El 4 de marzo de 1933, en su discurso de toma de posesión de la presidencia estadunidense, ante una población brutalmente golpeada por el colapso del “libre mercado” decimonónico, que arrojó a millones de personas al desempleo y al infierno de la miseria, Franklin D Roosevelt pronunció una de sus famosas expresiones: “Déjenme afirmar mi firme creencia que a lo único que hay que temer es al propio temor”, resonancias de las palabras del griego Epicteto de Frigia, (55-135), el filósofo griego estoico que algún tiempo fue esclavo en Roma: “No hay que tener miedo de la pobreza ni del destierro, ni de la cárcel, ni de la muerte. De lo que hay que tener miedo es del propio miedo”. Epicteto dijo también: “¿Quieres dejar de pertenecer al número de los esclavos? Rompe tus cadenas y desecha de ti todo temor y todo despecho”. Roosevelt inicia el “nuevo trato” (new deal): la intervención activa del Estado y la regulación de la economía, el uso del gasto público para reducir el desempleo y superar la Gran Depresión. En 1937 lo visitaron varias organizaciones sociales y sindicales para apoyar su “nuevo trato” y sugerirle que aplique algunas medidas progresistas. Roosevelt les dijo: “Ahora salgan a las calles y háganme hacerlo”. Lo hicieron. Se realizaron 4 mil 740 huelgas, con una duración media de 20 días. Y el Ejecutivo reforzó el Estado de bienestar y las leyes del empleo y la seguridad social, las bases de su legitimidad política.

Era otra época. Ahora es la del capitalismo salvaje que nos lleva al retorno de su primitiva caverna, a su origen despiadado.

En 2000, el pueblo de Cochabamba, Bolivia, ganó la guerra del agua a la empresa Bechtel (que quería cobrar hasta la de la lluvia), al criminal dictador Hugo Banzer, al Banco Mundial y sus contrarreformas neoliberales, entre ellas la laboral y la privatización de los servicios públicos. El costo fue de seis muertos, 175 heridos y un niño cegado por los gases lacrimógenos. Los congresistas locales huyeron como ratas y el gobernador local tuvo que renunciar. Óscar Oliva, uno de los líderes, dijo: “Si queremos un mundo más justo, más participativo, tenemos que salir afuera y obligarlos a hacerlo”.

Para utilizar las palabras del cineasta Michael Moore: las contrarreformas equivalen al “hombre rico que te vende la cuerda para ahorcarles porque con ella van a hacer dinero”.

Cerradas todas las puertas institucionales, pacíficas y democráticas, no le dejan a la población otra opción que comprarles la cuerda. Ésa será la única alternativa que tendrán los trabajadores mexicanos para enfrentar la contrarreforma neoliberal del trabajo que impondrá un golpista que aún no se va y otro usurpador que todavía no llega; la cabeza de playa de los nuevos sepultureros del Congreso del Partido Revolucionario Institucional-Partido Acción Nacional-Partido Verde Ecologista de México-Partido Nueva Alianza, que tempranamente, a golpes de hacha, destruirán los derechos laborales constitucionales y los compromisos internacionales, y labrarán el ataúd de los asalariados… Y los oligárquicos hombres de presa que, a través de la Confederación Patronal de la República Mexicana, elaboraron la contrarreforma, como un traje a la medida para los inminentes muertos, y la cuerda para los asalariados, en nombre de la “productividad”, la “competitividad” y la maximización de sus ganancias.

Al defender sus intereses, como escribió Carlos Marx, “los obreros no [harán] más que cumplir con un deber para consigo mismos y para con su raza. Ellos únicamente [pueden poner] límites a las usurpaciones tiránicas del capital [que los reducirá a una condición peor] que [a] una bestia de carga, [a] una simple máquina para producir riqueza ajena. Toda la historia de la moderna industria demuestra que el capital, si no se le pone un freno, laborará siempre, implacablemente y sin miramientos, por reducir a toda la clase obrera a este nivel de la más baja degradación”.

