Lugar de Irán dentro del
«sistema-mundo» y geoestrategia
de los imperialistas anglo-estadounidenses

¡Hay que destruir Irán! ¡Claro que sí! No sólo para impedir su eventual acceso al arma atómica (algo no muy probable), no sólo porque la independencia de Irán puede poner en entredicho la preeminencia regional de Israel, atalaya occidental en el Oriente Medio y, como dicen algunos, Estado número 51 de los Estados Unidos de América, a la vez que miembro 28 de la Unión Europea. Es que hay que mantener a toda costa la posición dominante de Israel en la región, que depende de su monopolio regional del arma atómica –en lo que constituye une posesión de armas prohibidas, tan inconfesada como bien confirmada mediante rumores bien orquestados.

Si por casualidad Irán lograse entrar en el club nuclear, Israel entraría ahí mismo en una lógica de disuasión recíproca, idea de por sí insoportable para el Estado judío. Además, un Irán dotado de armas nucleares sería un pésimo ejemplo regional, creando así un precedente potencialmente contagioso entre los vecinos turco, saudita y egipcio. El temor a la «proliferación» no es más que un argumento. En realidad se trata de un riesgo tangible a escala regional y más allá. En resumidas cuentas, Teherán opacaría así a Tel-Aviv, mini-superpotencia sin rival desde la caída de Bagdad, el 12 de abril de 2003.

Destruir Irán, es decir desmantelar sus estructuras políticas y sociales de manera duradera y sumir a ese país en un caos de larga duración, como ya se hizo con la guerra civil iraquí de baja intensidad, será el resultado de un sistema complejo de engranajes que ponen en juego numerosos factores, dirigidos todos hacia un objetivo único, al extremo que el conjunto termina pareciéndose mucho a una especie de fatalidad inevitable.

De hecho, muchos celebran con razón las riquezas minerales de Irán, sus prodigiosas reservas petroleras más las de gas (las terceras a nivel mundial). Ahora bien, el apetito desenfrenado de un puñado de transnacionales del petróleo no puede ser la causa única que incitaría a golpear a Irán, hasta ocasionar su destrucción total.

¡Hay que destruir Irán! ¡Hay que sumirlo nuevamente en «la edad de piedra»!, como se acostumbra decir en Israel! ¡Lo mismo que ya ha sucedido a unos cuantos enemigos de Estados Unidos y del sistema que promueve Washington! Fue esa la suerte de Irak, de Afganistán y, hace ya 67 años, de la Alemania derrotada.

Ya en 1944, como más tarde aconsejaría MIchael Ledeen en 2001 para Irak, el secretario de Hacienda del presidente Roosevelt, el muy reconocido Henry Morgenthau, quería ver a los alemanes sumidos en una especie de Edad Media preindustrial. Ledeen, apóstol del Nuevo Siglo estadounidense, preconizó la doctrina del «caos constructivo», aplicable al caso de Irak, con lo cual demostraba un notable sentido de la continuidad histórica. Y los hechos hablan por sí solos: en 12 años de conflicto interior de baja intensidad en Irak, los enfrentamiento y actos de terrorismo intercomunitarios nunca cesaron, hasta que en el verano de 2012 se produjo un terrible brote de violencia terrorista que casi ha hecho desaparecer la esperanza de una reconstrucción creíble de la nación iraquí asolada. O sea que la primera parte del proyecto neoconservador –la creación del caos– es un rotundo éxito.

En Afganistán, las cosas son a la vez más simples y más claras. En octubre de 2001, al iniciarse la «Operación Libertad Duradera», ya no quedaba nada por destruir pues el país estaba hecho un campo de ruinas al cabo de dos décadas de enfrentamientos indirectos entre el Este y Oeste, bandos en los que se alistaban comunidades étnicas y pueblos indígenas antagónicos. Entre 1979 y 1999, muchos yihadistas afganos y militantes de al-Qaeda en lucha contra los soviéticos fueron reclutados, entrenados y armados por los servicios especiales estadounidenses y fueron enviados a pelear en Afganistán por los servicios secretos paquistaníes (ISI, siglas correspondientes a Inter-Services Intelligence). Algunos de esos elementos fueron después reciclados y enviados a otros frentes de las guerras imperiales, tales como Bosnia, Kosovo, Irak, Libia y ahora Siria. Véase al respecto la monografía de Jurgen El Sasser, publicada en 2006, Cómo llegó la yihad a Europa, con prólogo de Jean-Pierre Chevenement, ex ministro socialista francés (ministro de Defensa de 1988 a 1991, ministro del Interior de 1997 a 2000), quien debido a su radical desacuerdo con la política de de incondicional sometimiento de la alianza atlántica a Estados Unidos en el Medio Oriente dimitió de su función el 29 de enero 1991, a raíz de la Operación Tormenta del desierto, supuestamente destinada a liberar Kuwait.

Después de la destrucción de Irak y la instauración de un caos duradero en todo el país, Teherán se dio a la tarea de contrarrestar las maniobras del Departamento de Estado tendientes a aislar a Irán en el escenario regional, especialmente en las petromonarquías sunnitas del Golfo Pérsico, lo cual hizo con consumada habilidad a través de sus diplomáticos. Irán logró aparecer durante algún tiempo como un sucesor potencial del Irak baasista capaz de imponer su liderazgo a la región. Hoy en día, este edificio diplomático se ha desplomado frente a las petromonarquías, manejadas por los dos Estados wahabitas aliados de Estados Unidos (y de hecho manejadas también por Israel, el aliado más cercano de Washington) Qatar y Arabia Saudita, que están preparando casi abiertamente el enfrentamiento con el Irán chiita y su destrucción como potencia emergente.

Irán, por cierto, puede servir como base de retaguardia, con apoyo en varias formas posibles, a las comunidades chiitas de la Península Arábiga, empezando por la de Bahrein, donde son mayoritarios los chiitas, que padecen continuas humillaciones y represión por parte de la minoría sunnita en el poder, y esto con la ayuda activa de las fuerzas armadas del vecino saudita. Además, aunque son étnicamente árabes, los iraquíes de confesión chiita se mostrarían seguramente más solidarios de sus hermanos iraníes que de los wahabitas que sólo los consideran como herejes a los que hay que someter. Estamos pues presenciando una guerra no declarada, pero que ya tiene por campo de batalla, después de Irak, a países como Siria y Líbano, además de Bahréin, que estaba, en junio 2012, a punto de verse anexado por Riad.

Otro eje de reflexión sería Turquía, enemiga tradicional de Persia, y que pareció por un tiempo haberse acercado a su vecino chiita, como lo sugería el acuerdo tripartita firmado con Teherán y Brasilia en julio 2010, un convenio relativo al enriquecimiento fuera de las fronteras iraníes de materias físiles útiles para el programa nuclear iraní, lo cual disgustaba muchísimo al Departamento de Estado desbordado por la aparición de inesperados actores multipolares. Pero muy pronto todo volvió al cauce «unipolar».

