A las cinco bajo el Arco de Augusto... Con esas palabras di mi primera cita de amor. Yo tenía quince años. Ella doce. Yo era negro, fantásticamente flaco. Ella era rosada, minúscula, fresca. Se llamaba Bianchina. La amaba porque se daba aires de hada...
Durante mucho tiempo, solo vi a Bianchina a través de las ventanas del salón donde se reunía su familia, en la planta baja de una vieja casa del centro de Rimini. Y aun la confundía con una y otra de sus seis hermanas. Amara sin saber exactamente a quien, es una experiencia que pone a prueba a un muchacho de quince años. Más tarde, la vida nos enseña que el amor es siempre revelado a seres que no existen...
Una tarde, junté todo mi coraje y escribí en uno de los vidrios de la ventana, al revés para facilitar la lectura, este mensaje perentorio: «A las cinco bajo el Arco de Augusto». Después, a las cinco, con un ramo de flores en la mano, fui a esperar. Bajo el Arco de Augusto. Me preguntaba con angustia, ya mezclada a una curiosidad sospechosa, cuál de las seis hermanas vendría a la cita. Todas se parecían como para equivocarse. Pero sólo una de ellas tenía el privilegio de perturbarme el corazón. Fenómeno curioso, por otra parte. Casi químico, diría. Pero que, no viendo sino confusamente a mi amada a través de los vidrios, a menudo disimulados con cortinas de tul, mis sienes empezaban a latir no sólo cuando la veía, sino también cuando «adivinaba» su presencia... ¡Era un poco como si me hubiera enamorado de un ectoplasma!
Fue Bianchina la que vino a la cita. Supe más tarde que fue la única, entre sus hermanas, que había visto el mensaje garabateado en los vidrios de la ventana.
Por Bianchina, tuve acceso sin tardar a ese Paraíso que todo hombre merece al menos una vez en su vida. De inmediato conocí el insomnio. Ese insomnio del que se quejan los enfermos, los viejos y los olvidados. Horas maravillosas de la noche robadas al sueño, ese sepulturero aprovechador de claros de luna. Por Bianchina descubrí montones de cosas. Los beneficios de la impaciencia. La largura de los minutos. El perfume de una cabellera de niña tendida sobre la hierba en las horas del crepúsculo. El efecto milagroso de un nombre repetido al infinito. Bianchina, Bianchina, Bianchina... Las largas conversaciones tranquilizadoras con alguien que ya no está allí...
Yo arrastraba a Bianchina, en horas de clase, a la campiña de los alrededores. Lo más lejos posible del mar, convertido para siempre en el reino tenebroso de la Mujer Monstruo. Le tomaba la mano para ayudarla a correr sin caerse por los senderos inventados por las cabras. Sentía su pulso latir contra mi palma, que se ponía toda húmeda, era el metrónomo de mi amor, gracias al cual yo componía sinfonías mozartianas imposibles de silbar.
A Bianchina le gustaban los cuentos con locura. Descubrí con éxtasis que la vida es más real cuando se la cuenta que cuando se la sufre. Entonces yo contaba, contaba, contaba... Bianchina me escuchaba asombrada. Terminada mi historia, tenía que recomenzarla. Sin cambiar ni la más mínima palabra. Y el asombro de Bianchina seguía siendo el mismo. Comprendí, oscuramente todavía, que el amor que se siente a una mujer está en proporción directa con la cualidad de su asombro hacia nosotros. Si la admiración mata al amor, porque viene del entendimiento, el asombro lo exacerba porque viene del alma.
Un día decidimos huir. Yo iba a trabajar para Bianchina, lejos de Rimini, en alguna ciudad extraña donde podríamos tener la edad necesaria para legalizar nuestra unión ante Dios y ante los hombres. Sin razón precisa optamos por Bolonia. Tanto dicho, tanto hecho. La esperé una mañana muy cerca de la estación , con un paquete de sandwiches debajo del brazo. Tomamos el tren. Era nuestro primer trayecto en ferrocarril. Estábamos temblorosos, enfermos de excitación.
¡Nunca más los paisajes de mi región brillaron ante mis ojos con tan deslumbrantes colores! Durante el trayecto discutimos muy seriamente sobre el porvenir. Bianchina quería tener muchos hijos. Y un conejo. En cuanto a los chicos yo estaba de acuerdo. El conejo me entusiasmaba menos que la idea de tener un hermoso gato de ojos enigmáticos, que yo llevaba acurrucado en mi hombro. Pero a Bianchina no le gustaban los gatos, porque no comen ensalada. Quería también que yo me convirtiera en alguien muy importante, si fuera posible con un casco en la cabeza. Por un instante me vi en las calles de Bolonia, en uniforme de bombero, con un gato bajo el brazo, el paso heroico. Comimos los sandwiches y bebimos del pico de una botella de naranjada, que nos ofreció una dama enternecida por nuestra edad y nuestros cuchicheos. Probablemente ella había decidido que nosotros éramos hermanos y hermana. Luego el tren penetró en la estación. Y nos encontramos en Ravena. Muy lejos de Bolonia.
Sobre los andenes de la estación, constatamos con inquietud que en Ravena no conocíamos alma viviente. Lo mismo hubiera sucedido en Bolonia. Pero hete aquí que estábamos en Ravena. Entonces Bianchina estalló en lágrimas. La sospeché de inmediato un tanto ilógica. Dado que no tenía en el bolsillo nada más que quince liras, Ravena o Bolonia daban lo mismo, le expliqué. Bianchina me miró con horror. Al saber que yo estaba desprovisto de recursos serios, se dejó atrapar por sonoros sollozos, era evidente que no le inspiraba la menor confianza. Mujer al fin, la ausencia de riqueza la desconcertaba. Retomamos pues el tren a Rimini, adonde llegamos hacia el fin de la tarde. Mi madre tejía apaciblemente en el comedor, bajo la blanca claridad de la lámpara familiar. Posó sobre mí una mirada vagamente irritada y dijo: «¡Federico, estás todo colorado! ¿Cuántas veces quieres que te pida que no vuelvas de la escuela al galope?».
Nadie, ni en mi casa, ni en la de Bianchina, se habían dado cuenta de nuestra desaparición. Eso me ofendió profundamente. La felicidad de un viaje se mide en la violencia el retorno. Era al menos lo que yo creía entonces.
Hoy sé que si siempre se vuelve, es porque la tierra es redonda...
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