Cada año se presentan en México, al menos, 20 mil nuevos casos de trastornos de la alimentación sólo entre adolescentes. La cifra total de quienes padecen alguno de estos males es un enigma. A pesar de la emergencia, el sistema nacional de salud no tiene estrategia alguna para enfrentar el problema. Ni siquiera cuenta con estadísticas confiables y actualizadas
“Un enemigo… para mí, la comida es mi peor enemigo…”
“No puedo parar: quiero seguir bajando; peso 40 [kilos] y voy por los 35, y luego voy a querer pesar 30…”
“Sé que esto no tiene cura, a lo que puedo aspirar es a aprender a vivir así…”
En entrevistas por separado, todas las pacientes coinciden: en su infancia o adolescencia sufrieron burlas –varias de ellas “amistosas”, de seres queridos– por pesar más de lo que señalan los mediáticos cánones de belleza; en algún momento fueron segregadas o menospreciadas; se sintieron culpables y despreciables por su talla…
Al principio, algunas de ellas también reían de las bromas que en sus círculos más cercanos, incluso familiares, les gastaban: “Tú no te avientes a la alberca porque vas a sacar toda el agua”. Los dichos, casi inocentes, de camaradería, escondían una violencia social que, cuando se hizo más explícita y directa, no pudieron soportar. Otras sufrieron de un rigor y disciplina excesiva; les exigían demasiado; en su infancia les impusieron altas metas sociales y les inculcaron que entre más esbeltas, más hermosas y exitosas. Si gordas, feas y fracasadas… e indignas de la familia o el círculo social.
Todas fueron echadas al peor de los infiernos, del cual aún no pueden salir: donde los estragos de la tortura, antes de ser físicos, son emocionales, sicológicos y de orden siquiátrico.
Claudia Unikel Santocini es doctora en sicología y se ha especializado en trastornos de la conducta alimentaria. Señala que el desarrollo de este tipo de trastornos es “multideterminado” o multifactorial, pero es claro que está presente “una presión sociocultural que se ejerce a través de los medios de comunicación, y también de la familia, los compañeros de la escuela o del trabajo”.
Investigadora en ciencias médicas, nivel D, adscrita al Instituto Nacional de Psiquiatría Ramón de la Fuente, Unikel Santocini apunta: “Esa presión sociocultural está en todas partes. Nadie se salva de eso. La cuestión es que hay gente que tiene ciertas características que hacen que esa presión desarrolle la enfermedad”. Se refiere a factores de tipo social, biológico, familiar, sicológico.
Unikel, designada por la Secretaría de Salud del gobierno federal para hablar con Contralínea acerca de los trastornos de la conducta alimentaria que se padecen en México, explica: “Si tengo una familia donde se le da mucha importancia a estar delgado; si mis compañeros de trabajo o la escuela todo el tiempo se están comparando y me están criticando por ser el gordito; y además tengo características individuales como ser perfeccionista, pues tengo muy altas probabilidades que desarrolle el trastorno. No a cualquiera le va a dar, sino a aquella persona que se encuentra en un nivel de vulnerabilidad”.
En el sector público, los trastornos de la alimentación se atienden en el Instituto Nacional de Nutrición y Ciencias Médicas Salvador Zubirán y, por tratarse de un asunto de la conducta o el comportamiento, principalmente en el Instituto Nacional de Psiquiatría Ramón de la Fuente.
“¡Hasta se me ven los huesos! Voy por más…”
“Me baño varias veces al día, porque siento mi cuerpo con mucha grasa…”
“Mi mente funciona todo el tiempo con base en la comida y el espejo: cuánto comí, qué tendré que comer al rato, empiezo a sufrir por cómo le voy a hacer para no comer; cómo me queda este vestido, qué dice la báscula…”
Los testimonios recabados dan cuenta de un desorden de tipo emocional, sicológico, siquiátrico y biológico.
“El deseo de bajar de peso se vuelve obsesivo, sobre todo cuando no lo requieren”, explica Unikel Santocini. Buscan lograrlo a como dé lugar: restringiendo alimentos específicos o grupos alimenticios, o cancelando alguna de las horas de comida: desayuno, comida o cena; aislándose y cayendo en depresión.
