Uno quisiera, por un ratito así, creer en un dios (o Dios) corpóreo, administrador y administrativo. Quisiera uno eso para hacerle un pechazo, para pedirle que nos libre, por un ratito así, de la nostalgia. De la nostalgia que deviene lágrima, de la lágrima que deviene lagaña, de la lagaña que deviene resignación, de la resignación que deviene cancelación de los sueños y de los interrogantes furiosos.

¿Cómo hacer para arrojarnos al pasado, por un ratito así, sin claudicar a la nostalgia–lágrima–lagaña–resignación–cancelación?

Vamos a intentarlo. Vale la alegría de la pena. Retrocederemos al presente del pasado, con la condición de abonar el futuro que sigue pendiente. Ni por un pestañeo olvidaremos que “no morimos para morir”, que debemos seguir teniendo “sed y paciencias de animal”.

Mediados de la década del sesenta. Soñábamos a destajo con la imprescindible impunidad de ese tiempo de la historia y de nuestros organismos personales. Un día, Alberto Patiño Correa (abogado, galerista, ayudador de las artes bellas) llevó a Mendoza a Juan Gelman, Paco Urondo, Juan Cedrón, al bandoneonista César Stroscio y al violinista Carlos Lavochnik. El motivo eran la poesía y la música. La excusa un longplay, “Madrugada”, con poemas de Gelman y tangos de Cedrón. En el recital, en un centro israelita, había mucha más gente joven de la esperada.

Recuerdo (con perdón del verbo) la manera de decir sus poemas de Gelman, muchas veces como si los versos, en lo íntimo, se volvieran interrogación en su afirmación. (Veinticinco años después, leyendo sus “Interrupciones”, me doy cuenta de que Gelman afirma interrogando, que siempre se y nos interroga, hasta cuando parece que sostiene).

En aquel momento apunté para una crónica algunas palabras de Paco Urondo: “Digan lo que digan, tenemos que aceptarlo: el tango está entre nosotros. Nos conocemos y nos reconocemos por el tango. Aunque nos pese, entre otras cosas somos tangueros, para bien o para mal. Digan lo que digan, nos guste o nos reviente, mejor será que no nos hagamos tantas ilusiones con respecto a nosotros mismos”.

También dijo entonces Paco: “No hay poesía regular o pasable; no alcanza con ser buenos muchachos, no sirve para esto”.

Imposible olvidar, de aquella noche, la mirada con que Paco Urondo escuchaba brotar sus versos de Gelman: “Aquí pasa, señores, que me juego la muerte”. Era como si comulgara: Paco estaba comulgando Juan. Y viceversa también.

Esa noche, escuchando, andaba también por allí Víctor Hugo Cúneo, poeta sumamente maldito, que dos o tres años después tuvo la ocurrencia de prenderse fuego él mismo, después de que los fascistas de la comarca le prendieran fuego tres veces su pequeño quiosquito de libros en la vereda mendocina.

Cúneo era flaquito por demás, con decir que la tuberculosis un día se le fue porque se cansó de él. Tenía la costumbre Cúneo de andar en trance de pendenciero o alborotador. Algo pasó esa noche: la leyenda nos cuenta que mientras Gelman decía aquella noche su poema… “cacé una tos secreta... ella no me abandona... se terminó la soledad... Víctor Hugo Cúneo empezó con su tos. Que no amainó por largos minutos. Ya nunca se sabrá si a Cúneo la tos le vino o él le dijo a la tos que viniera. Nunca se sabrá porque, como fue dicho, Cúneo decidió prenderse fuego para que los del fuego lo dejaran de una vez de joder.

Aquel encuentro con Juan Gelman había tenido el día anterior horas de magia: con Patiño Correa fuimos todo camino adentro de la precordillera, en Puesto Lima, y comimos un chivito, y naturalmente bebimos vino oscuro sin mirar a quién. A la vuelta, desandando la montaña, había unas nubes gordas que reventaban a la orilla del camino, y el sol se estaba por ir. Detuvimos el auto, y allí mismo Juan Cedrón y los otros dos músicos (guitarra, violín y bandoneón) se pusieron a tocar.

