De los 84 millones de egipcios, 33 millones salieron a las calles para festejar el golpe de Estado militar.

Al cabo de 5 días de manifestaciones multitudinarias que exigían la partida del presidente Morsi, el ejército egipcio destituyó al mandatario y designó al presidente de la Corte Constitucional para asumir la jefatura del Estado hasta la convocación de nuevas elecciones.

Para entender la importancia del acontecimiento se hace necesario resituarlo en su contexto.

Una ola de agitación política se extendió por una parte del continente africano, y posteriormente por el mundo árabe, a partir de la mitad de diciembre de 2010. Túnez y Egipto eran los países más sacudidos. El fenómeno se explica primeramente por causas de fondo: un cambio generacional y una crisis alimentaria. Si bien el aspecto demográfico escapa al control humano, el aspecto económico fue ampliamente provocado con pleno conocimiento de causa, primero en 2007-2008 y después en 2010.

En Túnez y Egipto, Estados Unidos había preparado el «cambio de guardia» con nuevos líderes listos a prestar servicio reemplazando a los ya devaluados. El Departamento de Estado había formado jóvenes «revolucionarios» como reemplazo del poder establecido. Así que cuando Washington comprobó que sus aliados se quedaban sin alternativas ante la calle, les ordenó dejar el lugar a la oposición ya prefabricada. No fue la calle sino Estados Unidos quien expulsó del poder a Ben Ali y al general Hosni Mubarak. Y fue también Estados Unidos quien los reemplazó por la Hermandad Musulmana. Esto último parece menos evidente en la medida en que se organizaron elecciones, tanto en Túnez como en Egipto. Pero la realización de elecciones no siempre es prueba de sinceridad y democracia. Un estudio minucioso demuestra que todo estaba arreglado.

No cabe duda de que Washington había previsto los acontecimientos y que incluso los guió, aunque algo parecido haya podido suceder en otros países, como en Senegal o Costa de Marfil.

Y precisamente se producen entonces disturbios en Costa de Marfil, en ocasión de la elección presidencial. Pero esos hechos nada tienen que ver en la imaginación colectiva con la llamada «primavera árabe» y se terminan con una intervención militar francesa bajo mandato de la ONU.

Ya instalada la inestabilidad en Túnez y Egipto, Francia y Reino Unido dieron inicio al movimiento de desestabilización contra Libia y Siria, conforme a lo previsto en el Tratado de Lancaster House. Aunque realmente se produjeron en esos últimos países algunas micro-manifestaciones en demanda de democracia, lo cierto es que los medios de prensa occidentales se encargaron de exagerar su envergadura mientras que fuerzas especiales occidentales se ocupaban de organizar disturbios con el respaldo de cabecillas takfiristas.

Recurriendo a constantes manipulaciones, la operación de Costa de Marfil fue excluida de la «primavera árabe» (no hay árabes en ese país, donde un tercio de la población es musulmana) mientras que Libia y Siria sí eran incluidas en ella (cuando en realidad se trata de operaciones de carácter colonial). Ese verdadero acto de prestidigitación se concretó de manera relativamente fácil en la medida en que también se registraban manifestaciones en Yemen y Bahréin, donde las condiciones estructurales son muy diferentes. Al principio, los comentaristas occidentales les encajaron la etiqueta de «primavera árabe», pero después se arreglaron para excluirlas de ella porque las situaciones son muy poco comparables.

En definitiva, lo que caracteriza a la «primavera árabe» (Túnez, Egipto, Libia y Siria) no es la inestabilidad ni la cultura sino la solución preconcebida por las potencias occidentales: el acceso de la Hermandad Musulmana al poder.