Los cambios a las leyes del trabajo que se impondrán en México y que se aplican a escala global no son “reforma”, si lo fuera, sus prioridades serían algunas como éstas:

1) Elevar anualmente los salarios por arriba de la inflación. Si ambos suben 4 por ciento cada año entre 2013-2018, los mínimos mantendrán el 77 por ciento de su poder de compra perdido y los contractuales más de 50 ciento, niveles similares al registrado a mediados del siglo XX, convirtiéndolos en los peores pagados del mundo. Si éstos se elevan 10 por ciento cada año, recuperarían cerca de la mitad de su capacidad adquisitiva. En 2012 el mínimo medio es de 60.5 pesos diarios y debería ser del orden de 180 pesos sin tal retroceso. De mantenerse el control salarial, en 2018 será de casi 77 pesos. Sin dicha pérdida sería de casi 200 pesos. Si aumenta 10 por ciento se ubicará en 107 pesos. Es decir, se recuperaría cerca de la mitad, aun cuando no alcanzaría para cubrir los satisfactores básicos. Sin embargo, mostraría la voluntad por mejorar las condiciones de vida de las mayorías, con una ventaja adicional: ampliaría la demanda, la producción, la inversión, el crecimiento y los ingresos fiscales, según Keynes. Sólo se requiere convencer a quienes impusieron a Enrique Peña en el gobierno, la oligarquía, para que sacrifiquen una parte marginal de sus ganancias que se compensarían con las mayores ventas, y que no traten de recuperarlas con el alza de precios. De paso, Enrique Peña ganaría un destello de legitimidad que no pudo obtener mediante las urnas.

2) Restaurar las leyes laborales violadas sistemáticamente por los empresarios y el propio gobierno: la estabilidad con los contratos permanentes, el pago de las prestaciones sociales y la seguridad laboral, el respeto de las jornadas y los horarios de trabajo, la antigüedad, entre otras. Esto implicaría otorgarle los servicios de salud a 31 millones de ocupados, el 64 por ciento del total, que carecen de ellos. Pagarle las prestaciones a 15 millones de asalariados, el 47 por ciento del total, que no reciben nada, y darle un contrato fijo a los 18 millones, el 57 por ciento, que no lo tienen.

3) Respetar y democratizar a los sindicatos y la contratación colectiva, con un gobierno verdaderamente árbitro. Ello implicaría acabar con los sindicatos blancos y los charros, reducir la subcontratación al mínimo necesario, desaparecer las juntas arbitrarias y dejar de reprimir a esos organismos y los trabajadores.

4) Diseñar una política económica anticíclica y de desarrollo que promueva el crecimiento sostenido a largo plazo, el empleo estable, los salarios dignos y el bienestar; lo que supondría, además, replantear las bases de la acumulación de capital neoliberal y las formas de participación en el mercado mundial. Se requiere un crecimiento real anual mayor a 6 por ciento para crear los 1.3 millones de empleos requeridos, además de abatir el desempleo (2.5 millones), el subempleo (4.3 millones), a las personas que dejaron de buscar empleo (6.1 millones), la informalidad (14.2 millones) y las migraciones (500 mil), que suman 28 millones, el 57 por ciento de los ocupados (48 millones); mejorar los servicios sociales y estatizar los fondos de pensión, ya que al menos la mitad de los cotizantes no alcanzarán una jubilación ni aportará los recursos necesarios para evitar un final miserable.

Una reforma laboral progresista es un componente de la justicia social exigida por 58 millones de personas, el 51 por ciento de la población, que sobrevive en la pobreza según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política del Desarrollo Social. Ésta ayudaría a reducir la delincuencia.

