Habituados a utilizar la ciudad como deslumbrante y económico burdel, las naves de la armada norteamericana hacían escala de descanso en el puerto habanero y sus tripulaciones invadían bares, prostíbulos y zonas de tolerancia, para hacer gala después de su prepotencia.

El pueblo no aceptó pasivamente aquella conducta y son numerosos los casos de grandes reyertas contra los indeseables visitantes, a pesar de que contaban con la protección de las autoridades locales.

Aquel 11 de marzo, en genuina imagen de circo, los marines de abajo ovacionaban y reían a carcajadas las ”gracias“ del payaso sentado a horcajadas en el cuello del Apóstol, y apenas prestaban atención a las airadas protestas de los atónitos transeúntes.

Signo de la época, los policías se mantuvieron al margen hasta el momento en que estudiantes del cercano Instituto de Segunda Enseñanza, el conocido número uno de La Habana, comenzaron a lanzar piedras y botellas a los insolentes sujetos.

Los uniformados, embriagados y a todas luces drogados, fueron aprehendidos pero solo, como fue aclarado apresuradamente por los jefes policiales, “para protegerlos de la ira popular“. Los únicos golpes propinados ese día por los supuestos agentes del orden fueron recibidos por los estudiantes.

Conducidos a la Primera Estación de Policía, los transgresores permanecieron allí justo el tiempo invertido en llegar por el capitán Thomas Francis Cullens, agregado naval de EE.UU. en Cuba.

El incidente, a pesar de los esfuerzos oficiales por ocultarlo, no pasó inadvertido. A la mañana siguiente el periódico Alerta publicó en primera página y con amplio destaque, la instantánea del momento tomada por el fotógrafo callejero Chaviano.

A la par con la circulación del periódico, jóvenes de la Universidad y del Instituto de La Habana y pueblo en general, se concentraron para protestar frente a la embajada de Washington. A la cabeza de la manifestación iba el joven Fidel Castro Ruz, con varios dirigentes de la Federación Estudiantil Universitaria.

En el momento en que el embajador estadounidense salía al balcón de su sede diplomática para dirigirse a la multitud, apareció en la Plaza de Armas un contingente policial comandado por el tristemente célebre coronel José M. Caramés, y la escena del día anterior se repitió. A la Casa de Socorros de Corrales fueron a parar una veintena de muchachos.

Todo se resolvió con tímidas disculpas del diplomático, la retirada del pase y una reprimenda a los ”ocurrentes“ marineros. No existe constancia documental de que hayan sido enjuiciados y sancionados por tan grave vejamen al país.

A 60 años de distancia, el episodio queda como un mal recuerdo de aquella República mediatizada y reflejo de una conducta política imperial, caracterizada por la subestimación y la prepotencia, mantenida durante dos siglos, solo que la Isla de ahora, con su independencia y dignidad recuperadas, rinde desagravio permanente al Maestro.

Agencia Cubana de Noticias