De la misma forma, Ankara demostró cierto humor no alineado frente al Estado judío (socio de Turquía en múltiples aspectos), cuando la crisis de la «Flotilla de la libertad», la flotilla humanitaria brutalmente asaltada por la marina israelí el 31 de mayo 2010, cuando se dirigía a Gaza. Pero la bronca no pasó de ahí. Porque hay un dato inamovible: Turquía sigue siendo el pilar oriental de la OTAN, una potencia decisiva en los flancos este y sur de Europa. Esto se vio también en Túnez, donde Ankara respaldó el ascenso al poder del Movimiento por el Renacimiento, o sea el partido islámico Ennahda, todo lo cual se hizo con el tácito beneplácito de Estados Unidos ya que Ankara es precisamente la correa de transmisión de Washington en todo el Mediterráneo. Las peleas puramente circunstanciales con Israel son oportunamente escenificadas para alimentar las ambiciones neo-otomanas, o las fantasías de restauración del califato de antaño, que sería garante, como «Sublime Puerta», de la unidad de la Umma, la comunidad de creyentes del Islam.

“In God We Trust”, divisa oficial de los Estados Unidos de América.

La teocracia iraní es la que debe ser destruida, pero no por ser tal. En definitiva, Estados Unidos es también una especie de teocracia parlamentaria, cuyo lema «In God we trust» figura en su fetiche, el dios dólar. E Israel es también una teocracia disfrazada ya que la Tora, o sea la Biblia en su versión hebraica, le sirve de Constitución y representa una de las fuentes del código civil israelí. Israel es además un país donde los sacerdotes son los únicos habilitados para pronunciar un divorcio.

A su vez, el Irán revolucionario practica la democracia al celebrar elecciones parlamentarias de forma regular. Pero Irán es el país que se halla en medio de la rivalidad entre las grandes potencias que desean apoderarse de los yacimientos de energía fósiles o por lo menos controlarlos. Se dice además que Irán podría tener las segundas reservas mundiales de gas, el combustible que debe asegurar la transición entre la era del petróleo y las energías del futuro (tales como la pila de combustible o el procesamiento del torio, para el cual India se está preparando). El gas licuado es fácil de transportar y puede sustituir el déficit de hidrocarburos, antes de asegurar la continuidad del abastecimiento cuando se alcance el «pico de producción», es decir cuando la oferta de productos petroleros resulte inferior a la demanda, demanda que está entrando en un auge vertiginoso por el crecimiento vertical de los llamados países emergentes. Lo que no sabemos es si ya hemos llegado a ese punto de giro…

No mencionaremos aquí los argumentos emocionales, que tienen que ver con la democracia, los derechos humanos y la condición de la mujer y que no son más que recursos retóricos útiles para envolver en una niebla verbal y sentimental ciertas realidades geoestratégicas mucho más prosaicas. Se trata de un discurso mediático que caricaturiza el paisaje sociológico musulmán en general e iraní en particular, en realidad mucho más matizado. Desde Europa, a menudo se considera a los musulmanes como retrógrados, cuando en realidad distan mucho de ser tan esquemáticos como son los prejuicios occidentales.

Por ejemplo, en Irán, las mujeres jóvenes son tan modernas y autónomas como sus hermanas turcas, en las grandes metrópolis. Y los miembros de la OTAN, cuyos drones asesinos golpean a ciegas y muchas veces caen sobre objetivos civiles, se indignan cuando algunos traficantes de droga, el veneno que acaba con innumerables jóvenes europeos y rusos (entre 30 000 y 100 000 muertes al año) son ejecutados después de un juicio por un tribunal regular. Recordemos, sin embargo, que la pena de muerte sigue vigente en 33 de los 50 Estados estadounidenses. Además, la OTAN tiene fama de dedicarse directamente al tráfico de estupefacientes, y a la vista de los rusos, entre Afganistán y Europa y a través del territorio de la Federación Rusa y de los Balcanes, especialmente a través de Kosovo, donde se encuentra precisamente Camp Bondsteel, la mayor base militar estadounidense fuera de Estados Unidos. El 5 de abril 2012, por boca de Alexander Gruchko, viceministro ruso de Relaciones Exteriores, Rusia prohibió oficialmente a la OTAN el traslado de heroína a través de su territorio, al considerarse blanco de una guerra de agresión por parte de los narcotraficantes.

Todas las razones que hemos expuesto (la codicia que despiertan los recursos iraníes y el ascenso de la República Islámica como potencia regional) justifican el derrocamiento del régimen iraní. Y si esta política fracasa, se acudirá a la destrucción metódica de las infraestructuras militares, industriales y administrativas de Irán.

Pero la razón fundamental se sitúa a otro nivel, en la mecánica del gran juego que opone Estados Unidos a Rusia y China en el Cáucaso, en los altiplanos iraníes y en las llanuras del Hindukush, por el control del Rimland, es decir por el control («endiguement/containment») del espacio continental euroasiático por las potencias talasocráticas y mercantiles angloamericanas. Esa mecánica se inscribe, más allá de la oposición entre potencias marítimas versus potencias continentales, en un sistema-mundo, una economía planetaria que abarca o subsume la tectónica de las placas geopolíticas… bloque del Atlántico norte (Estados Unidos + Europa) contra bloque euroasiático, (Rusia y China).

El problema no es el Islam

Irán, o sea el pueblo iraní, sigue estando por ahora parcialmente fuera o en la periferia del sistema-mundo regido por los dogmas económicos del ultraliberalismo estadounidense. Es una vulgata neocapitalista que se abrió camino en 1962, en Chicago, con Capitalismo y libertad, la obra fundamental del Premio Nobel Milton Friedman. Este autor es considerado como el teórico mayor del anarcocapitalismo, el equivalente de Karl Marx en el materialismo histórico. Se trata, sin embargo, de configurar una episteme neoliberal que Irán se niega a avalar del todo ya que el derecho islámico prohíbe el préstamo con interés (aún cuando se toleran ciertas excepciones), mientras que el capitalismo moderno descansa esencialmente en la deuda, especialmente con tasas variable y en condiciones de usura. Además a Irán se le antojó intentar vender su crudo en euros o por oro, lo cual provocó una respuesta inmediata: el embargo petrolero sobre las ventas iraníes de hidrocarburo que se puso en vigor el 1 de julio 2012.

Por supuesto, era intolerable para Estados Unidos que un Estado diera semejante ejemplo y que se negara a acatar la ley de los mercados, es decir a endeudarse hasta lo insostenible, como hacen dócilmente las democracias occidentales supuestamente gobernadas por el principio aristotélico del «bien común». Esto desemboca en el sistema oligopólico que conocemos, el cual impera sobre «masas» anónimas reducidas a la pasividad frente al crimen organizado en las bolsas financieras por cárteles financieros y mafias de iniciados de todo tipo que organizan el saqueo de las naciones y la extorsión de los pueblos para desgracia de nuestro planeta nuestro, ya en peligro de verse pronto reducido a un desierto de concreto, extensiones áridas agotadas por cultivos a escala súper industrial y a océanos cubiertos de desperdicios plásticos que van y vienen según las corrientes marinas y los caprichos meteorológicos. Todo esto podría parecer excesivo en tiempos de calma chicha, pero la increíble sucesión de escándalos que actualmente sacuden el mundo financiero (Barclays, HSBC, Liborgate y demás) confirman que no estamos exagerando.

