El ruido de las ruedas girando sobre el asfalto se hace cada vez más fuerte, hasta que se apodera del lugar.

En la esquina de O´Higgins y Manuela Pedraza, en Núñez, estacionan los changuitos y en medio de la multitud está el motivo que incentiva la convocatoria: una gran olla.

Es junio, un lunes frío del invierno argentino del 2002, ocho integrantes de la Asamblea de Vecinos Núñez - Saavedra se paran detrás de la ofrenda y les piden a los cartoneros que formen fila.

Justo en la esquina, sobre una pared gris que está a espaldas de los vecinos y ante los ojos cartoneros, se lee: “Con la democracia se come, se cura y se educa”. Los comensales van avanzando, se van acercando a lo que para muchos es su única alimentación diaria, y esa profecía alfonsinista expresada cuando la ilusión de la justicia social parecía tangible, se hace cada vez más nítida frente a sus ojos y más difusa en su realidad.

Esta ceremonia, esta comunión entre cincuenta argentinos, se daba todos los lunes. Cuando la crisis estalló, hace ya un lustro, una parte de la clase media se organizó en asambleas y tuvo –por primera vez- contacto con quienes padecían las consecuencias de 25 años de un modelo económico orientado a la concentración de la riqueza y el desempleo.

En el intento de solucionar la cobertura de las necesidades básicas de la mitad de la sociedad, las ollas populares, la separación de residuos y las viandas para el cartonero de la cuadra, se hicieron rutina.

Moda de cartón

Ayudar a los cartoneros, filmar a los cartoneros, escribir sobre los cartoneros, darles un sándwich a los cartoneros, separarle la basura a los cartoneros, poner en subasta a los cartoneros, era lo in. El discurso represivo deja de escucharse y se pone de moda; es bien visto apoyar “la causa cartonera”.

Una encuesta publicada por el diario Página/12 refleja que el 90 por ciento de los porteños tiene una actitud favorable ante este nuevo fenómeno social, y una revista de moda los identifica como símbolo de “identidad nacional”.

“Quinientas familias de Palermo clasifican la basura para los cartoneros”, informaba un titular de octubre de 2002. La solidaridad entre los argentinos emocionaba, se creía que era un quiebre, una etapa de concientización y transformación.

“Prefiero facilitarles la tarea antes de que rompan las bolsas y quede desparramada la basura por toda la vereda”, explicaba, unos párrafos más abajo, una macanuda propietaria de un departamento que está en las alturas de ese verde barrio.

Muchos les daban comida; hasta Mirtha Legrand almorzó con varios de ellos. Los sentó en las sillas de pana, ante la mesa de madera de roble y los hizo llevarse a la boca unos finos bocadillos transportados por cubiertos de plata.

"Hay gente que come de la basura”, aseguró, en medio de la conversación televisiva, María Julia Navarro (cartonera de Villa Soldati de 54 años) y le contó a la Chiqui que el padre de sus cuatro hijos era alcohólico y le pegaba. "Yo viví en casas tomadas, me desalojaron y estuve diez años bajo un puente", recordó, y la diva de los almuerzos le preguntó: "¿Nadie te veía?". "Hay mucha gente que vive así", apuntó Cristina (de la cooperativa El Ceibo) y la conductora replicó: "Me da mucha rabia porque yo pago muchos impuestos”.

Pero la moda de cartón no limitó su expansión al territorio argentino. Muchos artistas y estudiantes extranjeros venían a observar la vida de los cartoneros, y se creó un comercio que convirtió a la miseria en arte.

¡Subasta on line de los objetos de los cartoneros del Tren Blanco! Un holandés se llevó de la Argentina 64 objetos (desde juguetes y tupperware hasta filmadoras viejas y platos) encontrados por los cartoneros entre los desperdicios de Belgrano, Colegiales y Villa Urquiza; grabó las voces de los recolectores y las puso en venta en la Web.

Se escribieron tangos dedicados al oficio de los “recuperadores urbanos”, se organizaron congresos y debates, y hasta se aprobó una Ley que pretendía regular la actividad.

