Entre ellos, el discurso de la domesticidad asentó los parámetros de la sociedad industrial moderna. En el contexto de la sociedad industrial liberal, marcó las creencias y valores asociados con la diferencia sexual justificando el poder masculino y la subalternidad de las mujeres. Simone de Beauvoir denunció este hecho como “el segundo sexo” con identidad construida en función del valor, “el otro sexo”.

Los espacios divididos de hombres y mujeres produjeron la exclusión del espacio público de estas últimas, posición que explica la resistencia al sufragio femenino y las dificultades para lograr la paridad de género en la representación política.

Se produjo una reformulación del discurso de género en términos de un nuevo prototipo femenino, en el Siglo XX, pero no cambió el eje central de la maternidad como pilar de la identidad femenina naturalizando su rol.

A principios del Siglo XXI el Estado ya no da cobertura legal a la discriminación de las mujeres, pero, ¿podemos afirmar que cuestiones como la tendencia de asignar a las mujeres la atención a hijos y ancianos; la lentitud de la inserción igualitaria de los varones en el espacio doméstico y sus trabajos, las actitudes discriminatorias hacia las mujeres en el trabajo- a pesar de mejores curriculums académicos- o el déficit de mujeres en puestos de responsabilidad pueden obviar una explicación en clave de la persistencia de elementos del discurso de domesticidad?

Pensamos que es preciso plantear una reflexión al discurso de género del Siglo XXI que, a pesar de su capacidad de adaptación a los cambios culturales, aún no se asienta del lado de la igualdad, reflexión que también incluye al lenguaje.

Las personas comunican sus sentimientos, valoraciones e interpretaciones de la realidad por medio de las palabras.

El uso del género masculino para referirse a personas, pone al descubierto el mayor poder y prestigio de los varones en casi todas las sociedades.

No siempre nos detenemos a pensar en esto cuando la palabra “hombre” incluye a varón y mujer, o la palabra “niños” nombra a varones y nenas.

Este uso, aparentemente inofensivo, invisibiliza a las mujeres y no da cabida a sus experiencias y vivencias en todas las actividades en que participan conjuntamente.

Si nombramos a un paisaje, a una sonata, a un tipo de viento y resaltamos su existencia las individualizamos.

Por el contrario, las personas o cosas que no se nombran permanecen ocultas como telones de fondo.

Aún opera la percepción de la mujer como propiedad del varón en noticias periodísticas o publicidades.

Si se trata a las trabajadores de “señoritas” o a las sindicalistas de “féminas”, se las está desvalorizando como trabajadoras y banalizando su participación en acciones públicas a favor de las trabajadoras y los trabajadores.

Los medios de comunicación y la palabra escrita amplían la influencia del lenguaje. Los libros, las revistas, la radio, la televisión, transmiten cotidianamente creencias, valores y actitudes que pueden llegar a configurar nuestras concepciones del mundo y nuestra percepción de la realidad.

Con la fuerte incorporación de la mujer en todos los espacios de la vida social-política y cultural han surgido nuevas palabras destinadas a nombrar esa realidad.

“Embajadora”, ya no quiere decir “esposa del embajador” sino “una representante de su país en otro”. Con la feminización de todas las profesiones, promovida, por los movimientos de mujeres y refrendados por la UNESCO, consideramos correcto decir “abogada”, “ingeniera”, “jueza”, “senadora”, entre otras.

Jerarquización del poder, discursos, sexismo en el lenguaje, legitimación mediática de las mujeres, conceptos revisados durante el seminario, consiguieron abrir nuevos interrogantes.

Nosotras como trabajadoras de la educación, sabiendo que la escuela es un “formador de subjetividades” entendemos la necesidad, desde nuestra practica cotidiana en una organización sindical, de generar espacios de reflexión, debate y capacitación, de compañeras y compañeros, desde una perspectiva de género en igualdad de oportunidades.

Ser mujer y ser varón es una construcción social aprendida, en el devenir del intercambio con el “otro”, una mirada crítica, abierta y libre de estereotipos, puede colaborar con la construcción de una escuela y una sociedad más democrática y más responsable.