En realidad, este nuevo orden internacional al que se quiere someter a Irán se vale de reglas del juego definidas y establecidas en EEUU. Son reglas orientadas siempre en el mismo sentido, destinadas a agarrotar las defensas naturales y culturales (entre otras) de los pueblos para disolverlos en el gran caldero mundialista, después de desvitalizarlos, o sea desarmarlos física y moralmente.

Algunos días antes del asalto estadounidense, el presidente Saddam Hussein hizo destruir ante los observadores de la ONU la totalidad de sus misiles de corto alcance para demostrar su buena fe. Exactamente el 1º de marzo 2003, Irak, bajo supervisión de la comunidad internacional, procede a la destrucción de misiles Al-Samud 2, que alcanzan a más de 150km, la distancia prevista por los acuerdos de desarme concluidos después de la derrota iraquí el 28 de febrero 1991. Veinte días después, el 20 de marzo, los anglo-estadounidenses emprenden la operación «Libertad de Irak», dando paso a 12 años candentes para los recién liberados de la ex dictadura baasista.

De la misma forma, el guía libio Khaddafi renunció en 2004 a su programa nuclear, simultáneamente abrió su país a las empresas anglosajonas y en 2007 liberó a las enfermeras búlgaras (presas bajo acusaciones fantasiosas) detenidas durante 8 años en territorio libio. Khaddafi creía haberse congraciado nuevamente con sus nuevos amigos occidentales, los mismos Cameron y Sarkozy que acabaron con su vida, con su régimen y con los ahorros de su país. Y lo hicieron con cobertura de una OTAN disfrazada de misión «humanitaria». Los únicos que no han bajado la guardia ni han entregado su armamento son los norcoreanos y Washington tiene mucho cuidado en no provocarlos … ¡ya sabemos por qué!

La reducción de Irán, que se pretende conseguir desde hace una década, apunta a aniquilar su soberanía y su independencia, lo cual nada tiene que ver con la propaganda acerca de lo retrógrado de una teocracia que obliga a las mujeres a llevar un pañuelo de cabeza, lo cual hacen con mucha elegancia, por cierto…

El problema que preocupa a Occidente no es el Islam: con todo lo arcaico que pueda ser, Estados Unidos, Francia y el Reino Unido se entienden muy bien con el Islam de Arabia Saudita y Qatar, porque estos les proporcionan el anhelado petróleo. El problema son las riquezas naturales de Irán, gas, petróleo, cobre, que son instrumentos de poderío. Es decir, instrumentos que permiten llevar adelante políticas autónomas que escapan a la gran planificación de los mercados y de los estados mayores impuestas a través de la diplomacia del garrote, tal como la encarna el CentCom. No perdamos de vista que comercio y fuerza armada se sitúan en el prolongamiento uno del otro como simples «momentos» de un mismo concepto.

Agreguemos a todo lo anterior la localización de Persia en el punto de encuentro entre el Asia Menor y el Asia Central, con lo cual Irán ocupa una posición clave en las rutas estratégicas de drenaje de las energías fósiles desde el Asia Central y la Cuenca del Mar Caspio hacia salidas al mar: Mar de Omán, Golfo Pérsico, Mediterráneo oriental, Mar Rojo vía el Golfo de Aqaba para el control de los abastecimientos de China a través del Xinjiang y últimamente en el dispositivo de cerco (containment) que la superpotencia estadounidense y sus aliados europeos imponen con vistas a contener el espacio euroasiático, el llamado Heartland, según Mac Kinder.

Irán ocupa una posición clave en las rutas estratégicas de drenaje de las energías fósiles y sería esencial en el containment que Estados Unidos y sus aliados europeos tratan de imponer al espacio euroasiático.

Reducir las capacidades de autonomía soberana de la República Islámica de Irán, he aquí el objetivo final. Recortarle las alas e integrarla a un dispositivo cuyos centros serán primero Londres y Washington, pero también Bruselas y Frankfort, afectando la naturaleza teocrática del régimen, la cual no es sino un blanco secundario de la fría vindicta occidental. El término vindicta es el indicado para traducir la idea de que si bien hay una determinación racional para justificar el proyecto, ésta se autoalimenta hasta convertirse en una pasión…

Hay que recalcar que el ultraliberalismo convive con el integrismo religioso, wahabita especialmente, desde Harry St. John Bridger Philby, negociador del tratado de Juddah concluido entre Ibn Saud y el Reino Unido en 1927. Este pacto es el que fija el destino común de los anglo-estadounidenses y Arabia Saudita, extendiéndose después a Qatar y a sus enormes yacimientos petrolíferos.

Volviendo a la vindicta occidentalista, ésta va mucho más allá de un simple anhelo de hegemonía o un apetito común por el saqueo de las riquezas naturales y humanas de Irán, según una lectura marxista esquemática de la relación entre centro y periferia.

La integración de Irán no se refiere a un espacio vital de expansión, como se estilaba en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, sino que abarca una zona de influencia económica global de vital interés para el sistema América-mundo y la perpetuación de su modelo, el de la sociedad establecida en la tierra de «Canaán, tierra de leche y miel», después del despojo de los amerindios como paso previo a la realización del «sueño americano».

Sería un error imaginarse que Estados Unidos decide por sí solo el porvenir del mundo, aún cuando ese país se encuentra preso de un modo de vida que mueve a sus ciudadanos a devorar recursos. En 2010 y por primera vez, el consumo de energía de China Popular –que representa una quinta parte de la energía consumida en 2009– superó el de Estados Unidos, pero con una población 5 veces mayor que la estadounidense (Se supone que el consumo de energía de Estados Unidos aumente en un 14% entre 2008 y 2035. Por esa fecha ese país consumirá unos 22 millones de barriles diarios en vez de los 19 millones de barriles diarios que consumía en 2008, aún cuando se reduzca la parte de las energías fósiles, que ya no representarían más que el 78%, en lugar del 84% actual, con motivo del desarrollo de las energías alternativas).

De hecho, Estados Unidos, aun «siendo mundo», funge como un subconjunto del mismo, como una de las ruedas de una mecánica mundial. Es por ello que, al mismo tiempo, Estados Unidos se ve apresado por sí mismo y atrapado en un sistema planetario que le dicta e impone sus obligaciones y sus necesidades, en una lógica de competencia y sobrevivencia. Para Estados Unidos, la única alternativa es progresar o declinar. Y este sistema en perpetuo desequilibrio está involucrado en una carrera hacia la destrucción mutua segura por agotamiento de los recursos. Se trata de una lucha a muerte porque los desequilibrios demográficos conspiran ahora en contra del mundo occidental y a favor de Asia y África; es un desequilibrio que se sigue compensado con el adelanto técnico de Estados Unidos, especialmente en materia de armamento, pero ¿hasta cuándo?

Desde este único punto de vista, Irán no es más que un peón en el tablero de ajedrez, aunque sí se trata de una ficha decisiva, debido a su posición en el mapamundi, en la gran estrategia anglo-estadounidense de contención de las dos superpotencias continentales: Rusia y China. Estos dos Estados, en el Consejo de Seguridad, ya han bloqueado por tres veces la marcha euro-atlántica hacia Teherán, que está obligada a pasar por Damasco (el último doble veto se dio el 19 de julio 2012 en un momento en que ardían los suburbios de la capital siria). Como puede verse, el caso iraní va mucho más allá que el problema de los recursos energéticos del país, inscribiéndose en un juego de control y dominación de dimensión planetaria… no olvidemos que quien tenga bajo control el gas iraní podrá ejercer presión sobre toda Asia, aun si no llega a dictar su ley del todo.