Carmen Piña es sicóloga, terapeuta especializada en el tratamiento de las adicciones y directora clínica del centro de rehabilitación Caminar Segura. Explica que, a veces, se confunden los trastornos de la alimentación con depresión. Pero los trastornos de la conducta alimentaria se identifican “cuando se tiene un problema con la imagen: les da miedo engordar”; y, generalmente, las pacientes padecen de una distorsión de su propia imagen. Se miran más robustas de lo que en realidad son.
México, a ciegas
Los trastornos de la conducta alimentaria (también llamados en algunos documentos médicos trastornos del comportamiento alimentario o alimenticio) son la anorexia, la bulimia y los trastornos alimenticios no especificados (tane), entre estos últimos destaca el trastorno por atracón. Todos pueden ser de dos tipos: restrictivo, cuando prevalece la poca o nula ingesta, o purgativo, cuando prevalecen las técnicas de expulsión de lo ingerido.
El Diagnóstico sobre la mujer en México a partir del ámbito de la salud: trastornos de comportamiento alimentario (anorexia y bulimia), define a estos trastornos como “enfermedades crónicas y progresivas que, si bien se manifiestan a través de la conducta alimentaria, aluden a una gama compleja de síntomas en los que se conjugan factores biológicos, psicológicos, familiares y sociales, de ahí la complejidad para comprender y atender este problema de salud pública, que afecta sobre todo a niñas y mujeres”.
Este documento –fechado en julio de 2013 por el Centro de Estudios para el Adelanto de las Mujeres y la Equidad de Género (CEAMEG), de la Cámara de Diputados– agrega que los trastornos de la conducta alimentaria “tienen su origen en causas psicológicas asociadas a experiencias particulares donde el entorno cultural y familiar de quienes lo padecen es determinante”.
Advierte que “la anorexia se caracteriza por una pérdida de peso elevada (de 15 a 45 por ciento) debido al seguimiento de dietas extremadamente restrictivas o bien al empleo de conductas purgativas (vómitos, ejercicio físico en exceso, consumo de laxantes). Las personas que padecen esta enfermedad presentan una alteración de su imagen corporal, sobreestimando el tamaño de cualquier parte del cuerpo”.
Con respecto de la bulimia, el estudio de la CEAMEG –cuya autora es la investigadora Mercedes Estrada Bernal– expone que “las personas que padecen bulimia experimentan ataques de voracidad en los alimentos, seguidos de ayunos o vómitos para contrarrestar la ingesta excesiva, uso de laxantes para facilitar la evacuación, preocupación excesiva por la imagen corporal y sentimientos de depresión, ansiedad y culpabilidad por no tener autocontrol”.
Con respecto del trastorno por atracón, el documento explica que se presenta “cuando se produce una sobreingesta compulsiva de alimentos. Después del ataque de glotonería aparece una fase de restricción alimentaria en la que baja la energía vital y se siente la necesidad imperiosa de comer. Una vez que se inicia otra sobreingesta, disminuye la ansiedad, el estado de ánimo mejora, la persona reconoce que el patrón alimenticio no es correcto y se siente culpable por la falta de control, aun así la persona con este trastorno continúa con este comportamiento a sabiendas que le causa daño a su salud”.
Citlali Gurrola es licenciada en nutrición y coordinadora del Área de Nutrición del centro de rehabilitación Caminar Segura. Por más de 8 años ha tratado exitosamente estos trastornos, a los cuales define como “desviaciones de los hábitos saludables de alimentación”.
Estas desviaciones provocan que, por ejemplo, “al paciente le da miedo comer acompañado, empieza a mentir y sufre con las reuniones y convivencias sociales, que generalmente implican compartir alimentos”.
Otro documento del CEAMEG, publicado en mayo pasado, titulado Anorexia y Bulimia en México, destaca que en este país cada año se registran 20 mil nuevos casos de bulimia y anorexia sólo entre adolescentes. Y aunque los trastornos de la alimentación también pueden ser padecidos por hombres, el 90 por ciento de las personas que los padecen son mujeres.
El sector población con mayor prevalencia de anorexia y bulimia son las adolescentes de entre 14 y 19 años.
