En la Antigüedad y en la Edad Media, proclives a la fantasía y la fábula, las uniones de humanos con los más disparatados seres míticos, o incluso animales, eran objeto de discusión y discernimiento. Hasta la ley exigió que el recién nacido, para ser reputado ser humano, debía tener forma de tal. Se esperaba, así, disuadir uniones monstruosas que pudieran resultar en inaceptables engendros imposibles de ingresar a la comunidad
del género humano.

Desde aquellas épocas, la imaginería nos ha dejado leyendas ilustrativas y aún sugestivas en sus títulos. Una de ellas -y que ha llegado al celuloide- es la que narra los amores entre la Bella, dulce y virginal doncella, con la Bestia, ser contrahecho de fealdad extrema.

En Bolivia, pareciera reeditarse esta unión extraordinaria y atípica. Es la alianza entre las agrupaciones ciudadanas y los partidos políticos. Las primeras son el fruto primigenio de la ley que lleva su nombre y que permite, al menos teóricamente, que los ciudadanos que no tengan militancia política, a través de organizaciones casi cívicas, llamadas agrupaciones ciudadanas, puedan participar directamente en las elecciones sin necesidad de alianza alguna con los partidos políticos.

Cuando se dictó la ley se anunció jactanciosamente que el monopolio de la actividad política -hasta entonces en exclusiva de los partidos políticos- quedaba suprimido y que la democracia se hacía verdaderamente participativa. Venció la absurda tesis que las realidades sociales se cambian o modifican a través de leyes. Hasta la voluntad del legislador y los desequilibrios sociales quedan suprimidos de un plumazo.

Se soslayó que, antes de emitirse la ley -apenas un instrumento de la ingeniería social- deben modificarse las condiciones sociales del régimen anterior. Si se pretendía la ruptura del monopolio de los partidos políticos, este propósito exigía la ineludible instauración de un orden nuevo, mas allá del auxilio ortopédico a un sistema político caduco que, en octubre de 2004, había colapsado con visos de catástrofe.

Y es que por aquel entonces los partidos políticos -la autodenominada “clase política”- habían perdido legitimidad en términos casi absolutos. Incluso hoy no representan sino a ellos mismos y, en aquel trance penoso, a finales de 2003, sólo pudieron refugiarse en el Parlamento. Allí, atrincherados detrás de sus curules, mudos como los cuadros que adornan los hemiciclos, esperaban la hora fatal en que el nuevo hombre fuerte les concediera la muerte piadosa de su aniquilamiento definitivo.

No ocurrió así y, por el contrario, el Buen Samaritano no solamente se condolió de su suerte sino que, haciéndose uno solo con ellos -en realidad, él mismo es fruto del sistema- permitió su rearme y relanzamiento. A poco, sintiéndose con suficientes fuerzas, los partidos alzáronse en contra de su benefactor, renegaron de sus instrucciones y mandatos y, al día de hoy, son los rebeldes más contestatarios a la férula mesista.

En este escenario de rehabilitación del sistema político ¿qué papel tocan las agrupaciones ciudadanas, las nuevas vírgenes a ser inmoladas en el holocausto electoral de fin de año? ¿No debió tomarse un mínimo de recaudos antes de enviarlas así, a tierra de sátiros y salvajes, caníbales o bosquimanos? ¿Cómo fue posible entregar a esas infelices ovejas, a las fauces de lobos y fieras irredentas?

Pero, además, ¿cómo es posible una alianza entre una agrupación ciudadana y un partido político? ¿No está prohibida -como en la Edad Media- semejante unión contra natura? En verdad, prohibida se encuentra este tipo de alianzas en el Código Electoral, aquel que fue promulgado rápidamente por el presidente Mesa como una prueba de amor al Parlamento para que éste, en reciprocidad, apruebe de inmediato su versión de ley corta, llamada rumbosamente Ley de Cumplimiento y Ejecución del Referéndum.

En su momento, los partidos políticos -atentos como un depredador al más mínimo movimiento de su presa- advirtieron el peligro de la prohibición. Si ésta se exigiera, intuyeron, daría al traste con su proyecto de rehabilitación con la irónica agravante que ellos mismos fueron quienes sancionaron la ley de agrupaciones ciudadanas. En palabras más simples, se habrían disparado al pie, incluso antes de ir a la guerra.