En cuanto al modus operandi, se tratará, antes o después del inicio oficial de las hostilidades, de neutralizar al máximo el potencial nuclear iraní de carácter civil. A los estrategas del Nuevo Orden Mundial no les importa que la población iraní pierda su confort eléctrico y su prosperidad económica. Sus puestos de mando militares y políticos serán destruidos mediante unas cuantas «decapitaciones», como las que precedieron la ofensiva general del 20 de marzo 2003 en Irak, que estuvieron dirigidas contra las residencias de personalidades situadas al sur de Bagdad. Las fuerzas estadounidenses ya habían decidido de antemano decapitar el régimen, eliminando al presidente Sadam Husein, a sus dos hijos y a algunos dignatarios del partido Baas, supuestamente alojados en los edificios bombardeados.

La guerra ya comenzó

En realidad la guerra contra Irán ya comenzó, aunque no alcancen resonancia mediática los asaltos de ese conflicto, como las campañas de asesinatos selectivos contra científicos que trabajan en el programa nuclear, o los ataques contra las redes informáticas de las centrales atómicas a través de por medio de sofisticados virus informáticos, como Flame o Stuxnet concebidos en el marco de un joint-venture israelo-estadounidense… Son otras maneras de librar batallas antes de la guerra, pero siempre con el mismo objetivo: hacer retroceder Irán a tiempos premodernos, después de acomodar allí un gobierno «blanqueado», o sea hecho a la medida, democrático, aunque sea de lo más corrupto, como el equipo dirigente del presidente afgano Karzai, en todo caso estrechamente sujeto a la política de Washington.

Conviene precisar una vez más que las políticas que aplican los dirigentes de Estados Unidos no son mucho más autónomas que las de sus homólogos europeos, por ejemplo rusos o chinos, a diferencia de lo que supone el público. Es decir, los dirigentes estadounidenses no proceden según su voluntad propia o la de aquellos que los manipulan detrás de bambalinas, trátese de grupos de presión, petroleros, militaro-industriales, transnacionales de la química o productoras de semillas, etc. En la realidad, las líneas políticas responden efectivamente a las necesidades, a los intereses y a las demandas que emanan de distintos actores económicos, financieros y políticos, pero participan in fine de un sistema que evoluciona según su lógica propia, englobando un conjunto complejo de subsistemas interdependientes que interactúan entre sí.

Factores como la seguridad del Estado hebreo, el mantenimiento de su preeminencia regional, la perennización de su monopolio nuclear y la visión escatológica, compartida por importantes minorías en el seno de estas tres teocracias a la vez verdaderas y falsas (los Estados Unidos judeocristianos, Israel –Estado mesiánico por definición– y el Irán chiita que vive a la espera del regreso del Mahdi), intervienen tanto en los cálculos de anticipación estratégica como en las elecciones geopolíticas, y lo hacen en detrimento de la estabilidad regional, la cual ya no aparece como un fin en sí, como tampoco sucede con el desarrollo o la construcción de Estados o economías viables… Y es que el comercio y las industrias prosperan bastante bien en el terreno de la inestabilidad y mejor aún en los campos de ruinas.

Además, la reconstrucción es un mercado en sí. En 1991, la rehabilitación de las infraestructuras petroleras kuwaitíes figuraba de antemano como botín de guerra para las empresas estadounidenses… y también para los demás miembros de la coalición. Por haberse abstenido, Francia sólo logró obtener después algunas migajas de ciertas obras de reconstrucción destinadas a impulsar la economía estadounidense, ya muy golpeada por aquellos años, debido a las crisis petroleras de 1973 y 1979. No debemos olvidar que la destrucción forma parte de ese ídolo llamado crecimiento: producir siempre implica empezar por destruir algo. Por lo tanto, las guerras son momentos culminantes, en el sentido hegeliano, de los ciclos económicos. La guerra es un elemento necesario, incluso vital, para que perdure el sistema. El llamado «místico del ateísmo», el novelista Georges Bataille, ya lo desarrollaba en su ensayo de 1949 titulado La parte maldita.

El desorden supremo que es la guerra resulta ser, por consiguiente, un modo de gobierno entre otros, con un lugar propio y natural en el sistema-mundo actual, como acompañante de las crisis inherentes a la unificación del mercado y a la absorción de los Estados soberanos, en su seno y bajo el imperio de su única ley, una vez despedazadas sus estructuras y cualquier armazón federativa interna, porque los Estados-nación son todos –con excepción del Nuevo Mundo, que se edificó sobre un mosaico de comunidades sin mayor vínculo orgánico que el reparto de los dividendos del progreso– federaciones de pueblos que se encontraron históricamente fundidos o asociados en un destino compartido. Ahora bien, las naciones orientales edificadas a lo largo de los siglos demuestran ser a veces reacias a someterse a los encantos excesivos de la permisividad consumista occidental, en el sentido de ideología del consumo adictivo que desemboca en el fetichismo lamentable de la mercancía. Por esto es que el Ordo ab chaos sucedió al antiguo «divide y vencerás» y de ahora en adelante se trata de gobernar por y dentro del caos, triste consigna…

Podemos ir más allá: después de ser actores y promotores, los oligarcas anglo-estadounidenses, industriales y financieros, oficiales de la caballería financiera mundializada –así como sus émulos de los demás continentes– terminan estando al servicio, y siendo incluso esclavos, de las lógicas que ellos mismos promovieron y de las que supieron sacar el máximo provecho para asentar sus fortunas... Dichas lógicas terminan por dictar u orientar la conducta de esos sectores según una inflexible ley física que responde al principio de que todo «objeto» inerte o viviente siempre es otra cosa y algo más que la suma de sus partes. Si las partes son aquí los actores y decisores económicos, financieros, industriales y políticos, el todo, la totalidad englobante, es el sistema cuyos miembros están al final supeditados al mismo.

Pero esto no conlleva de ninguna manera una nueva fatalidad desresponsabilizante sino, por el contrario, una conciencia clara de que ese sistema lleva la humanidad a la desaparición –destrucción programada y señalada por las guerras que se avecinan en contra de Siria e Irán, y de esa otra, tal vez suicida, en contra el bloque euroasiático– lo cual debería servir para invertir la tendencia. O podría suceder que el hombre no encuentre en sí los recursos de sabiduría indispensables para concebir un nuevo modelo, contrario al modelo actual, a la vez sabio y salvaje, por no decir reptiliano, si se toma en cuenta su oscura afición depredadora y el papel creciente del «dinero negro» en la economía. Tal vez entonces sea inevitable pasar por la destrucción mutua asegurada, en los planos económico, financiero o militar… antes de poder esperar construir otro pensamiento, una visión diferente del mundo y echar a andar otras matrices económicas y modelos sociales nuevos.

Así pues, partiendo de la constatación empírica según la cual el todo siempre es más que la suma de sus partes, el conflicto Irán-Occidente no se puede reducir a la suma de reproches formulados contra Persia y contra los persas, ni reducirse a una confrontación de expansionismos rivales, ni mucho menos a un juego de fuerzas más o menos coyuntural.

