En el invierno de 2000, el escándalo de las coimas en el Senado destapó la crisis política más aguda que le tocó vivir al primer gobierno de coalición en la historia argentina. Puede decirse que la coalición, que había ganado el poder apenas ocho meses antes, quedó desde entonces definitivamente herida y que, desde el estallido de ese conflicto, sólo agoniza de manera lenta e inexorable.

Sin embargo, no fue el gobierno de Fernando De la Rúa el que construyó un sistema de gobernabilidad del país según el cual los senadores recibían favores personales a cambio de la aprobación de las leyes que requería la administración. Tal canje comenzó y alcanzó su cima más alta y dispendiosa durante el gobierno de Carlos Menem. La gravedad de esa práctica durante la gestión aliancista radicó en que ésta había llegado prometiendo cambiar el viejo orden moral.

En rigor, cuando se habla de los costos de la política y se enfoca el análisis en el presupuesto oficial de los organismos del Estado se está equivocando el enfoque y distrayendo la mirada de la gente de a pie. Los costos reales de la política son los que provocan esta clase de prácticas, que requieren de caudalosos fondos reservados del gobierno, o del sometimiento de los legisladores a los intereses privados y no al bien común.

No es bueno que una sociedad democrática haya puesto en tela de juicio la credibilidad de toda su dirigencia política, de la que -según la mayoría de las encuestas- nada espera y de la que nada quiere saber. Pero todo puede explicarse: el Senado argentino estuvo históricamente compuesto por dirigentes provinciales hábiles para maniobras políticas entre muy pocos y con escasas posibilidades de conquistar la simpatía social.

Cuando no existe un contrato implícito entre los dirigentes y los dirigidos, el camino de los sobornos y los favores personales está irremediablemente abierto en la política. El Senado es un buen ejemplo de ello.

En el caso de los sobornos presuntos por la ley laboral, la prensa tuvo un papel protagónico, como en verdad lo tuvo en casi todas las grandes crisis por asuntos de corrupción durante los años noventa. Pero debe reconocerse que el escándalo habría tenido una repercusión mucho menor en el plano institucional si algunos dirigentes políticos no se hubieran puesto luego a la cabeza de las denuncias, aún corriendo el riesgo de perder sus puestos o de ser discriminados a partir de ese momento. No toda la dirigencia política es igual ni el patrón moral es unánime allí.

Los casos más emblemáticos de decisión y valentía en las denuncias por las coimas en el Senado fueron el del ex vicepresidente de la Nación, Carlos Álvarez, y el del senador peronista Antonio Cafiero. Álvarez debió renunciar luego, en uno de los arabescos de la crisis, al segundo lugar en el ícono republicano, y Cafiero fue claramente segregado del Senado y de la conducción de su partido, al que está unido por más de cincuenta años de militancia.

Otros dos hombres que empujaron el escándalo en la correcta dirección de su esclarecimiento fueron los fiscales Federales Eduardo Freiler y Federico Delgado, que hicieron mucho más de lo que les permitía y les convenía dentro de una justicia dispuesta más a olvidar que a condenar.

La crisis tumbó también a un juez, Carlos Liporaci, tan vulnerable como muchos jueces designados en la última década, y modificó un par de veces gabinete de Fernando De la Rúa. Esa ola de renuncias y de rupturas, que conmovió durante meses a la nación política, plantea la pregunta más elemental y también la única que no se respondió nunca: ¿Cómo pudo ser, entonces, que nada haya pasado y que todos fueran inocentes si cayeron políticos y magistrados sólo con la perseverancia incansable de una verdad repetida?

Hay algunas preguntas que no se han respondido todavía: ¿Hasta dónde participó el gobierno de De la Rúa en el armado y consumación de este episodio que significó la continuidad de una práctica aberrante? ¿Lo supo en algún momento el propio Presidente que había prometido una moral nueva para la administración pública?

Sea como fuere, el escándalo de las coimas tumbó el antiguo paisaje político de la Argentina y mutó la composición (¿y también las prácticas?) del viejo Senado. La corrupción está demasiado enraizada en la Argentina y no terminará tan fácilmente; pero se sabe, desde el convulsionado invierno de 2000, que existe el riesgo de una condena pública y de la persecución de la justicia, cada vez más restringida para disimular y para proteger.

El libro que se apresta a leer es un buen mapa del conflicto. Y también una advertencia.