El documento se publicó en este 2016, pero todos los datos se basan en la Encuesta Nacional de Salud 2012. Otras cifras que arroja esta encuesta son que el 95 por ciento de los casos de anorexia y bulimia se desarrollan a partir de hacer una dieta estricta. Además, estima que entre la población universitaria, entre el 19 y el 30 por ciento de las mujeres presenta algún tipo de trastorno del comportamiento alimentario, sin presentar la totalidad de síntomas.
La incidencia se incrementa entre las mujeres deportistas, pues el 62 por ciento de ellas –como gimnastas olímpicas, bailarinas de ballet o patinaje a nivel profesional– padece un desorden alimenticio.
Con respecto de las posibilidades de recuperación, las estadísticas de la Encuesta Nacional de Salud mencionada señalan que el 57 por ciento de los adolescentes enfermos puede llegar a tener una vida normal con tratamiento médico, aunque no desaparece por completo el problema; el 40 por ciento tiene una cura total; el 3 por ciento fallece. Además, durante los últimos 20 años los trastornos alimentarios aumentaron 300 por ciento en México.
A pesar de las cifras, no se ha realizado un estudio más reciente que, además, se enfoque específicamente a medir estos trastornos y no sólo entre adolescentes o jóvenes.
La situación se vuelve más preocupante cuando se advierte que en México no existe una política pública específica para enfrentar los trastornos de la alimentación. “Para la obesidad sí hay programas y campañas”, destaca la sicóloga Carmen Piña. En efecto, el sector salud en su conjunto (la Secretaría de la Salud federal, el Instituto Mexicano del Seguro Social, el Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado y las secretarías de salud estatales) mantiene una campaña permanente para prevenir y combatir la obesidad y enfermedades relacionadas, como la diabetes.
En contraste, señala el Diagnóstico del CEAMEG, “lo que sí parece constituir una preocupación en la agenda de política pública es el problema de la obesidad, acerca del cual se reconoce en los instrumentos marco de política pública como un fenómeno (epidemia) que genera problemas importantes de salud en gran parte de la población en México. La obesidad se encuentra plenamente identificada como un problema de salud pública que ha crecido de manera significativa en México”.
La indolencia de las instituciones de salud mexicana ante la emergencia de trastornos de la alimentación se observa en el propio Plan Nacional de Desarrollo 203-2018, en el que “no es posible encontrar de manera explícita alguna alusión específica referida a los trastornos de la conducta alimentaria”, apunta el CEAMEG en su Diagnóstico.
Recalca: “esta problemática social que alcanza dimensión de urgente en salud pública no se alcanza a identificar, y menos de manera articulada en el conjunto del marco de las políticas públicas o programas presupuestarios orientación de género, así como tampoco es posible encontrar programas presupuestarios con acciones específicas orientadas a la prevención y atención de la anorexia, la bulimia, y el atracón, y cuya población objetivo son prioritariamente las niñas y las mujeres”.
Esta ausencia de políticas de Estado para enfrentar el problema se ha traducido en que tampoco se cuente con especialistas suficientes tanto para atender a los pacientes como para generar investigación médica al respecto.
“Hay poca gente realmente especialista”, considera Claudia Unikel Santocini. En un país con 120 millones de habitantes, “cuento con las manos los grupos que hay: aquí en el Instituto Nacional de Psiquiatría, en el Instituto Nacional de Nutrición y en la Facultad de Estudios Superiores Iztacala de la UNAM [Universidad Nacional Autónoma de México] y la gente que está en las clínicas privadas, pero no todos hacen trabajo de investigación: nada más dan tratamiento”.
Por otra parte, los datos de la Tercera Encuesta Nacional sobre Exclusión, Intolerancia y Violencia en las Escuelas de Educación Media Superior, realizada por la Secretaría de Educación Pública (SEP) en 2013, señalan que el 25 por ciento de las mujeres encuestadas entre los 15 y los 18 años de edad ha dejado de comer por 12 horas por medio a engordar; mientras que el 1 por ciento de los varones recurre al ayuno como método contra la obesidad o el sobrepeso.
Además, el 28 por ciento de las mujeres y el 18.6 por ciento de los hombres encuestados han tomado pastillas para bajar de peso. Y 10 por ciento de las personas encuestadas ha vomitado también para perder peso.
Por su parte, el Sistema Único de Información para la Vigilancia Epidemiológica (SUIVE), de la Dirección General de Epidemiología de la Secretaría de Salud, pudo detectar que, en 2014, la incidencia de anorexia y bulimia en México fue de una tasa 1.45 casos por cada 100 mil habitantes.