Desde este punto de vista, la posición de la República Islámica de Irán, en la mirilla de los Estados Mayores anglo-estadounidenses y de sus aliados de la OTAN, parece poco envidiable y da mucho que pensar. Sobre todo en la medida en que nada indica que los dirigentes iraníes tengan la menor intención de modificar su política de independencia energética basada en la fisión del átomo… ambición contraria a la dinámica sistémica de largo alcance que determina las decisiones geoestratégicas de Estados Unidos. Resumiendo: no es el átomo en sí lo que molesta, el cuento de la amenaza nuclear persa es pura fábula, por lo menos hasta el día de hoy. Que Irán pueda utilizar el átomo es lo que le dará al cabo de un tiempo una real independencia, energética, económica y política. Y es ahí donde radica el peligro. Irán termina siendo la piedra en el zapato del sistema, una piedra que hay que eliminar como sea.

Irán es un obstáculo que hay vencer, barrer o borrar a corto o mediano plazo, a menos que un deus ex machina, bajo la forma de un acontecimiento totalmente inédito, venga a modificar el rumbo de las cosas y el reparto actual en la función global. Rusia puso a prueba, el 7 de junio 2012, dos misiles intercontinentales con cabezas múltiples, el Bulava y el Topol, que sobrevolaron el Medio Oriente, desde Armenia hasta Israel. ¿Es posible que eso haya logrado calmar los ardores de los halcones de Washington, Riad, Doha, Londres y Tel Aviv? ¡Ojalá!

Persia delenda est

Pues sí, hay que destruir Irán como sea, por lógica y a cualquier costo, incluso si ello da lugar a un conflicto regional o mundial imposible de controlar. Algunas declaraciones oficiales de China y Rusia contemplan esa posibilidad. China, superpotencia militar, ya ha multiplicado en estos últimos años las advertencias en cuanto a las situaciones incontrolables que podrían producirse en el Medio Oriente, región de crisis que ya cuenta 60 años de inestabilidad permanente, especialmente en los últimos 20 años. Esas crisis van en aumento y las tensiones Este-Oeste van a la par, a tal punto que se puede hablar de guerra fría, y esto se hace cada día más claro en el contexto de la crisis siria.

Es por eso que, entre las amenazas recurrentes en estos últimos años de ataques unilaterales contra las instalaciones nucleares iraníes por la aviación israelí o por misiles de crucero embarcados en los submarinos furtivos proporcionados por la Alemania de Angela Merkel, muchos observadores prudentes pronostican un incendio dentro de poco, quizás en los próximos meses.

Los anuncios de guerra inminente no son nada nuevo, pero no por eso es menor el peligro asoma, que parece cada vez más cercano.

Hay que destruir Irán, no por ser una nación chiita, sino por tratarse de una «teocracia nacionalitaria» que hay que «normalizar». O sea, no es que se pretenda atacar el Islam. El objetivo es el Estado-nación, modelo y concepto contra el cual la democracia universal, participativa y descentralizada, ha declarado una guerra sin piedad desde 1945. A la Nación, desde la Segunda Guerra Mundial, se le acusa de todos los males, empezando por la guerra. Sin embargo, a pesar de lo que dijo recientemente la secretaria de Estado Hillary Clinton, convencida de que «a lo largo de sus 236 años de existencia, Estados Unidos ha defendido la democracia en el mundo entero», debemos recordar que esto le costó unas 160 guerras exteriores antes de 1940, en su mayoría guerras de injerencia, en busca de la anexión de territorios o de la expansión.

Lo que conviene normalizar es el carácter revolucionario, nacional islámico y místico de Irán. Esto ya figura como necesidad y prioridad en las agendas políticas occidentales (Estados Unidos, Israel, Unión Europea): hay que convertir a Irán en una democracia liberal.

Quiéralo o no, la República Islámica tiene que fundirse en el gran caldero de las sociedades disgregadas, dentro de un espacio regional de libre cambio, como el que justifica la construcción europea, por ejemplo, donde la fragmentación social, por no decir atomización individualista, permite la máxima segmentación de los mercados. Ello servirá para desmultiplicar los actos y los actores económicos: minorías étnicas, confesionales, sectarias y sexuales, mujeres, grupos de edad subdividas a su vez; así es como los niños se convierten en objetivos de la publicidad a los 2 años de edad, edad para una precoz inmersión escolar. Dicha segmentación ad libitum choca con las barreras morales, o sea con aquello que conlleva cierta rigidez en las costumbres; pero se trata de una segmentación imprescindible para la plena integración del país en el mercado único o unificado dentro del sistema-mundo.

El sistema-mundo se estructura en torno a unos pocos centros nerviosos y sus satélites, las grandes plazas bursátiles. Las principales son la City de Londres, la isla de Manhattan, Francfort y también la bolsa de materias primas en Chicago, donde se decide el destino de la alimentación de los pueblos del mundo, especialmente de los pueblos del Tercer Mundo, que padecen los flujos y reflujos de las tasas de cambio inducidos por la especulación frenética y se encuentran por lo tanto indefensos ante las turbulencias de los mercados, extremadamente inestables.

Es que la volatilidad necesaria, o mejor dicho consustancial de la economía financierizada, exige una flexibilidad y sobre todo una movilidad de la producción y los circuitos de distribución, lo cual requiere cada vez más deslocalizaciones y reestructuraciones que no afectan únicamente a las sociedades postindustriales, dando lugar a «planes de ajuste», o «planes sociales», considerados por el sistema como simples variables.

Se trata de un sistema económico que no tiene en cuenta el factor humano y de un sistema especulativo que se alimenta del desequilibrio mismo en que se mantienen los mercados, llegando a armarse un aquelarre donde prosperan los juegos a la baja o al alza, los delitos de iniciados, los rumores asesinos, las «ofertas públicas de compra» de tipo caníbal, etc. Este motor económico tiende a desbocarse del todo y acelera la sobreexplotación de los recursos naturales hasta agotarlos, con una simple finalidad, la destrucción masiva consumista, conocida como «crecimiento».

Ese es el núcleo del reactor económico que está a punto de salirse de control y que bien puede estarnos llevando a una fusión demoledora. Muchos lo comentan con toda razón, sin catastrofismo ni angustia neurótica. Después del Chernobyl financiero del 14 de septiembre 2008, está por llegar un Fukushima económico global, con el derrumbe del euro y el estallido de la Unión Europea, al que seguirá el probable colapso probable de Estados Unidos. Llegados a ese punto, una guerra de gran magnitud es lo único que pudiera salvar un sistema que ya alcanzó una velocidad tan alocada que implica pérdida de control, porque ha alcanzado la fase de agotamiento de sus recursos dinámicos.

La destrucción de Irán debe dar paso a la salvación de Occidente, evitarle la quiebra, y tal vez –esperanza bastante quimérica– dar un nuevo impulso al sistema, hacerle entrar en un nuevo ciclo rico de potencialidades abiertas gracias a la economía «verde». Con lo verde, se procura darle un barniz ético al sistema que empezó su ascenso vertiginoso a finales del siglo XIX mediante el abandono casi total de los frenos impuestos por el «orden moral» de antaño, hoy en día repudiado porque estaba fundado en metafísicas y en un edificio teológico. Si bien la transgresión de los imperativos morales era algo frecuente en el pasado, cada cual sabía al menos dónde se situaba el límite a respetar y cuál era la regla. Uno trataba de mantenerse en el marco de lo éticamente aceptable y próximo al eje del deber, al menos en apariencia.

