Se trata de los robots que se encargarán de la seguridad dentro y fuera de los estadios durante todos los partidos del Mundial, que la empresa alemana Robowatch alquiló a los organizadores, no sin antes dejar en claro sus virtudes: no sólo carecen de las debilidades humanas (“ir al baño, tomarse unas cervezas, quedarse dormidos”, explican) sino que suman virtudes impactantes ya que están equipados con detectores que identifican armas atómicas, químicas y explosivos y poseen una autonomía de 12 horas y cuando perciben que se les acaban sus baterías, van ellos mismos a una estación de recarga. Y además, cuestión clave de estos tiempos de economía globalizada, apenas 34 trabajadores se encargan de armar esas rutilantes criaturas.

MOSRO y OFRO no estarán para disfrutar de la única sonrisa del mundo que juega al fútbol como los dioses y que todos conocen como Ronaldinho, ni tendrán ese cosquilleo tan especial que produce saber si será o no el Mundial de Messi, ni verán surgir un tapado como revelación -¿la habrá?-, ni sufrirán una derrota ni se alegrarán con un triunfo.

Ellos están para otra cosa.

Los que contratan a MOSRO y OFRO no lo hacen para que su destreza se despliegue por el campo de juego, en definitiva –aunque se haya desdibujado casi totalmente en el tiempo-, aquello que dio origen a este descomunal negocio de los que hacen negocio. Se trata de otro tipo de garantías y seguridades.

Aunque están preocupados porque Jürgen Klinsmann no termina de dar pie con bola con el equipo –pese a lo cual, y más como locales, es imposible no ver a esta limitada Alemania versión 2006 entre los que llegan al último fin de semana del certamen-, algunos alemanes se dedican a otro tipo de prioritarias inquietudes. Mientras la gente se entretiene discutiendo si el oso Oliver Kahn debe resignarse a hacer banco frente a la actualidad de Lehmann, el arquero del Arsenal que hundió a Riquelme en las más profundas de las tristezas hace 48 horas o si Michael Ballack será el crack que todos esperan, los dueños de la pelota se encargan de otra cosa.

Es que para el país anfitrión –la principal economía de Europa- el Mundial significa ingresos que equivalen a medio punto del PBI (unos 12 mil millones de dólares), disminución, raquítica eso sí, del índice de desocupación (se generarían 60 mil empleos, se supone que temporarios), ingresos de 1.800 millones de dólares sólo por turismo (se esperan 2.500.000 turistas para ese mes) y, sobre todo, transformarse en el centro de atención del acontecimiento más visto del mundo y, hasta aquí, de la historia, con 30 mil millones de televidentes en todo el planeta, es decir 5 veces más que el total de habitantes.

Aunque no parezca esos MOSRO y OFRO –que a pedido de los organizadores dejarán su tradicional pintura de camuflaje tipo militar por un plateado más acorde con la onda tecnológica- estarán en los estadios y fuera de ellos garantizando tranquilidad a las empresas que como Adidas (que espera facturar 1.200 millones de dólares, producto de la venta de 10 millones de pelotas, l.500.000 camisetas, igual cantidad de zapatillas, entre otros chiches) y Puma (que vestirá a 12 seleccionados y prevé duplicar su volumen de negocios) juegan, como locales, el campeonato del negocio, donde el gobierno invirtió 1.400 millones de euros en modernización y construcción de estadios y 2.000 millones en la infraestructura de estadios. Es que si bien el resultado importa, está comprobado que para el fútbol hay vida después de Maradona, Pelé, Di Stéfano, Cruyff y de aquellos momentos de calidad superlativa combinada con otra cantidad apreciable de muy buenos jugadores. Hay vida aunque se hable mucho en potencial –Messi, por ejemplo- porque a la pasión legítima se la sostiene desde el interés imparable de un negocio descomunal, el fútbol, que sólo este año moverá alrededor de 500 mil millones de dólares (según cifras sobre las que insisten agencias y revistas especializadas).

En ese campeonato paralelo, en el que sólo intervienen los que mandan, hay un equipo principal, que de entrada saca ventaja porque cuenta con 15 jugadores: Adidas, Budweiser, Continental General Tires, Fly Emirates, Gillette, Mastercard, Philips, Avaya, Coca Cola, Deutsche Telekom, Hyundai, Toshiba, Yahoo, McDonald’s y Fuji Film, integrantes del selecto grupo de los mas poderosos que pusieron 500 millones de dólares para convertirse en auspiciantes. Jugadores que solos o en equipo auspician también guerras, invasiones, dictaduras militares, trabajo esclavo y que en acontecimientos únicos como un Mundial necesitan proteger el mercado libre frente a cualquier ataque (y no estamos hablando de Kaká, Ronaldinho, Adriano, Ronaldo, Robinho, Baptista y compañía, sino de aquellos a los cuales el imperio y sus amigos les declararon la guerra).