Pero se trata de los casos que se pueden contabilizar porque los pacientes se atendieron y se les diagnosticó alguno de los trastornos de la alimentación. Un número indeterminado no se diagnostica y otro, aún más grande, ni siquiera se atiende.
A nivel internacional, la Organización Mundial de la Salud señala a los trastornos alimenticios como la tercera causa de muerte entre adolescentes, solamente después de los accidentes de tránsito y la adicción a las drogas.
Las especialistas coinciden en que los prejuicios y la escasa información entre la población, y aun entre la comunidad médica, provocan que se diagnostiquen tardíamente estos males. La consecuencia de esto es que los pacientes tengan menos posibilidades de recuperación.
Ya el Programa Nacional para la Igualdad entre Mujeres y Hombres 2009-2012, advertía tímidamente del problema sanitario que se cernía sobre México.
“La presencia de estereotipos y condicionantes sociales sobre la autonomía y toma de decisiones de las mujeres convierten el tema de la salud en una cuestión de género, pues impactan en sus decisiones de salud reproductiva o son potenciadores de desórdenes alimentarios, como la anorexia nerviosa y bulimia.”
El estudio Epidemiología de los trastornos de la conducta alimentaria en una muestra representativa de adolescentes, elaborado por Corina Bonjet, Enrique Méndez, Guilherme Borges y María Elena Medina-Mora, investigadores del Instituto Nacional de Psiquiatría, arrojó que la prevalencia de anorexia entre los adolescentes de la Ciudad de México es del 0.5 por ciento; de bulimia del 1 por ciento y del trastorno por atracón del 1.4 por ciento.
Los resultados fueron publicados en la edición de noviembre de 2012 en la revista científica Salud mental, y se basaron en la Encuesta mexicana de salud mental adolescente. De quienes padecen estos trastornos, entre el 83 y el ciento por ciento reportan discapacidad. Y la totalidad de quienes padecen anorexia y la mitad de quienes padecen bulimia y atracones, padecen discapacidad grave.
“Sin embargo, ni una cuarta parte con uno de estos trastornos ha recibido tratamiento a pesar de la discapacidad que generan”. Además, “hay mayor prevalencia de trastornos comórbidos, conducta suicida y adversidades psicosociales en jóvenes con trastornos alimentarios que en aquellos sin ellos.”
Este estudio, también parcial de la realidad mexicana advierte que “estos trastornos tienen un impacto importante en la salud pública por su interferencia en el funcionamiento cotidiano, su comorbilidad psiquiátrica, las consecuencias sumamente nocivas para la salud física (tales como complicaciones gastrointestinales, endocrinológicas, dermatológicas, cardiovasculares y pulmonares) y su elevado riesgo de mortalidad”.
Daniela: anorexia
Citlali Gurrola explica los primero síntomas de la anorexia. “Empieza por una preocupación de la imagen corporal, del peso o, incluso, algún problema emocional: si no te gusta tu imagen, si estás inconforme. Puede empezar por dejar de comer lo que se considera peligroso: tortillas de harina, grasas, refrescos. Pero ocurre una desviación: tu mente ya no empieza a ser razonable; ocurren sentimientos de culpa cuando se ingiere alguno de estos alimentos y empiezan progresivamente a abandonar todos.”
Agrega que, incluso, “muchos empiezan a hacerse vegetarianos, adoptan ciertas culturas hasta que al final nada más consumen agua, y de aquella que no tenga calorías… o ciertos jugos, nada más para mantenerse. Nunca van a tener un peso lo suficientemente bajo, según ellos, y no paran en su empeño de dejar de consumir alimentos”.
Eso le pasó a Daniela.
Cuenta 20 años de edad. “Un día –hace 3 años– me desmayé”. Volvió en sí en una cama de hospital y tuvo que aceptar que padecía un trastorno de la conducta alimentaria. El médico le dijo que había llegado con una depresión severa del sistema inmunológico. Culminaba un proceso degradante iniciado a los 12 años, cuando harta de menosprecios y en búsqueda de un lugar en su círculo social, decidió iniciar una dieta para bajar de peso. Cuando despertó en el hospital, llevaba días con náuseas, dolor de cabeza, desmayos, fatiga y dolor de estómago. Sabía que sus dolencias estaban relacionadas con su escasa alimentación, pero no comer valía la pena. Eso creyó.