Hoy se ha llegado al divorcio completo con el capitalismo patrimonial respaldado en cierta trascendencia, a raíz de la gran «ruptura epistémica» de fines de los años 1960. Regía hasta entonces lo que Werner Sombart y Max Weber habían explorado y que ilustraba el ministro francés Guizot con una sonora consigna: «¡Enriqueceos!», dándose por sentado que había que hacerlo «mediante el trabajo, el ahorro y la probidad», nada que ver con el enriquecimiento a través de la especulación y la ruina de los peones de la bolsa o de la producción.

La desregulación empieza en realidad por la desreglamentación metafísica. «Si Dios no existe, todo está permitido», decía Dostoievski. Pero además, el sistema se vale de dos caras para una misma realidad: por un lado, la utopía o el espejismo colectivista, y por el otro, la ilusión o mentira liberal, fundadas en el mito de la autorregulación de los mercados, de la mano invisible y, al final, de la democracia «representativa». El modelo se vio además tergiversado e incluso viciado por ciertos mecanismos concebidos expresamente para perennizar rentas de situación y monopolios, de los que gozaban las nomenklaturas del Este, donde la vox populi padecía una expropiación semejante a la que conocemos hoy día a nivel del debate público. La «dictablanda» ya ha dejado paso a la «democratura», o sea al verdadero rostro de la democracia confiscada.

El feroz ateísmo de las sociedades colectivistas que se gestaron a raíz de la Revolución de 1917 sobre la base del materialismo dialéctico, convertido en seudociencia, es lo que anunció el materialismo triunfante del anarcocapitalismo, último avatar desestatizado, descentralizado, proteiforme y falaz. Ya no tenemos «ni Dios ni amo» pero sí una inmensa muchedumbre de esclavos, empezando por las víctimas del endeudamiento con tasas variables y usureras.

En realidad, todo esto ocurre en el plano de la larga duración, a la escala de los tiempos modernos que debe tener en cuenta la aceleración presente de los acontecimientos. La escala de los tiempos no es algo fijo, de modo que la velocidad de los acontecimientos crece de manera vertiginosa en ciertas coyunturas históricas, cuando nos acercamos a la boca del embudo. Hoy en día, una década vale lo que un siglo o dos de antes y la aceleración no termina nunca… «La decadencia del imperio romano duró 4 siglos, la nuestra sólo tomará 4 años…», decía el excepcional filólogo que fue Georges Dumezil pocos años antes de fallecer, en 1986. Es cierto, estamos viviendo una ruptura cataclísmica con el mundo tradicional, un trastorno de las conductas y los modos de pensar, un caos organizado y la irrupción en la vida corriente de técnicas mutágenas tales como telecomunicaciones por satélite, inteligencia artificial, enlaces entre individuos a través de redes transcontinentales. Al mismo tiempo se da la desrealización del mundo, lo cual se manifiesta por su proyección virtual en las pantallas parietales de la imaginación colectiva.

¿Por qué vuelvo a insistir sobre la aceleración de la historia humana? Porque se trata de una descomposición visible y recomposición aleatoria. Esta es la fase que actualmente atraviesan la ideología pretexto del «choque de civilizaciones», en boga desde 1996, y la dudosa tesis (algunos pretenden que ni siquiera sus promotores se la creen) del estadounidense Samuel Huntington. Es también la que sirve de telón de fondo para los grandes cambios geopolíticos y sirve de justificación para la multiplicación de los conflictos con el mundo islámico y dentro del mismo.

Lo cierto es que el factor religioso no desempeña un papel central en cuanto causalidad maestra en la hipótesis del choque entre civilizaciones. Por ejemplo, Riad y Doha, capitales del fundamentalismo wahabita, están en el Medio Oriente muy estrechamente asociadas al «destino manifiesto» del puritanismo estadounidense… lo cual tiende también a demostrar que modernidad y tradición pueden convivir perfectamente en un terreno donde el comercio de hidrocarburos, mercados de armamento, Kriegspiel y guerras subversivas ocupan un lugar eminente. Véase la guerra de Libia en la que la implicación de Qatar está muy documentada. El diario conservador Le Figaro ya señalaba, el 6 de noviembre de 2011, que Doha había contratado 5 000 hombres de sus Fuerzas especiales en el escenario libio.

Obsérvese –y resulto harto paradójico según ese esquema– que las primaveras árabes de 2011 están dando a luz, una tras otra, gobiernos dominados por los islamistas –Hermandad Musulmana y diversos componentes salafistas– apadrinados a la vez por la Turquía neo-otomana y por el wahabismo rigorista de las dos susodichas monarquías… con la bendición de Washington. La integración de estos nuevos poderes religiosos en el plan de reconfiguración del Gran Oriente, desde las Columnas de Hércules hasta el río Indus, contradice del todo la teoría de la incompatibilidad entre civilizaciones.

Las “primaveras árabes” han parido gobiernos regidos por la Hermandad Musulmana y componentes salafistas, apadrinados a su vez por Turquía y por el wahabismo rigorista de Qatar y Arabia Saudita… con la bendición de Washington.

En realidad, estamos ante una lectura «a la medida» –según el enfoque de Washington– de las resistencias que han venido manifestando las sociedades tradicionales constituidas en Estados nacionales a lo largo del siglo XX, pero cuyos arcaísmos –tal vez se pueda hablar de inercia cultural– obstaculizan su apertura completa e incondicional al comercio transnacional, al libre acceso de los operadores e inversionistas que quieren valorizar y explotar racionalmente –ahora se dice además «de forma sostenible»– las potencialidades geográficas y los recursos, tanto naturales como humanos, que ofrece tal o más cual zona de interés económico y por lo tanto geoestratégico.

Según esta perspectiva, la idea misma de Nación entra en contradicción con la de libre intercambio, idea según la cual hay que eliminar las puertas y ventanas [para evitar que se cierren]. La política de la cañonera actualizada (esa misma que practicara el comodoro M. C. Perry frente a Tokio en julio de 1853, intimidación que dio resultados y abrió un año más tarde, en marzo 1954, con la Convención de Kanagawa, los puertos japoneses a los navíos mercantes estadounidenses) es lo que practicaron en el pasado los B52 y más tarde los drones asesinos, que son los que hoy llevan el «evangelio» de la democracia, sinónimo de libre mercado. Ya no se menciona ingenuamente el comercio sino que se le ha sustituido con elegancia aquello de las urgencias humanitarias, la liberación de las mujeres, la autodeterminación de las minorías étnicas o confesionales, todo lo cual se mezcla en el «deber de asistencia» y el «derecho de injerencia» del fuerte en auxilio del débil.