Pero lo que se impondrá es un atraco estructural, como dijo Porfirio Muñoz Ledo. Una contrarreforma neoliberal, anticonstitucional, que consolidará la inestabilidad y la inseguridad en el empleo. Su esencia es bestialmente sencilla: legalizar la destrucción de las conquistas laborales ganadas por la lucha obrera, consagradas por el Artículo 123 constitucional y las leyes secundarias, constantemente pisoteadas por los gobiernos del Partido Revolucionario Institucional-Partido Acción Nacional y los patrones, que precariamente mediaban las relaciones productivas entre el trabajo asalariado y el capital. Esto, para someter completamente a los trabajadores a la tiranía empresarial. Destruir los contratos colectivos. Acabar con los sindicatos indóciles y sustituirlos por otros elegidos y sometidos al capitalista, o por los corporativos. Robustecer la subcontratación sin compromisos, sin prestaciones sociales y sin seguridad, salvo el pago salarial, lo que implica homologar a las condiciones laborales hacia abajo, en las peores condiciones. Determinar arbitrariamente las jornadas de trabajo, las horas y los días para ahorrarse los pagos extras. Abrir los contratos por hora (7.56 pesos) para acabar con la permanencia y la estabilidad. Reducir el costo de los juicios laborales (salarios caídos) y los despidos (compensaciones), que abaratará arrojar a la calle a los trabajadores antiguos. Lo anterior implicará la caída de los salarios nominales y reales ante la ausencia o el control de las organizaciones de los trabajadores y el miedo al despido, y la crisis financiera terminal de los servicios de salud ante la pérdida de las aportaciones y que facilitará en su conversión en el seguro “popular” universal. Profundizar los retrocesos estructurales de la contrarrevolución neoliberal.

Será el nuevo trato del empleo indigno. Del asalariado legalmente indefenso, sometido, “flexible”, precario, miserable, degradado a simple “bestia de carga”, a “máquina” productora de capital y máxima ganancia, desechable.

Con su elefantuno tacto, el Chicago Boy Agustín Carstens desnudó la esencia de la contrarreforma: la “competitividad” exige “la flexibilización de contratación, la flexibilización para despedir trabajadores, sin que sea tan costoso para la empresas”. Es el gobierno para una minoría contra las mayorías. Su desvergonzado cinismo irritó a sus promotores, entre ellos al plurinominal coordinador de los diputados priístas, el sonorense Manlio Fabio Beltrones, que buscan vender la contrarreforma envuelta en “bondadosas” mentiras: que generará más crecimiento, más empleos dignos, mejores salarios, más bienestar.

En 1996, Carlos Menem impuso en Argentina el mismo “atraco”, con las mismas justificaciones y la compra de legisladores que hoy en día son procesados. Hasta el colapso de 2001-2002, la economía no creció. El desempleo medio fue de 16 por ciento, casi 300 por ciento más que en 1980-1989. El salario mínimo y medio reales cayeron 18 y 19 por ciento. Aumentó la miseria. En un informe confidencial, el Banco Mundial aceptaba que la “flexibilidad” provocaría la caída general de salarios y la quiebra de la tradicional estructura sindical. El entonces ministro del Trabajo, Armando Caro, señaló que se esperaba “una reducción en los costos laborales del 10 por ciento” y el alza “en el empleo en un 5 por ciento”. Nada dijo de los salarios (Clarín, Buenos Aires, 30 de septiembre de 1996).

Argentina repitió la misma historia de la dictadura pinochetista –la partera de la contrarreforma diseñada por los Chicago Boys e impuesta globalmente por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional– que sometió a los sindicatos a sangre y fuego. La “flexibilidad” en la eurozona sigue el mismo destino.

Beltrones, de irritante voz atildada, modosita, simboliza otros rasgos del sistema político:

a) El envilecimiento de los congresistas plurinominales que no representan ni rinden cuentas a nadie, más que a sus ambiciones personales y a los de la tribu, la elite y la clase social que representan. Encarnan el reino de la impunidad.

b) La miseria de un sistema político corrompido, mafioso, que ya no responde al mandato delegado por la población. Que sólo puede sostenerse en el poder e imponer sus medidas antisociales con el golpismo, el deportismo, los sables.

La mentirosa contrarreforma significa la destrucción de las conquistas ganadas con las huelgas, los muertos y la sangre de los trabajadores de Cananea, Sonora, la “cuna de la Revolución” (¿es la traición o la revancha de los Beltrones?), Río Blanco (Veracruz), la Revolución Mexicana. Es el retroceso de más de un siglo. Es el retorno al primitivo capitalismo porfirista. A escala mundial, es la demolición de los derechos que empezaron a ganar los trabajadores y sus sindicatos desde principios del siglo XIX.

Escribió Marx: “La tendencia general de la producción capitalista no es a elevar el promedio estándar del salario, sino a reducirlo”. Los menores costos del trabajo implican una mayor tasa de explotación y de ganancia, a costa de la miseria de las mayorías, de su rencor y el riesgo del estallido”.

Fuente
Contralínea (México)