Así, Toshiba puso un camión con forma de pelota por las calles de Alemania con el objetivo de vender notebooks; Philips se encargó de la iluminación de 8 de los 12 estadios; Avaya garantiza la red de telecomunicaciones más grande utilizada en evento deportivo alguno y de paso recupera sobradamente los 100 millones de dólares que invirtió desde que acordó con la FIFA en 2001 brindarle todos sus servicios.

Claro que para el padre de la criatura, la FIFA, una de las más abarcativas multinacionales del mundo –que está integrada por más países que la propia Naciones Unidas-, algo queda: 1.500 millones de dólares previsto como ingreso para este año, es la cifra que le permite incrementar en más del doble el premio al campeón –será de 19 millones de dólares- y en casi el 40% -este año se llevarán 280 millones de dólares- lo que aportará para que se reparta cada selección según su ubicación.

A pesar de no ser los únicos guardianes, ni mucho menos, MOSRO y OFRO serán piezas claves a la hora de resguardar el normal funcionamiento del show, una estructura que reúne en un solo bloque entretenimiento -tecnología informática - seguridad- medios de comunicación como la más contundente expresión de hegemonía de las grandes transnacionales que dominan el mundo. La pelota, el fútbol, las masas, la televisión, audiencias masivas cautivas son un proceso tan vinculante como poderoso, donde si hay algo que no está ausente es la capacidad de explotación múltiple –política, económica, social y cultural- del sistema, con una abrumadora mayoría de gobiernos adentro de esa lógica que también –también- se despliega durante el Mundial.

El Mundial viene siendo desde hace tiempo –apelando a recursos menos sofisticados- un banco de pruebas: así, mientras en el 62, en Chile, introdujo la televisión, en México 70 provocó las primeras transmisiones vía satélite a la Argentina, que en el 78 incorporó el color en su Mundial. Por eso, no extraña que semejante desarrollo determine que la FIFA pase de vender los derechos televisivos en 60 millones de dólares en EE.UU. 1994 a recibir 1.200 millones por los certámenes 2002-2006, multiplicando por 10 lo percibido en Francia 98 (120 millones). Por eso es “natural” que durante la futura final por cada segundo de publicidad se deberán abonar 16.900 dólares, o sea un 142% que en Corea-Japón.

Esa prostituída relación, convenientemente inducida, entre fútbol y medios hizo que en menos de 20 años de una pelota nacieran holdings, monopolios y oligopolios a escala nacional, regional e internacional –el ejemplo Torneos y AFA es nuestro caso nativo- que impuso el fenomenal meganegocio en torno de ese deporte, que es capaz –como leímos en estos días- de pagar 77.800 dólares por día a un exquisito y brillante jugador como Ronaldinho, convirtiéndolo, más allá de que él no se considere así, en un auténtico CEO de la pelota, ese que garantiza cierta continuidad lúdica, que por ahora es necesario tener para hacer como que eso que ven miles de millones de ojos es un juego. Por más que lo que se lleva Ronaldinho sea apenas una tajada menor de lo que produce a su alrededor como máximo referente actual de la más impresionante combinación de entretenimiento-espectáculo-deporte y medios que se tenga registro.

Y es tanto lo que se pone en juego que la reacción por el resultado deportivo sobre la/las sociedades no sólo se analiza desde una esperable visión sociológica sino que ya se conocen proyecciones que abordan ese resultado final desde una perspectiva exclusivamente económica, donde las variables que habitualmente transitan los especialistas en estos temas pasan a sopesarse a partir de un 1 a 0 ó de un 0 a l.

Por ello, es tanto lo que se juega que la protección no podía quedar en las manos falibles de los seres humanos, por eso MOSRO y OFRO –por cuyos servicios se han mostrado interesados los ejércitos de Francia y de Alemania, precisamente- son la clara señal de que no habrá distracciones, de esas en las que recaerán durante un mes miles de millones de personas cuando la Teamgeist –la pelota Adidas versión Mundial 2006, esa que en la final tendrá incrustaciones en oro que elevarán groseramente su valor de reventa post certamen- vaya de algunos pies dóciles a otros torpes, de lo imprevisto a lo “mecanizado”, del movimiento a ese redescubierta virtud a la que llega ahora cuando está “parada”.

Se hablará de defensa de tres, de doble cinco, de uno o dos puntas, de triunfos sorpresivos, de derrotas humillantes y de fracasos rotundos. Habrá tiempo para apreciar la belleza de los que más saben de este juego hermoso, la actitud generosa de muchos no tan dotados, el talento, la entrega, la habilidad, el sacrificio, la mezquindad, desparramados durante 90 minutos en campos de un verde impecable.

Allí, a partir del 9 de junio, mal o bien, mejor o peor, incluso aceptando su actual decadencia, se jugará al fútbol. Para deleite y para calentura. Para alegría o desazón, pero se jugará al fútbol.

El Campeonato del Mundo es otra cosa. Ese es el de los autores intelectuales de los MOSRO y OFRO, que están preparados para dar la vida que no tienen para que la fiesta del poder económico termine tal cual se la diseñó. Con un solo y único ganador, que no pisará la cancha en ninguno de los 64 partidos pero que se quedará con todos los premios.