A fin de cuentas, la teoría tendiente a declarar ineludibles la confrontación entre áreas culturales y bloques confesionales –cristiandad occidental y ortodoxia eslava frente a Islam, confucianismo etc.– legitima a priori ciertas guerras en realidad premeditadas, es decir programadas y planificadas, guerras por encargo, ajenas a cualquier idealismo, que apuntan in fine a objetivos triviales, de naturaleza geoeconómica, geoenergética y hegemónica. En realidad, las supuestamente irreductibles incompatibilidades civilizacionales no son nada fatales, ni siquiera se trata de verdades definitivamente establecidas… Así que no proceden de culturas perversas a las que habría que rehabilitar por negarse a convertirse a los beneficios del consumo desenfrenado, desafuero que hace de la posesión de bienes efímeros, intercambiables y perecederos, el colmo de la plenitud individual y existencial. No, el choque abusivamente llamado civilizacional, las guerras efectivas y las guerras en gestación proceden más bien de un modelo de sociedad expansionista por naturaleza o, por decirlo en otras palabras, imperialista o bulímica sui generis, en busca de legitimación «científica» ya que hoy día es la supuesta la ciencia la que ocupa el lugar de la moral natural.

Se trata, en definitiva, de un modelo que está devorando el planeta, los recursos, los pueblos y los hombres. Claro, el sistema no podría existir sin los hombres que lo encarnan, lo promueven y lo sirven… a veces con un celo excesivo y en algunos casos con una falta total de sentido moral. Pensemos en estas figuras emblemáticas del falso semblante del bien, lo que fueron, en el ejercicio de sus funciones, los Bush y Blair (a quien la Inglaterra popular llama «Bliar», o sea el mentiroso) los culpables de las guerras de Afganistán e Irak, sobre la base de mentiras como aquella de las armas de destrucción masiva de Irak o el mito de al-Qaeda.

El 16 de marzo de 2003, José Manuel Durao Barroso, primer ministro de Portugal; Tony Blair, primer ministro británico; George Bush, presidente de Estados Unidos; y José María Aznar, primer ministro español, se reúnen en las Azores en lo que fue el preludio de la invasión perpetrada contra Irak sin mandato previo del Consejo de Seguridad de la ONU. Ninguno de los responsables de esa violación flagrante del derecho internacional ha sido sancionado y el señor Durao Barroso incluso preside actualmente la Comisión Europea.

Pero el sistema, por definición, es amoral, se sitúa en un más allá: «más allá del bien y el mal». Esto no quita que el sistema formatea, amasa y arrastra a los hombres en su estela poderosa. Les ahorra pensar, los exonera de cualquier escrúpulo y premia su sometimiento. Decimos que en un momento dado, a partir de cierto nivel, el sistema vive por sí mismo, de manera autónoma, y no deja más que un estrecho margen de maniobra a quien quisiere tomar sus distancias; entre marginalidad o fracaso, no hay más que oposición tenue y sin porvenir, escurriéndose entre las murallas del conformismo y la corriente torrencial de las pesadeces sistémicas.

¿Qué hacer contra un modo de funcionamiento de la sociedad heredado de las eras primitivas, de las épocas del pillaje, las del nomadismo depredador? Los capitales (estamos inmersos en la impermanencia que induce la imperiosa exigencia de maximizar los rendimientos económicos) se mueven como las langostas que dejan el suelo desnudo a su paso. Este es el modelo del saqueo «a fondo», al que la tecnología ofrece ahora inmensas capacidades de desmultiplicación, hasta agotar en espacio de pocas generaciones las reservas biológicas y geológicas acumuladas a lo largo de los 400 primeros millones de vida organizada… océanos y mares se están vaciando de sus reservas halióticas y las entrañas de la tierra están soltando a gran velocidad sus reservas de hulla, petróleo, gas, formados en la edad carbonífera… ¡la edad de las libélulas gigantes y de las primeras selvas, de los helechos arborescentes, mucho antes del reino de los dinosaurios!

Nuestro modelo de sociedad es destructor de las culturas que fueron madurando en las sociedades humanas a lo largo de estos 4 o 5 últimos milenios. Una descomposición de las culturas tradicionales no ofrece como contraparte sino una recomposición más o menos errática, carente de referencias, en el marco del fetichismo de la mercancía, el desencantamiento del mundo y el consumo creciente de neurolépticos. Tales trastornos, tales desniveles culturales conllevarán forzosamente resistencia y tumultos, aunque sean sólo las convulsiones de la agonía…

El Estado-nación, aunque derrotado en todos los campos de batalla políticos y militares recientes (Europa, Yugoslavia, Irak, Libia… ¿Siria?) resiste como modelo y seguramente responderá. Desde este punto de vista, las estructuras estatales nacionalistas laminadas por la democracia de mercado no han fallecido y renacerán en el marco de estas múltiples entidades etnoconfesionales que el Nuevo Orden Mundial quiere crear sobre los escombros de los Estados vencidos. Observemos que el Estado nacional prospera en Asia, especialmente en Singapur y Taiwan, pero también en China, Corea, Vietnam y Japón.

El derrumbe de la sociedad totalitaria estrictamente colectivista, la de las democracias populares del este, también nos ha enseñado que no se puede descartar lo sagrado y arrojarlo fuera del campo de lo político de manera duradera ya que forma parte esencial de este: el ateísmo militante de las sociedades mercantiles muestra su impotencia para fundar una moral viable. En cuanto al materialismo que brotó del Antiguo Testamento (con el axioma del cumplimiento de un designio divino a través del éxito material), que funda y justifica el ultraliberalismo anglosajón, se basa en sus orígenes en una teología que legitima al predador. El demiurgo recompensa al que sabe apoderarse del botín, sea cual ser el medio apropiado… La excepción es el hecho de que se mantenga en pleno siglo XXI la democracia popular en la China estatal, a la vez hipercapitalista y comunista, a la vez se observa un marcado renacimiento del confucianismo doctrinal al servicio del Estado; pero además renacen también taoísmo y budismo. ¡Es un resurgimiento tan espectacular como el de la iglesia ortodoxa en la Federación Rusa, al cabo de 72 años en las sombras!

En el Maelstrom del tiempo presente, las cosas se van haciendo y deshaciendo sin marcha atrás, siguiendo una lógica de lo irreversible… en apariencia. Nada parece poder desviar el flujo del tiempo de su cauce catastrófico. Sin diques naturales o humanos va desbordándose, ya no riega sino que inunda sin que nadie sepa cómo detenerlo. Por esto es que Irán, obstáculo en el rumbo de las aguas desbocadas de la modernidad, debe ser destruido, barrido, aniquilado, a no ser que, desplomándose solo, caiga de rodillas espontáneamente, bajo los efectos de un pronunciamiento palaciego o bajo el impulso irreprimible de la calle. En todo caso, aún sabiendo que la historia da a luz en medio del dolor y la violencia, ya estamos viendo el resultado del parto forzado de la democracia en los países de la primavera árabe.

En Túnez, Egipto, Libia o Yemen –sin contar con los que aguantan la respiración como Argelia, sabiendo que ya les tocará su momento de entrar en la tormenta, u otros como el Irak «liberado» manu militari– han caído o están cayendo en la guerra civil alimentada, fomentada y dirigida desde afuera (Libia, Siria) y no tienen ni tenían ningún motivo para esperar la menor inflexión (o sea, una ruptura en la actual dinámica sistémica) en marcha, que podría cuestionar o anular los grandes invariantes directores del campo geoestratégico. Estos acompañan o traducen sobre el planisferio o en las relaciones internacionales la revolución mundial que progresa a marcha forzada desde 1945. Se trata de una mutación global de largo alcance cuya permanencia y pertinencia –como explicación y manifestación de la construcción del sistema-mundo– jamás se han desmentido a lo largo del último medio siglo.