Desde los 12 años, poco a poco, dejó de comer. Logró –aún así lo relata– “dejar de necesitar” la comida. Se mantenía con agua y pequeñas porciones de fruta que, en un día, no significaban ni la mitad de una manzana.
Los primeros meses se sintió aceptada e, incluso, admirada. Tuvo su primer novio y todo parecía un sueño hecho realidad. Aficionada al ejercicio intenso y al ballet y aplicada en sus estudios, pronto tuvo que abandonarlo todo: ya no tenía energía para nada. Y ya no podía parar, quería seguir adelgazando; era un reto o, peor, un vicio; demostrarse que la próxima semana que se subiera a una báscula pesaría 5 kilos menos. Y comenzó a aborrecer la carne; luego, las verduras. Y por días sólo ingirió agua y laxantes.
Contaba con 35 kilos y quería llegar a pesar sólo 30. Tocó fondo. En el hospital le dijeron: o te atiendes del mal que padeces o te mueres. “Y estuve pensando en dejarme ir; sentía que era más fuerte mi obsesión por no comer”.
Decidió dar la lucha por recuperarse. Y se encontró con incomprensión e incapacidad. La mandaron con nutricionistas y sicólogos. Pero le era imposible atender las recomendaciones de estos profesionales. Regresó a esconder y tirar la comida, laxarse y hundirse en la depresión.
Karina: bulimia
“Por lo general, en la bulimia nervosa la persona tiene peso normal o, incluso, sobrepeso”, explica Unikel Santocini. La paciente va a tratar de dejar de comer pero, por sus características de personalidad, no va a poder mantenerse bajo una restricción de alimentos. Luego de que coma tratará de compensar lo que considera un daño, vomitando o purgándose mediante laxantes o el ejercicio en exceso.
“Padece un efecto en la autoestima que le dice que no sirve para nada, ni para hacer una dieta; y se debate entre ciclos de abstinencia, atracón y vómitos o purgantes”, explica Unikel. Retrata el caso de Karina.
Con 35 años de edad, Karina dice que le es difícil salir a la calle “y verme con este peso”. Contiene el llanto. Respira. “Es un reto de todos los días levantarme, verme al espejo y tener que salir así a la calle”, dice mientras observa su cuerpo con desilusión. Las lágrimas le escurren. “Es algo que tengo que aprender a manejar”, dice entre sollozos.
Proviene de una familia de alto poder adquisitivo. Creció con su familia paterna. Su abuela, severa, le exigía una talla esbelta, como los demás miembros de su familia. Ahí le empezaron a restringir la comida. Pasaba hambre.
Luego vinieron sus días del colegio, donde sólo las alumnas que los maestros consideraban hermosas podían integrar el grupo de porristas de la institución. No tenía opción. Estaba obligada a pertenecer a ese equipo y destacar. Comenzó a vomitar e ingerir laxantes… lo hizo por más de 2 décadas.
Llegó a ingerir diario 30 pastillas laxantes en jugo de naranja. El rostro se le ilumina y sonríe al decir que entonces pesaba 45 kilos y que era muy popular: siempre estaba rodeada de compañeros y compañeras. Pero, en su soledad, era sumamente infeliz.
La crisis reventó y desarrolló otras afecciones provocadas por la bulimia. “Tengo diagnosticado trastorno bipolar, lo que vino e cambiar completamente mi vida porque… mmm… pues… tengo muchas oscilaciones del estado de ánimo, problemas graves en el riñón, sufro taquicardias, ausencias de memoria graves; perdí muchas piezas dentales por parte del vómito… a nivel de la flora intestinal, pues tengo úlceras importantes también por el vómito… padezco infecciones vaginales recurrentes por todos los cambios de PH [potencial de hidrogeniones, que mide los niveles de alcalinidad y acidez]… qué más… podría seguir”, dice entre suspiros.
Dejó a su familia paterna y buscó ayuda. Sus parientes siguen presionando para que se mantenga “esbelta”. Recibió atención en hospitales privados y públicos. Ningún tratamiento le había funcionado. Terminaba por abandonarlos todos.