Las fotos atraparon aquel pestañeo de eternidad: ahí está Gelman bailando a la intemperie con Zulema Katz (entonces compañera de Urondo). Ahí estábamos en racimo, al decir de Patiño Correa bailábamos valses y estábamos todos... Había mucho yuyo seco y piedras por allí. Puedo asegurar que las piedras, tan objetivas ellas, tan poco dadas a manifestar sus sentimientos, se pusieron a latir. Cosas que pasan cuando se produce la colisión de música, poesía, vino y corazones en estado de vida.

Era eso a mediados de la década del sesenta, ya dije. Soñábamos a raja cincha. No nos dábamos resuello en eso. No sabíamos lo que nos esperaba a la vuelta de la otra década. No teníamos tiempo para los presagios. Demasiado teníamos con vivir. Sí. Soñábamos a raja cincha. Y, por un casual, ¿no vamos a seguir soñando?

Dije de entrada que tenía el propósito de ponerme a conversar con la poesía de Juan Gelman. Y allá voy. Ya lo estoy haciendo, así en la tierra como en la tierra:

–¿Te puedo tratar de usted, Juan Gelman?

–¿Tu «corazón es de madera limpia?»

–Es de corazón, mi corazón.

–«Miro mi corazón hinchado de desgracias...»

–Pese a todo, pese a tanto, Juan, con nosotros el amor.

–«Somos los que encendimos el amor para que dure, para que sobreviva a toda soledad. Hemos quemado el miedo, hemos mirado frente a frente al dolor antes de merecer esta esperanza.»

–La esperanza, ¿un derecho o un deber? ¿Podemos, todavía, elegir?

–«Si me dieran a elegir, yo elegiría esta salud de saber que estamos muy enfermos, esta dicha de andar tan infelices.»

–¿Solo eso? ¿Nada más?

–«Si me dieran a elegir, yo elegiría esta inocencia de no ser inocente, esta pureza en que ando por impuro... este amor con que odio, esta esperanza que come panes desesperados.»

–Sin ánimo de nostalgia, Juan, de allá lejos, ¿qué imágenes le vienen?

–«El ojo pintado».

–¿De quién?

–Del «caballo de la calesita... Me vio tan solo que se fue conmigo.»

–Aquellos años podíamos conseguir milagros y si no, hacerlos. Nada nos costaba. A punto estuvimos de cambiar el mundo.

–«Bebíamos vino y escribíamos versos resplandecientes... el mundo era ancho, nuestro, no teníamos nada, lo teníamos todo como una juventud».

–No necesitábamos alzar banderas, Juan, éramos banderas andantes, galopantes.

–«Mi dios, qué bellos éramos silbando finalmente.»

–Para colmo de bienes, andábamos con la madre al alcance de los labios. Se acuerda, Gelman, por entonces se usaba nacer rompiendo madre con más de 5 kilos.

–«Nací con 5,5 kilos de peso», estuvo mi madre «36 horas en la cama dura del hospital hasta sacarme al mundo. Me (tuvo) todo el tiempo que (su) cuerpo me pudo contener. Habré querido no salir nunca de (ella)... Nunca me (puso) la mano encima para pegar; pegaba con (su) alma»... Ay, «¿dónde la cuerpalma umbilical? ¿dónde navega conteniéndonos? ¿Qué cuentas pago todavía?» Madre, «¿dónde me hijastre y amadré? ¿no podrías cesar en tu morir para decirme? ¿lluvia de abajo interminable? ¿te olvidás de las veces que no quise comer de vos? ¿cómo me habrás sufrido cuando salí de vos?» Madre, «¿y mi boca? ¿cuánta alma te chupó? ¿te fue fiesta mi boca alguna vez? ¿Ala yo, vuelo vos?» Ay, madre, «vientre que nadie puede repetir».

–El caso es que aquí estamos. ¿Y qué hacemos ahora, Gelman?

–«Fíjese en el pajarito, le ruego; fíjese en el arbolito, por favor.»

–Sólo alcanzo a ver un árbol, ese árbol. Y está triste, ¿por qué?

–Porque «ni un pajarito nunca cantó o lloró sobre ese árbol.»

–Ese árbol, pobrecito, me hace acordar, Juan, a un preso que una vez me dijo fíjese, yo sé leer y todo, pero nadie nunca me mandó ni una carta ni nada. Cosas, cosas tristísimas que pasan.

–Como que «a Dios lo encontraron muerto varias veces». Como que «a un hombre lo encontraron muerto varias veces. Con las manos abiertamente grises.»

–Demasiado tristeza para un solo muerto, me parece.