Infancia corrugada

Cinco de Octubre de 2002: La ley Nº 992 crea el Programa de Recuperadores Urbanos y Reciclado de Residuos Sólidos en la Ciudad de Buenos Aires (PRU). “Esta propuesta está destinada a crear las bases de una política pública orientada a consolidar la recuperación y el reciclado en la Ciudad, mejorando las condiciones y medios de trabajo de los recuperadores urbanos y fortaleciéndolos como actor social y agente económico. Al mismo tiempo, se pretende favorecer la práctica de separación domiciliaria y fortalecer los circuitos de reciclado sin afectar la limpieza e higiene urbana”, la describe bondadosamente el Gobierno de la Ciudad.

A pocos meses, el juez en lo contencioso administrativo Augusto Kersman, la declaró inconstitucional porque -entre otras atrocidades- esta regulación amparaba el trabajo infantil.

“El Gobierno de la Ciudad deberá darles a los chicos de entre 15 y 17 años, que trabajan como cartoneros, la opción de abandonar la actividad para estudiar con una beca escolar más un subsidio que iguale lo que ganan recogiendo basura por las calles”, ordenó.

La sentencia también establecía la "caducidad inmediata" de las credenciales de cartoneros que se le hubiesen otorgado a menores de 14 años. Oficialmente, habían reconocido que 128 chicos de entre 15 y 17 años habían sido inscriptos como cartoneros y que, de ellos, “a sólo 57 se les entregó su credencial”. Sin embargo, la opositora denunciante Patricia Bullrich aseguraba que los menores registrados como cartoneros llegaban a 1.700, y la calle sustentaba su afirmación.

Economía de papel

Esa norma también promete fortalecerlos “como actor social y agente económico”. Cuando aprobaron la reglamentación, el cartón cotizaba 15 centavos y el papel blanco 29 el kilo. El metal, dos pesos el kilo. Al año, los recuperadores urbanos se habían duplicado y las cotizaciones de lo recolectado bajaban un 50 por ciento.

Cuando la desocupación y la subocupación alcanzaban a casi seis millones de personas, la recolección de papel y cartón se transformó en la vía de ingresos de 154.000 personas. Pero aún en ese sector, las diferencias entre lo que perciben los que recogen los papeles de la calle y sus intermediarios es más del doble. Y el precio final del papel reciclado es diez veces superior a lo que percibe el cartonero.

Mientras los cartoneros cobran entre 15 y 20 centavos por kilo de cartón reciclable, los depósitos chicos ganan 50 centavos y los grandes acopiadores 56. La brecha se vuelve a abrir para que entren más intermediarios y el precio mayorista del kilo de cajas de cartón corrugado llega a 2,6 centavos.

La distancia entre unos y otros es aún mayor si se toma en cuenta el nivel de concentración del negocio. Tres empresas: Zucamor, Smurfit Argentina y Cartocor participan del 50 por ciento de las ventas totales de un negocio que -según una investigación realizada por el Ente Único Regulador de Servicios Públicos de la Ciudad- generaba unos cien millones de pesos anuales en plena crisis.

Miradas de plástico

A pesar de lo que podrían suponer quienes no tuvieron que salir a arrastrar el carro, un relevamiento realizado por el Gobierno porteño a fines del 2002 demostraba –sobre mil casos encuestados- que la mayoría de los cartoneros había ingresado a esa actividad durante ese año.

“Yo me había comprado el caballo porque después de quedarme sin laburo en la construcción, me ilusionaba con ser el verdulero ambulante del barrio; pero nunca se dio y tuve que salir a revolver las bolsas de basura”, recuerda Francisco Monzón en el Bajo Flores y confiesa que, al principio, le daba vergüenza salir con el carro, y por eso iba por las calles más oscuras.

Son argentinos que tuvieron que salir a recolectar trabajo, ha reciclarlo, cuando lo convirtieron en basura. Son el ejército de desocupados que perdió con la desregulación laboral, con las privatizadas, con la concentración de la riqueza.

Ya no almuerzan con Mirtha Legrand; en Palermo la basura volvió a estar mezclada y dejaron de ser protagonistas de galerías de arte. Pero el silencio común en la noche de los lunes, los martes, los miércoles, los jueves, los viernes, los sábados y los domingos se sigue interrumpiendo.

El ruido de las ruedas girando sobre el asfalto se hace cada vez más fuerte y se apodera de la Ciudad. Pero en la esquina de O´Higgins y Manuela Pedraza, en Núñez, no hay bullicio, no hay convocatoria, no está la olla. Los changuitos no paran; le pasan de costado a la pared gris y siguen de largo hasta la estación del Tren blanco.

# Agencia Joven de Noticias ISA (Argentina)