Congreso histórico, sí, que reunió a 339 delegados de 23 países y más de 230 organizaciones juveniles, estudiantiles y sindicales de América Latina y el Caribe, y también de África, Asia, Europa y Norteamérica, y sentó las bases para el entendimiento, la cooperación y esa unidad imprescindible en la lucha contra el imperialismo y por la definitiva independencia de los pueblos al sur del Río Bravo.

Cita de lujo, con invitados como el ex presidente de Guatemala, Jacobo Árbenz, y cuya clausura devino uno de esos sucesos que ni el más somero recuento de la Revolución cubana podría obviar, aquel en que el Comandante en Jefe Fidel Castro dio a conocer y el pueblo suscribió la Ley de Nacionalización de todos los bienes y empresas de EE.UU. en la Isla, incluidos 36 centrales azucareros y las compañías eléctrica y telefónica.

Con 50 años menos, pero el mismo de siempre, Fidel fue ese día al Estadio del Cerro, convaleciente aún de una enfermedad, a encontrarse con su pueblo, y a puro coraje, secundado por Raúl, sacó voz de donde la voluntad humana encuentra fuerzas cuando no hay otra, para responder a la Ley Puñal, que a Cuba suprimió su cuota azucarera en el mercado del vecino del Norte.

Cómo olvidar tamaña lección de radicalismo y democracia; la euforia de la multitud al “despedir el duelo” de cada empresa expropiada con un lapidario “se llamaba”; el clamor “¡que se cuide, que se cuide!, ¡que descanse, que descanse!”, de un pueblo preocupado por la momentánea afonía y la salud de su líder; y el desenlace feliz, que como tantas veces ocurriría después y sigue sucediendo hoy, dejó boquiabiertos y con las ganas a los enemigos de la Revolución.

Dicen que lo que bien empieza, bien termina, y qué mejor final para un congreso construido desde el aula, la fábrica, el campo mediante colectas organizadas por los comités preparatorios nacionales; un congreso plural, pero unitario, con una formidable arrancada: aquella sesión de apertura en el “Karl Marx”, entonces teatro Blanquita, que tuvo como orador principal al Comandante Ernesto Guevara.

Su discurso de bienvenida miró y hurgó en el presente y el futuro posible del continente y fue una invitación a la reflexión, al debate, pero, sobre todo, a conocer y entender “este fenómeno, nacido en una isla del Caribe, que se llama hoy Revolución cubana”.

De lo bueno y lo malo habló el Che ese 28 de julio, de lo logrado y por hacer, de la originalidad y transparencia de un proceso, que desde el primer atrajo “las miradas esperanzadas de todo un continente y las miradas furiosas del rey de los monopolios”.

Y habló el Che a los jóvenes de la solidaridad, del deber de defender a Cuba, del extraordinario valor de la Revolución y de su ejemplo, porque “se nos ataca mucho por lo que somos, pero se nos ataca muchísimo más porque mostramos a cada uno de los pueblos de América lo que se puede ser”.

Sí, fue un congreso histórico, a la medida de aquellos tiempos y como mandado a hacer para éstos, igual de heroicos y cuando a pesar de tragedias y peligros bien reales, muchos sueños tantas veces preteridos y traicionados parecen más cercanos que nunca. Por los jóvenes de entonces y después fue sembrada la semilla de esa aurora que, dijo Guevara, es Cuba, para iluminar otras tierras, y hoy en Nuestra América es la hora del ALBA.