–«Si alguno va a pararse a decir que esto es triste, sepa que esto es exactamente lo que pasó; que ninguna otra cosa pasó sino esto bajo este cielo o bóveda celeste.»

–Otro más, que cayó con su cara sola y poca, ante el cielo total.

–«No hubo sollozos gritos flores sobre su corazón, sólo un pájaro bello que lo miraba fijo y ahora vigila su cabeza... El tiempo le trabajó la cara como un angelito.»

–El tiempo, ¿qué hacer con la paciencia del tiempo? ¿O será que al tiempo lo inventamos para distraernos mientras la absurdidad?

–«Hay quien vive como si fuera inmortal; otros se cuidan como si valiera la pena»... «¿Alguno sabe realmente qué hacer?»... «El sol no se detiene, la tierra no deja de girar, la máquina celeste sigue trabajando.»

–Y nosotros aquí. Acribillados a preguntas.

–«Mejor hubiera sido callar.»

–Callar, ¿quedarnos sólo con la tristeza?

–«Respira el pecho tristeza, arden los huesos con tristeza, yo me llamo tristeza... Peste del pecho es la tristeza.»

–Por un casual, Gelman, ¿se ha preguntado por qué?

–«¿Por qué bajo la gloria de este sol tristeo como un buey? ¿por qué crepito y lloro como cegado por un fuego y hago ruidos humanos bajo la gloria de este sol?»

–No hay interrogante que por interrogante no venga. Gelman, siga.

–«¿Adónde irá a parar tanta desolación, tanta hermosura?»

–Ha empezado a llover.

–«Llueve, mucho, mucho y pareciera que están lavando el mundo.»

–Está como para quedarse a escribir. Y ya imagina sobre qué.

–«Hoy, que llueve mucho, me cuesta escribir la palabra amor».

–¿Por qué?

–Porque el amor es una cosa y la palabra amor es otra cosa y sólo el alma sabe donde las dos se encuentran.»

–Puro misterio.

–«Como el silencio que hay entre dos rosas».

–Gelman, ¿en qué se quedó pensando?
–En «la rosa que amo».

–¿Qué pasa con esa rosa?

–«¿Cómo la cuido yo? ¿no le hago mal? ¿no la ajo? ¿no le corto los pies?» A la rosa que amo, «¿cómo no entristecerle la bondad?»

–Otra vez la tristeza.

–«La enorme tristeza manando, creciendo como un lago o mar entre un hombre y una mujer... Es enorme la tristeza que un hombre y una mujer pueden hacerse entre sí.»

–A ver si podemos hablar de otra cosa. Hablemos de mujeres.

–«Los besos del encuentro, los besos del adiós.»

–No hablemos al bulto. Hay mujeres que no cicatrizan. Hablemos de alguna de ellas.

–¿De «esa mujer (que) se parecía a la palabra nunca”?

–Justamente ella.

–«Desde la nuca le subía un encanto particular, una especie de olvido donde guardar los ojos; esa mujer se me instalaba en el costado izquierdo».

–Grave, cuando eso sucede. ¿Y qué fue de su organismo, Juan?

–«Dentro de mí estallaron ruidos secos, caían a pedazos la furia, la tristeza; la señora llovía dulcemente sobre mis huesos parados en la soledad.»

–¿Y cómo terminó esa tempestad?

–«Cuando se fue yo tiritaba como un condenado, con un cuchillo brusco me maté.»

–¿Y ahora?

–«Voy a pasar toda la muerte tendido con su nombre; él moverá mi boca por última vez.»

–No hay caso, hay mujeres que no cicatrizan.

–«Una adivinación, una catástrofe, un oleaje de olvido después de la ternura, un temblor como un presagio, una especie de culpa sin castigo... en la mitad de la noche me despierta, la oigo... ella prepara sus abismos... enciende su furor...»

–Así habla un «trabajador del amor». Hay que tener cuidado con ustedes, con nosotros.

–Sí, «cuidado, son (somos) terribles, aman como porfiados, quieren de pura voluntad y besan contra todo.»

–Bienaventurados, Juan, los terribles, porque últimamente se besa y no se besa, se besa tanto y tan poco, se besa meramente, sin arrojo, sin coraje, de la boca para afuera. Y es un crimen desbesarse.

–«Calor desobediente. Esto pasa todos los días. Tristeza manando.»

–¿Qué hacer mientras sucede el mientras tanto?

