Alan García

Por Roberto Cisneros

Desde inicios de la década de los noventa, cuando ya se le acusaba de haberse enriquecido ilícitamente durante su primer mandato (1985-1990) —por recibir coimas en casos como el del tren eléctrico de Lima—, cada vez que los periodistas le consultaban por los requerimientos del Poder Judicial, García recurría al mismo refrán para defenderse: “El que no la debe, no la teme”. La frase, o el modo teatral en que era esgrimida, logró cierto golpe de efecto: García fue reelegido en 2006 por el mismo pueblo que en su día juró nunca volver a darle una oportunidad.

Tras la noticia de su fallecimiento, algunos miembros del Partido Aprista Peruano (APRA), enfatizaron la inocencia de su exlíder rechazando el modo, según ellos abusivo, en que se estaban conduciendo las investigaciones de corrupción en su contra y aduciendo dolo o exhibicionismo en la conducta de los funcionarios del Ministerio Público. Es el caso del congresista Mauricio Mulder, quien, en las afueras del hospital donde García acababa de fallecer pese a los esfuerzos médicos, llegó a calificar el suicidio del expresidente como “un acto de dignidad y de honor frente a una persecución fascista” y como la “contribución de sangre para que el Perú sea un país democrático”.

Tanto para Mulder como para el resto de sus partidarios, hoy fue un buen día para dejar de lado u olvidar directamente las evidencias que en los últimos dos años acorralaron a Alan García.

En marzo de 2017, enfrentó la primera denuncia por haber recibido sobornos de la constructora brasileña Odebrecht, principal empresa implicada en la Operación Lava Jato, la megainvestigación que ha identificado a funcionarios corruptos de hasta doce países de América Latina. Consultado al respecto, García dijo que solo se había reunido una vez con Marcelo Odebrecht, ex director ejecutivo de la constructora, pero luego se conoció que habían mantenido al menos cinco encuentros oficiales y que sus iniciales, AG (Alan García), aparecían consignadas en el celular del empresario.

Si a eso sumamos el hecho de que un grupo de funcionarios de su segundo gobierno se benefició con coimas —así lo certificó el brasileño Jorge Barata, quien era superintendente de Odebrecht en el Perú y firmó un acuerdo de colaboración eficaz con el gobierno—; y añadimos que el propio exmandatario percibió, de parte de una operadora de Odebrecht, 100.000 dólares por una conferencia brindada en São Paulo, entonces no parece tan exagerada la apertura de una investigación preliminar ni el posterior pedido de impedimento de salida del país por parte de la Fiscalía.

Lo que vino después fue la solicitud de García de asilarse diplomáticamente en la embajada de Uruguay, pedido que fue finalmente rechazado por el gobierno de ese país. Ante esa negativa se hizo general la sensación de que, por primera vez, la justicia peruana lo tenía cercado.

El 14 de abril una noticia estrechó su margen de maniobra: se supo que su ex secretario general, Luis Nava, recibió transferencias de Odebrecht por más de 4 millones de dólares durante el periodo 2006-2011, en pleno segundo gobierno aprista. El dinero, como en las ocasiones anteriores, salió de la Caja 2 de la empresa brasileña, diseñada para corromper a quien hiciera falta.

Ante tal acumulación de pruebas, la decisión de suicidarse de Alan García puede leerse como el gesto imprudente, o acaso cobarde, de un hombre que prefirió eludir la justicia y buscar la canonización política de sus huestes antes que regalarle a sus adversarios la inolvidable postal de su encarcelamiento.

Al revés del refrán que tantas veces invocara, quizá García sí la debía y sí la temía más de lo que nunca estuvo dispuesto a reconocer. Soñó siempre con perpetuarse en la memoria del pueblo como un político fiel a sus ideas. Una bala en la sien lo dejó en el umbral de la puerta trasera de la historia, aunque sus partidarios lo presenten como un héroe de la democracia y el gobierno haya decretado tres días de duelo nacional.

Fuente: New York Times, 17 de abril 2019.