Pero, también -razonaron- tendrían a su favor dos sólidos aliados: un argumento técnico o jurídico y una comprobación material o fáctica: a) Jurídicamente, la prohibición legal colisiona con la libertad de asociación prescripta en la Constitución Política del Estado como un derecho fundamental. Es, pues, una limitación que, en vía de urgencia, podría ser levantada, en declaración de inconstitucionalidad, por el mismo Tribunal Constitucional; b) Materialmente, se cuenta con la posible laxitud en los controles de la Corte Electoral que, si se le exigiera el cumplimiento de la prohibición, tendría que revisar, en ímprobo esfuerzo, cada una de las listas de las agrupaciones ciudadanas y cruzarlas con los datos sobre la militancia partidaria.

Con “viveza criolla”, no hay necesidad de anunciar formalmente la alianza prohibida. Basta con penetrar a la agrupación ciudadana y apoderarse de ella por dentro (captura y cooptación). Luego, protegidos bajo la denominación de la agrupación convertida en una pura carcaza, el partido político -como crisálida de mariposa nocturna- puede presentarse válidamente a las elecciones bajo la forma de la susodicha agrupación, ya para entonces paralizada o vaciada de su contenido. Es la estrategia y táctica adoptadas por los partidos políticos.

Esta unión ofrece notables ventajas, algunas incluso mutuas: a) A cambio de la vocación legitimidora de la asociación se provee la experiencia de los cuadros partidarios, fogueados en todas las anteriores justas electorales; b) En contraprestación a la provisión de una imagen impoluta y casi virginal de la agrupación, carente de fondos y recursos, el manejo de los costos de la campaña electoral corre por cuenta del partido político; y c) En retribución a la cobertura institucional, la posibilidad cierta para algunos ciudadanos -los más importantes de la agrupación- de acceder a concejalías o puestos de responsabilidad menor en el Gobierno Municipal.

Es, en el mejor de los casos, un matrimonio de conveniencia pero, en la cruda realidad de los hechos, la compra, a precio vil, de la doncellez de las noveles agrupaciones ciudadanas. Desde la perspectiva histórica, habrá fracasado el intento de romper el monopolio político. En efecto: se consolidará el circuito exclusivo de promoción política en favor de los partidos tradicionales y, por ende, la reafirmación del sistema político vigente, caracterizado por las prácticas prebendalistas (cuoteo) propias de la llamada democracia pactada o concertada (partidocracia).

Adviértase que, en todo caso, si la Corte Electoral -en sorpresiva labor de auditoría en las listas de postulantes a concejalías- presentara sus reparos, podríase recurrir al freno de emergencia ante el Tribunal Constitucional.

A la luz de estas constataciones, queda claro que el anuncio o advertencia del presidente de la Corte Electoral, de impedir este tipo de alianzas desiguales, inarmónicas y asimétricas, quedará como una anécdota más de esta época de intenso preparativo y afinamiento de la máquina partidaria que, hoy más que nunca, debe permitir la consolidación del sistema político y sus urgencias. Si se quiere, la alianza con las “bellas” es una necesidad histórica para los partidos políticos porque sólo así podrán luego, en un segundo momento de gloria, copar la Asamblea Constituyente a fin de consagrar su modus vivendi y su afianzamiento -como si nada hubiera pasado en Octubre de 2003- para las elecciones nacionales de 2007.

Por tanto, la unión fementida de iguales -agrupación y partido- no es sino una ilusión y una fábula tan fantástica como la de los amores de la Bella y la Bestia. La leyenda, imposibilitada de validar tan atroz como repugnante connubio dejó, para el final de su narración, la conversión de la Bestia en un apuesto galán, más apropiado a las expectativas estéticas de la doncella y del público. En la arena política boliviana no habrá final tan feliz, el partido político habrá absorbido -o deglutido, llanamente- a la virginal y poco experimentada agrupación ciudadana.

Así culminará, para desencanto de muchos, la historia verdadera, a diferencia de la narración fabulosa que, como en el caso de la Bella y la Bestia, culmina en preciosa delectación ética y estética, esto es, en apropiada moraleja en que triunfa el Bien sobre el Mal, así como en la metamorfosis del batracio en agraciado príncipe azul.

En Bolivia, no vencerá la Bella ni tampoco operará la reconversión estética de su esforzado cuanto impresentable consorte antediluviano.