–«Hay que aprender a resistir. Ni a irse ni a quedarse, a resistir. Aunque es seguro que habrá más pena y olvido.»

–Mucho que hacer, Juan.

–«Va a haber que trabajar».

–Mucho que vadear, desmemoria adentro.

–«Va a haber que trabajar, limpiar huesitos.»

–Huesitos, criaturas desgajadas. Juan del alma, ¿por dónde empezar?

–«Ya que moría mañana me moriré anteanoche. Con un cuchillito fino voy a cavar el 76, para limpiarle las raíces a Paco, las hojitas a Paco...”

–Urondo, aquella sonrisa con el sol puesto.

–«Paco, clavado al suelo como una mula rota... Después le toca al 77, para encontrar los ojos de Rodolfo, como cielos terrestres fríos, fríos, fríos diseminados por ahí.»

–Paco, Rodolfo, Paloma, Bustos, Haroldo, Rubén, el Jorge Bonardell, infinitos, de a uno por uno... ellos, los pobres cuerpos, sin el alma de la piel: ¿qué de ellos?

–«Diseminados por ahí.»

–Ellos, Juan, ciegos de saliva: ¿qué de ellos? Ellos, arrancados, expulsados de todo pulso, más que desnudos, desmantelados del fragor de la sangre: ¿qué de ellos, qué de ellos sin ellos? ¿Qué de ellos sin habla, sin presentimiento, sin pálpito? ¿Qué de ellos, sin mirada en la mirada, pobrecitos, ni tibios? ¿Qué de ellos, Juan Gelman, habitando tanta desolación inexplicable?

–Sí, «va a haber que trabajar, limpiar huesitos, que no hagan negocio con la sombra desapareciendo, dejándose ir a la tierra ponida sobre los huesitos del corazón, compañeros dénme valor... Queridos compañeros, moridos en combate o matados a traición o tortura, no los olvido aunque ame a una mujer, no los olvido porque amo, como ustedes mismos amaron una vez ¿se recuerdan? Inmortales brillaban ustedes contra el dolor, contra la muerte...»

–Por algo será. Por algo será que la tierra pega semejantes gritos. Y Dios –eso que se nombra así– siente frío, tanto frío, que se parece a los hombres, que se parece a los hombres. Y entonces, Juan, la nuca de Dios necesita de otro Dios que a su vez lo abrigue, que le apacigue las preguntas. Porque a esto no lo entiende ni Dios.

–¿Y «si los sustantivos estuvieran equivocados? ¿si la palabra esqueleto no fuera un esqueleto? ¿si el esqueleto fuera un perfume o música que va a la fiesta abriéndose en una esquina del sur? ¿si el esqueleto frente a frente fuera un árbol? ¿los compañeros descansando en sombras de donde van a volver?»

–¿Y si no fuera cierto, Juan, lo que parece mentira? ¿Y si la vida se desviviera? ¿Y si el latido se pusiera pulso? ¿Y si la tierra por fin?

–«Sola estás, tierra, de los compañeros que ahora encerrás y deshacés. ¿Oís cómo se desocupan lentamente del amor que les queda?»

–Como para que no grite, Juan, la tierra. Sí que grita, mordida numerosamente en lo más remoto de su conciencia. Grita la tierra sin descender al ruido: cada árbol que estalla vertical es un grito suyo. En verdad, no hay nada que hacerle, la tierra vive alzada. Por ellos.

–Ellos: los «hermanitos que tuví y perdí... pulsos derramados, golpeando el asco... Nada piden para sí, van desnudos, sangran mundo, esperan que empecemos otra vez”.

Posdata

Gelman, cómo no te ibas a llamar Juan.
La música de una sola sílaba, arrojada.
¿Podría ser ahora, Juan, que suspendiéramos toda palabra dicha en voz alta, dicha en grito o dicha en escritura?
¿Podría ser que nos diéramos aquí mismo un abrazo a pleno sol en la plena noche?
¿Un abrazo fuerte pero sin dejar de caminar?
¿Un abrazo fuerte pero sin dejar de sembrar de memoria el presente?
¿Un abrazo fuerte, Juan, de los que duelen, pero sin dejar de semillar de memoria el futuro que nos parió? (ANC-UTPBA).

(*) Texto del libro “Argentinos en la Cornisa”, de Rodolfo Araceli.
(**) Periodista y escritor.

# Texto del libro “Argentinos en la Cornisa”, de Rodolfo Braceli.