Cuenta con 40 años de edad; es profesionista y labora para una embajada. Vive con este trastorno desde hace, al menos, 20 años. Sufrió de mal diagnóstico y por casi 2 décadas no contó con la atención adecuada. Después de años de tratarse con sicólogos y siquiatras, ella misma se dio cuenta que tenía un problema distinto. Escuchó por radio a la doctora Unikel, apuntó sus datos y le contó su caso. El tratamiento llegó tarde para erradicar de manera completa el mal pero tiene la confianza de que podrá hacer una vida normal.
“Lo que padezco, como los demás trastornos alimenticios, no me parece que sea algo que pueda erradicarse; es algo con lo que se aprende a vivir”.
La entrevista se realiza en un restaurante del centro de la ciudad. Constantemente observa su limonada. Sorbe apenas y continúa.
“Desde los 20 años había tenido una crisis de ansiedad muy fuerte y me dijeron que probablemente está relacionada con una cuestión de depresión. Empecé a ir a terapia sicológica y me recetaron antidepresivos. Pero no mejoraba. Cambiaba de sicólogos. Iba de un médico a otro y nada. Nunca pensé que tendría un trastorno de la alimentación, puesto que sólo escuchaba acerca de la anorexia y la bulimia y, pues, mi situación no cabía en ninguna de ellas.”
Sin embargo, no pudo ocultarse que había algún problema relacionado con la manera de relacionarse con la comida.
“Hice un ejercicio de honestidad muy fuerte. Y me pude dar cuenta de que mi mente podía pasar una gran parte de las 24 horas del día dándole vuelta a asuntos de comida: qué comí, cuánto comí, cuántas calorías tenía, si siento que la ropa ya me aprieta o no me aprieta; verme constantemente en el espejo.”
El problema de quienes padecen algún tipo de tane es que aparentemente no es muy severo si se le compara con la anorexia o la bulimia. Pero se trata de otro error, porque como no es tan evidente como los otros trastornos, avanza sin ser detectado y es igualmente incapacitante para quien lo padece.
“No tenía ninguna capacidad de concentración porque mi mente estaba completamente dispersa en ese tipo de pensamientos”. A nivel físico, siempre sentía hambre, pues procuraba comer poco, aunque sin ser anoréxica. También buscaba comer fibra y hacer ejercicio intenso sin llegar a ser bulímica.
Como en los otros casos, Fabiola padeció una presión social en su infancia y adolescencia. Proveniente de una familia de clase media baja, tuvo la oportunidad de, becada, estudiar la educación básica en escuelas donde acuden familias de alto poder adquisitivo.
No está segura de que esto haya sido una ventaja. Por el contrario, recuerda que siempre fue señalada por ser la pobre, la que no podía costearse el tren de vida de sus compañeros; no podía vestir ni calzar como todos en el colegio. Muchas veces, con dificultades llevaba los materiales pedagógicos que le requerían.
“Yo no cumplía con el estándar de ser delgada; más bien, era rellenita, y era objeto de burla. Y por lo que yo me sentía más rechazada era por la cuestión socioeconómica.”
A la presión en el colegio se sumaba la de su familia: “Desde pequeña escuché tanto a mi madre como a mis abuelos, conversaciones en donde se privilegiaba la apariencia: lo mejor era ser delgado y de tez blanca”.
Hasta la fecha, cualquier conflicto que le ocurre repercute en su manera de comer. “El principal recurso que tengo para enfrentar lo que me esté pasando es a través de la comida”.
Lo tiene claro: la cura total es una ilusión. “No es un problema que se solucione de raíz; no es de que ya me tomé pastillas y ya estoy curada. Es un acto de vida, es una conciencia frente a la vida y de aceptar: tengo esto, pero voy a tratar cada día de hacerlo mejor”. Concluye la entrevista. Toma su bolso, observa su imagen impecable, se acomoda su traje sastre y gabardina. Deja la mesa. Apenas dio dos sorbos a su limonada.
El tratamiento, un calvario
Los testimonios recabados dan cuenta de que los trastornos de la alimentación fueron detectados tardíamente. También coinciden en que no recibieron de inmediato un trato adecuado. Todo, a pesar de que las complicaciones para quienes lo padecen alcanzan niveles incapacitantes y pueden conducir a la muerte.