Esta organización secreta, supuestamente antiimperialista, siempre ha estado bajo el control político de Londres. Estaba representada en el equipo de Hillary Clinton a través de la señora Huma Abedin, la esposa del dimitente congresista sionista Anthony Weiner. La madre Huma Abedin –Saleha Abedin– dirige la rama femenina mundial de la Hermandad Musulmana. Por su parte, Qatar ha garantizado el financiamiento de las operaciones, ¡más de 15 000 millones de dólares al año!, y la cobertura mediática de la cofradía, de la que se ha hecho cargo el canal Al-Jazzera desde fines de 2005. Para terminar, Turquía ha puesto el know how político proporcionando una serie de consejeros en comunicación.

La Hermandad Musulmana es en el islam lo mismo que los trotskistas en Occidente: un grupo de golpistas que trabajan para intereses extranjeros en nombre de un ideal que siempre se pospone. Después de haberse embarcado en innumerables tentativas golpistas en la mayoría de los países árabes a lo largo de todo el siglo XX, la Hermandad Musulmana fue la primera sorprendida ante su propia «victoria» de 2011. El problema es que, fuera de las instrucciones de los anglosajones, la cofradía no disponía en realidad de ningún programa de gobierno. Y se aferró a las consignas islamistas: «La solución es el Corán», «No necesitamos constitución, tenemos la charia» y otras por el estilo.

En Egipto, al igual que en Túnez y Libia, el gobierno de la Hermandad Musulmana abrió la economía nacional al capitalismo liberal. Confirmó además su complicidad con Israel a costa de los palestinos. Y trató de imponer, en nombre del Corán, un orden moral que nunca ha existido en ese libro.

Las privatizaciones de la economía egipcia al mejor estilo de la señora Thatcher debían alcanzar su punto culminante con la venta del Canal de Suez, joya del país y esencial fuente de sus ingresos, que sería vendido a Qatar. Ante la resistencia de la sociedad egipcia, Doha financió un movimiento separatista en la región del Canal, siguiendo el modelo ya establecido por Estados Unidos en Centroamérica cuando fomentó en Colombia el movimiento separatista que dio lugar a la independencia de Panamá.

Pero la sociedad no soportó ese tratamiento sin anestesia. Como escribí hace 3 semanas en esta misma columna, los egipcios abrieron los ojos al ver la sublevación de los turcos contra el Hermano Erdogan. Y la sociedad egipcia se rebeló, lanzando incluso un ultimátum al presidente Morsi. Después de verificar telefónicamente, con el secretario estadounidense de Defensa Chuck Hagel, que Estados Unidos no tenía intenciones de tratar de salvar al agente Morsi, el general al-Sisi anunció su destitución.

Este último punto merece una explicación: En lo que fue su penúltimo discurso a la nación, Mohamed Morsi se presentó como un «sabio». El hombre es ingeniero espacial, hizo carrera en Estados Unidos, obtuvo la nacionalidad estadounidense, trabajó en la NASA y dispone de una acreditación estadounidense de acceso a información clasificada. Sin embargo, si bien el Pentágono abandonó a Morsi, el que sí lo respaldó –hasta el momento de su arresto– fue el Departamento de Estado, a través de la embajadora estadounidense en El Cairo, de los voceros Patrick Ventrell y Jan Psaki, e incluso del propio secretario de Estado John Kerry. Esta incoherencia ilustra la confusión que reina en Washington: por un lado, el sentido común implica que no es posible intervenir, mientras que por el otro lado sus vínculos con la Hermandad Musulmana son tan estrechos que dejan a Washington sin solución de repuesto.

La caída de Morsi marca el fin del predominio de la Hermandad Musulmana en el mundo árabe, sobre todo teniendo en cuenta que el ejército anunció su destitución rodeándose de las fuerzas vivas de la sociedad, incluyendo a los «sabios» de la universidad al-Azhar.

El fracaso de Morsi es un duro golpe para Occidente y sus aliados, Qatar y Turquía. Ahora podemos preguntarnos con toda lógica si no marca el fin de la «primavera árabe» y deja entrever además la posibilidad de nuevos virajes en Túnez, en Libia y, por supuesto, en Siria.