Estamos pues ante una lógica dentro de la cual se desarrollan los acontecimientos a los que asistimos y los que están llamados a ocurrir. Esto seguirá hasta que la lógica propia de los acontecimientos llegue a su propia extinción, por agotamiento o a raíz de un acontecimiento cataclísmico –guerra nuclear, ¿o primero regional, tal vez?–, trastorno que determine y complete la redistribución del campo geopolítico. Pues los fracasos o repliegues de Estados Unidos en los últimos 60 años, por muy dolorosos que hayan sido, desde la derrota sufrida en Vietnam hasta el fiasco de su invasión contra Afganistán, no van a desautorizar esta hipótesis. Se pierden muchas batallas para mejor ganar la guerra. Son derrotas fecundas en progresos de todo tipo, especialmente en cuanto a avances técnicos que agrandan el abismo tecnológico que separa aún hoy en día a Estados Unidos del resto del mundo. Son al fin y al cabo conflictos factores de progreso, en última instancia propicios al desarrollo y a las mutaciones de los elementos constitutivos de la potencia.

La inercia sistémica

Aquí se trata de un concepto mayor sobre el cual debemos insistir, convencidos de que el estudio de las sociedades humanas pertenece a un campo del conocimiento vinculado al de la física de la materia. Así, la inercia del sistema-mundo es tal que -como venimos diciendo– fuera de una catástrofe mayor o de la improbable llegada de un «gran monarca», nada puede parar la orientación y la naturaleza de un mecanismo en evolución –es decir en progresión–, que evoluciona según su propia lógica inercial y cuya trayectoria parece tener que estar inflexiblemente determinada. Aquí los hombres no tienen la palabra, pues sólo les queda elegir entre llevar adelante su embarcación sobre las temibles ondas agitadas que la empujan hacia lo desconocido o peor aún, a lo demasiado previsible, el abismo de las orillas del mundo. La lógica de la que estamos hablando aquí nos lleva a una nueva confrontación este-oeste, esta vez más frontal que la anterior, ya no indirecta como ocurrió durante los 44 años de la guerra fría, de 1947 a 1991, durante la cual los dos bloques tuvieron sus encuentros sobre los campos de batalla del Tercer Mundo o por mediación del mismo, trátese de Vietnam, Angola o Afganistán.

A partir de ahí y en el mismo orden de ideas, hay que pensar en primer lugar el sistema económico mundo como algo consubstancial con las fuentes de energía sin las cuales no sabría funcionar, ni tan existir … trátese de energías fósiles o físiles (uranio). Este enlace es una de las tres o cuatro primicias mayores de la lógica sistémica que ordena la marcha del mundo tal como la vislumbramos aquí. A esta lógica sistémica también la llamaremos lógica inercial ya que ninguna decisión humana puede, de un plumazo, abolir sus dinámicas obligadas, ni sus consecuencias a largo plazo.

Este subconjunto trinitario –independientemente de las críticas y las denegaciones que se formulen contra el mismo– asegura hasta ahora la cohesión arquitectónica del edificio internacional y configura por su manera de encajarse e imbricarse los tres momentos de un mismo concepto, realidad única que se expresa en tres modos diferentes.

Evoquemos aquí brevemente la naturaleza y la ideología de estos tres subconjuntos, geoeconómico, geoenergético y hegemónico, como arquitectura dinámica del actual sistema mundo...

Convergencias:
De la economía superestructural
al fin de la historia

Los años 1970 marcan un giro en la historia del capitalismo con la transformación del mismo, tal vez convenga hablar de mutación, en capitalismo financiero. Asistimos a la financiarización de la economía, modelo dominado por la exigencia de ciclos cortos y de rentabilidad a corto plazo, salvo para el sector de fuerte inercia en que investigación y desarrollo requieren enormes inversiones a lo largo de varios decenios... energía y armamento forman parte de dicha inversión.

La economía especulativa se libera entonces poco a poco –pero a cierta velocidad, por lo cual podemos hablar de «mutación», durante los cuatro decenios siguientes, de casi todas las trabas legales. Esto es la aplicación dogmática de las tesis del anarcocapitalismo recomendado por la Escuela de Chicago, fundada a su vez por el Premio Nobel Milton Friedmann. Doctrina y práctica se convierten en «ciencia fría» y se liberan de cualquier vínculo con la moral, ya que enriquecerse se convierte en un fin en sí mismo, algo así como el arte por el arte.

Los decisores políticos (Carter, Reagan, Thatcher, Clinton, Bush, Blair) no lo pensaron como tal, pues procuraban más que todo poner nuevamente en marcha la maquinaria económica, sin imaginar las consecuencias de semejante liberación de fuerzas. Pero en la práctica se trató de una ruptura epistemológica fundamental, que nadie percibió como tal cuando sucedió. El capitalismo financiero, tal como lo teorizó Max Weber se libera primero en la esfera anglo-estadounidense, la desregulación ocultó la ruptura definitiva con la ética protestante... cuya transgresión por cierto no daba lugar a priori a ninguna sanción pero no dejaba de tener peso en el sistema, como base de las obligaciones jurídicas. Por supuesto, nada de esto sucedió de golpe, la ruptura de los años 1970 vino anunciándose desde principios del siglo XIX. Es la época en que la ética del protestantismo había empezado a perder terreno paulatinamente.

Aquí es oportuno esbozar el nexo existente entre el momento geoeconómico de la toma de posesión hegemónica. Esta toma de poder, el sistema neoliberal lo extiende sobre la totalidad del campo económico dentro y en la periferia de sus zonas de actividad e influencia.

El sociólogo y teólogo de la liberación, Michel Schooyans, profesor de la Universidad Católica de Sao Paulo, en su monografía Deriva totalitaria del liberalismo (1991), formula la hipótesis de que una violencia estructural sería algo consubstancial al liberalismo económico. Esta tendencia por cierto se nota a través de los análisis del libertariano Milton Friedman, máxime en su obra mayor Capitalismo y libertad, de 1962. Bajo el pretexto de racionalizar el hecho de que se desdibuja la libertad política en provecho de la emancipación económica, Friedman busca más que todo legitimar una liberación total de la esfera mercantil, sin aspirar a una comprensión holística de la realidad, lejos de los presupuestos ideológicos, y esto en detrimento de las libertades fundamentales porque para que la esfera especulativa sea libre de verdad hay que someter a los pueblos de modo que acepten la inestabilidad consustancial del sistema. Restructuración, deslocalización de capitales, desindustrialización, desempleo, servicio de la deuda, quiebra de los Estados, planes de ajuste estructural y austeridad, desastrosos efectos sociales, disturbios civiles, guerras de expansión y conquistas...

Por todo esto, ¡hay que acabar con Irán! Porque Irán, como obstáculo a la integración del mercado único planetario, es un elemento perturbador extrínseco a la lógica inercial del sistema-mundo. El mecanismo lógico que aquí funciona sólo puede destrozar todo lo que entre en contradicción con él y vaya en contra de su ley de desarrollo, o sea, todo lo que impida su cumplimiento.

Traducción
Maria Poumier