“Como todos sabemos, el Estado moderno, llamado Estado democrático, hace de
la democracia un concepto político, que no corresponde a un ideal de vida, sino al
supremo interés del propio Estado”.

He ahí dos interrogantes claves para
nuestro tiempo.

La gente piensa que vivimos en democracia,
y que actuamos en democracia.
Y se refiere, lógicamente, a la
celebración de elecciones cada cuatro
o cinco años o a los impulsos que vienen
de los medios de comunicación,
que se tienen como piezas claves de la
cultura democrática. Ni una cosa ni la
otra. La democracia no puede florecer
allí donde se practica una cultura de la
muerte.

El maestro y erudito Don Pedro
Henríquez Ureña, hablaba de la asimilación
de las humanidades como medio
para alcanzar la plenitud espiritual
del ser humano. Y esa plenitud él la
veía en la cultura, en la educación y
en la satisfacción de necesidades básicas
de los seres humanos.

Distinta forma de interpretación de
la realidad cotidiana nos viene del espíritu
ateniense, sobre todo de Pericles,
para quien la democracia o la libertad
era la concepción filosófica de
un ideal de vida. Sobre ella y sobre
ese ideal de vida descansaría toda la
organización política.

Como todos sabemos, el Estado
moderno, llamado Estado democrático,
hace de la democracia un concepto
político, que no corresponde a un
ideal de vida, sino al supremo interés
del propio Estado.

La situación espiritual de nuestro
tiempo es muy distinta a la de los atenienses,
porque el código de la democracia
no es un simple ideal de vida,
sino una expresión concreta de una
realidad que brota del propio seno de
la sociedad, con sus flaquezas humanas
y sus fragilidades institucionales.

La democracia no es el discurso,
no es el concepto, no es una
expresión o una palabra de
simple alegoría hueca. Es, en
el amplio sentido de la palabra,
la realización material y espiritual
del ser humano. Entonces,
cuando esa satisfacción de nivel
de vida no se corresponde
con la realidad, la democracia
termina devaluada. Termina
convertida en un simple discurso.

El grave problema de nuestro
tiempo, lo constituye el
enorme desequilibrio social
que se presenta ante nuestros
ojos. Y desafortunadamente
los periodistas somos presas de
esa cruda y amarga realidad. A
veces la vemos y la dejamos
pasar, como agua que pasa por
el río sin percibirla. La realidad
es que en la mayoría de
nuestros países, una mayoría
no tiene facilidad ni acceso a la
educación, a la cultura, a la comida,
a la salud y al techo, y
eso está por encima de todo
discurso, de toda política y de
toda campaña.

Esa es la gran brecha y el
gran desafío de América Latina, el
gran dilema es, qué hacemos los periodistas,
¿vaciamos nuestro cerebro
para terminar devaluado como la democracia,
asumimos un compromiso
social para procurar un ejercicio de la
democracia más compatible con la
realidad de nuestras naciones?
He ahí el gran reto.

En el caso de los periodistas, hay
otros dos elementos que se convierten
en armas terribles contra la sociedad y
contra el propio periodista: la manipulación
y la mentira.

Un periodista manipulado es un arma
peligrosa, terrible. Ahí su ejercicio
sólo procura vaciar cerebros. Entonces
viene la otra función, la de convertirse
en un arma invencible para trabajar
con la verdad.

Esa es la que evita que el periodista
y su medio terminen devaluados,
como la democracia misma.
Ahora que hablamos de medios,
creo que eso ayuda a devaluar también
la libertad de expresión, porque
el poder, la incidencia y la credibilidad
de los medios se resquebrajan,
cuando se usa como instrumento para
la manipulación y la mentira.

Por eso, ahora que se habla de la
era de la información y el conocimiento,
nuestra misión es fomentar
una cultura de inclusión social. No
podemos estimular políticas orientadas
a desarrollar la ignorancia, la exclusión
o el silencio.

La comunicación no es algo privativo
de los periodistas ni los periodistas
somos el centro de todo. Por eso
hay siempre que resaltar que cuando
hablamos de libertad de expresión, no
es la libertad de un grupo de profesionales,
es la libertad de toda la sociedad
y de todos los seres humanos.

Sólo la esperanza de una era en la
que habrá de debilitarse la fuerza de la
destrucción del ser humano, cambiando
la cultura de la guerra por los instrumentos
reales de la paz y de la civilización,
abre un margen mayor de supervivencia
a los ciudadanos y un espacio
amplio a la democracia.