdadero ganador de las revoluciones de la primavera árabe. La mayor parte de los israelíes se opondrían con fuerza a esta interpretación. Su entorno regional es mucho más inestable e imprevisible. El sistema israelí de defensa antimisiles «Cúpula de hierro» interceptaba hace unos días un nuevo cohete lanzado desde el Sinaí contra el puerto de Eilat. Contrariamente a la situación del pasado, ninguna frontera israelí es actualmente segura, sobre todo a lo largo de la región que limita con Egipto. No puede garantizarse ninguna alianza implícita. Se han abierto todos los escenarios. ¿Puede Israel seguir siendo un oasis de estabilidad, de seguridad, de modernidad y de crecimiento económico en un entorno tan explosivo?

Por supuesto, la respuesta es negativa. Israel pudiera verse tentado a considerarse como una especie de arca de Noé, pero no es el caso. Tel Aviv se ha convertido en una mezcla de San Francisco, Singapur y Sao Paulo, pero sigue estando a menos de 300 kilómetros de Damasco. Para los pesimistas –o los realistas, según el punto de vista del lector–, Israel debe mantenerse en estado de alerta máxima para limitar los riesgos a los que se ve confrontado. Pero lo más importante es que numerosos israelíes –quizás la mayoría– estiman que no es el momento de ponerse a dar pruebas de imaginación o audacia. La reactivación del proceso de paz con la Autoridad Palestina no es más que una fachada. Israel no puede simplemente ignorar a los americanos [estadounidenses] como lo hace el ejército egipcio cuando masacra a sus opositores islamistas.

Pero también puede hacerse otra lectura, muy diferente, de la actual situación. Lo que empezó como una revolución, en el sentido que se daba a ese término en el siglo XVIII, se ha convertido, con la oposición entre sunnitas y chiitas, en una reedición de las guerras de religión entre católicos y protestantes que asolaron Europa entre 1524 y 1648, aunque lo que estamos viendo en Egipto es claramente el regreso a un Estado militar policiaco. Es posible no estar de acuerdo con esta interpretación eurocéntrica, pero lo que sí está claro es que el Medio Oriente musulmán estará demasiado inmerso en esas luchas intestinas como para preocuparse por los palestinos o por la existencia de Israel. La guerra contra los judíos o los cristianos está ahora relegada a un segundo plano, menos en aquellos lugares donde las minorías cristianas son vistas como aliadas del régimen, como en Egipto y Siria.

En ciertos casos, la cooperación con Israel es explícita. Al estar luchando por su propia supervivencia en una coyuntura fuertemente polémica, el régimen sirio necesita de la colaboración de Israel en materia de seguridad. En efecto, las fuerzas israelíes y jordanas trabajan ahora juntas para garantizar la seguridad de sus fronteras respectivas contra las infiltraciones de yihadistas desde Irak o Siria mientras que Egipto e Israel comparten actualmente un objetivo común en el Sinaí. La paradoja de las revoluciones árabes es, por consiguiente, que han ayudado a la integración de Israel como socio estratégico (para ciertos países) en la región. Ya en este momento, la guerra civil siria ha ocasionado por sí sola más víctimas árabes que todas las guerras entre los israelíes y los árabes.

Por supuesto, no deben sacarse de ello conclusiones equivocadas. Es posible que Israel se haya convertido más que nunca en un socio estratégico clave para ciertos regímenes árabes o en un aliado de facto contra Irán, como ya lo es para Arabia Saudita. Ello no implica, sin embargo, que los vecinos de Israel se hayan decidido en el plano emocional a aceptar su existencia entre ellos. Tampoco quiere decir que Israel pueda actuar como le plazca ni donde y cuando quiera. Al contrario, el gobierno israelí no debería utilizar los problemas regionales para justificar el no hacer nada por resolver el conflicto con los palestinos. Las condiciones actuales, aunque confusas en opinión de todos, pueden verse como una oportunidad, como un momento para plantearse serios sacrificios en aras de una supervivencia a largo plazo.

Israel debería dirigirse al mundo árabe en los siguientes términos: «Es posible que ustedes no me quieran y quizás nunca lo hagan. Pero no soy yo –ni debí serlo nunca– la principal preocupación de ustedes. Ya hoy es evidente que ustedes tienen otras prioridades.» El lodazal árabe no crea quizás las condiciones necesarias de paz y reconciliación entre israelíes y palestinos. Pero ha convertido la «tregua estratégica» que numerosos dirigentes árabes favorecen en la única alternativa posible. Los árabes no pueden guerrear entre sí y hacerlo a la vez contra Israel. Los acontecimiento caóticos que están teniendo lugar en el Medio Oriente pueden, y deben, modificar al análisis y la percepción de los protagonistas. Ya no es posible conformarse con consideraciones a corto plazo. Los dirigentes israelíes deben adaptar su razonamiento estratégico a largo plazo al Medio Oriente que acabará por surgir del actual desorden.

Eso significa no explotar la oportunidad que hoy se ofrece de construir más asentamientos en las tierras palestinas o de desarrollar los asentamientos ya existentes, como parece decidido a hacerlo el gobierno de Netanyahu. Israel podría convertirse en el actual ganador de las primaveras árabes. Pero la sabiduría aconseja no recoger el botín de la victoria y dejarlo en el terreno.

© Project Syndicate, 2013. Traducido al español por la Red Voltaire a partir de la traducción al francés de Frederique Destribats.