El Diagnóstico del CEAMEG reconoce que el tratamiento de la anorexia y la bulimia “es un proceso muy complejo, ya que se tiende a minimizar la problemática y los síntomas asociados tanto por quien los padece como también en su entorno familiar y de amistades más cercanas, por lo que se retrasa la detección y el diagnóstico oportuno”.
Lo anterior, a pesar de que “la dimensión y prevalencia con la que en la sociedad se presentan estos padecimientos, los ubica como un problema de salud púbica que requiere ser estudiado y atendido de manera específica con urgencia cada vez mayor”.
Toda vez que los trastornos de la conducta alimentaria son multicausales, la prevención es compleja. “Implica trabajar desde varias áreas: modificar patrones culturales, fortalecer la comunicación entre todas las personas integrantes de la familia y ampliar el sentido de desarrollo integral de la persona con un enfoque centrado en recuperar su autoestima y habilidades sociales, promover programas educativos encaminados al fortalecimiento del carácter de las jóvenes para que puedan hacerle frente al impacto de cambios internos e influencias nocivas externas; por lo que la verdadera prevención del trastorno, así como su tratamiento, debe ubicarse en un nivel de trabajo más afectivo y multidisciplinario”.
Sin embargo, en 2012, “uno de cada cuatro mexicanos no contaba con acceso en algún esquema de salud”, reconoce el documento.
La guía de práctica clínica Prevención y diagnóstico oportuno de los trastornos de la conducta alimentaria: anorexia nerviosa y bulimia nerviosa en el primer nivel de atención. Evidencias y recomendaciones, publicado el 21 de marzo de 2013 por la Secretaría de Salud, señala que “en México se ha realizado una sola encuesta nacional sobre la prevalencia de trastornos de la conducta alimentaria con datos representativos de la población. Los resultados arrojaron una prevalencia de 1.8 por ciento de bulimia nerviosa en mujeres y de 0.8 por ciento en hombres de entre 18 a 65 años de edad. El diagnóstico de anorexia nerviosa no fue reportado”.
La anorexia nerviosa y bulimia nerviosa están relacionadas con una tasa de morbilidad [es decir, que presentan complicaciones o desarrollan otras enfermedades] de 33 por ciento después de casi 12 años de la primera admisión en servicios hospitalarios. Se han reportado tasas de mortalidad estandarizada de 5.1 por ciento para anorexia nerviosa y 1.7 para bulimia nerviosa; las principales causas de muerte son el suicidio, las arritmias y enfermedades infecciosas”.
El documento médico recomienda la hospitalización como “último recurso terapéutico”, y sólo está indicada cuando se pone en peligro la vida del paciente debido a las complicaciones de la enfermedad, con el objetivo de estabilizar, no de tratar el trastorno específicamente.
Los criterios para considerar hospitalizar a algún paciente que llegue a un hospital general por alguno de los trastornos de la alimentación son:
“Pérdida de peso mayor del 50 por ciento en los últimos 6 meses (30 por ciento en los últimos 3 meses); alteraciones de la conciencia; convulsiones; deshidratación; alteraciones hepáticas o renales severas; pancreatitis; disminución de potasio; arritmia grave o trastorno de la conducción; bradicardia menor de 40 latidos por minuto; síncopes de hipotensión; sangrado de tubo digestivo (hematemesis, rectorragias); dilatación gástrica aguda”.
Y para ser hospitalizados en un hospital siquiátrico, las condiciones son que presente “negativa absoluta a comer o beber; sintomatología depresiva con riesgo de autolesión y conductas autolesivas importantes”.
Es decir, sólo se admite la hospitalización de un paciente que padece alguno de los trastornos de la alimentación en situaciones graves, extremas. Por muy atormentados que vayan los pacientes a causa de los síntomas, son enviados a sus casas.
Los envían a que luchen solos contra algo que los rebasa, explica la sicóloga Carmen Piña.
Aboga por un tratamiento integral, como el que ofrecen centros de rehabilitación como Caminar Segura, donde los pacientes son internados por 3 meses para recibir la ayuda de un equipo integral: médico, de enfermería, sicológico, siquiátrico y nutricional. No existe un modelo de este tipo en el sector público. En el sector privado “se cuentan con los dedos de la mano” y la mayoría sólo son accesibles personas con alto poder adquisitivo.
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