Caracterizar lo ocurrido en estos cuatro terrenos en la última década es indispensable para analizar el giro antiliberal que se está consumando en la actualidad. Este diagnóstico es también vital para definir el perfil de una propuesta anticapitalista.

ALCA y deuda

Aunque la predilección de las clases dominantes por las privatizaciones, la apertura y la desregulación ha decrecido en los últimos años, la doctrina neoliberal continúa orientando la política económica del establishment en los dos terrenos estratégicos: el ALCA y el endeudamiento externo.

Las tratativas para conformar un área de libre comercio apuntan a reforzar las ventas norteamericanas hacia la región, a cambio de mayores cuotas del mercado estadounidense para los exportadores latinoamericanos. Pero la fuerza de ambos sectores difiere sustancialmente en la mesa de negociaciones. La primera potencia presiona a los gobiernos de su «patio trasero» para que reduzcan aranceles de la industria, los servicios y la propiedad intelectual, mientras que ofrece como contrapartida concesiones muy limitadas en el terreno de los subsidios al agro y de las trabas aduaneras.

El librecambismo irrestricto que contemplaba la versión inicial del ALCA ha sido abandonado ante la resistencia del empresariado brasileño (y en menor medida argentino) a desproteger su industria y extranjerizar los servicios. Por eso actualmente se discute una variante «light» del acuerdo, que eximiría a los participantes de compromisos estrictos y plazos perentorios. Pero esta segunda alternativa de las corporaciones norteamericanas y sus socios regionales también resulta desfavorable para el conjunto de la economía latinoamericana.

El ALCA constituye tan solo una instancia de negociaciones que apuntan a reforzar la dominación comercial de Estados Unidos y a frenar la expansión europea en la región. Las tratativas se complementan con acuerdos multilaterales en la órbita de la OMC y convenios bilaterales que impulsan los capitalistas latinoamericanos más asociados con compañías estadounidenses.

Lo sucedido con el NAFTA en México demuestra que ese segmento de empresarios mejora sus ganancias a costa del resto del país, que sufre las consecuencias de la desnacionalización bancaria, la desarticulación regional, la crisis agraria y la explosión emigratoria. Este antecedente ilustra también el efecto probable de los recientes acuerdos que han firmado Chile y varios países de Centroamérica.
En el plano financiero el modelo neoliberal se ha instalado en la región a través del pago de la deuda externa y la consiguiente auditoría que ejerce el FMI sobre la política económica de cada país. Esta ingerencia del Fondo es mucho más gravitante que los desembolsos de intereses, porque implica una sistemática subordinación del crecimiento, la inversión pública y los ingresos populares a las prioridades de cobro de los acreedores.

El sometimiento al FMI fue predominante en los 90 bajo las presidencias neoliberales de Salinas, Menen o Sanguinetti y ha sido actualmente ratificado por los continuadores explícitos de esta política (Lagos, Fox, Toledo). Pero también los antiguos críticos de la ortodoxia monetarista aplican los ajustes que exige el FMI cuándo llegan al poder. Lula es el ejemplo más contundente de esta conversión. Para «ganar la confianza» de los banqueros mantiene altas tasas de interés, restricciones a la emisión y recortes del gasto público que aseguran ganancias extraordinarias para los financistas. Por eso persiste la recesión, el desempleo récord, la expansión de la pobreza y el freno de los planes asistenciales.

Un rumbo semejante sigue Kirchner en Argentina, luego de suscribir un compromiso de superávit fiscal del 3% del PBI para abonar los intereses de una deuda comprobadamente fraudulenta. Este convenio obliga a mantener congelados los salarios e incluye compensaciones a los banqueros que expropiaron a los pequeños ahorristas. Como no hay dinero para cumplir con todos los acreedores, el gobierno prioriza el pago a los organismos internacionales (FMI, BM, BID) estrechamente vinculados a Estados Unidos y a los grandes capitalistas argentinos, en desmedro de los pequeños tenedores extranjeros de títulos. Estos ahorristas fueron inducidos por los grandes bancos a adquirir los insolventes bonos argentinos. Kirchner enmascara esta política con discursos de confrontación con el establishment financiero.

Fracasos económicos y desventuras sociales

El neoliberalismo ha fracasado como proyecto de las clases dominantes nacionales para expandir sus negocios, reforzar su base de acumulación y aumentar su presencia en el mercado mundial.

La pérdida de posiciones de los capitalistas latinoamericanos en el escenario internacional se afianzó en la última década, salvo algunas excepciones como Chile. Este retroceso se verifica en el estancamiento del PBI per capita, en la caída de la inversión extranjera (especialmente en comparación a China y el Sudeste Asiático) y en el desbordante endeudamiento. En estas condiciones las fases de prosperidad cíclica son cada vez más dependiente de la coyuntura financiera o comercial internacional. Por ejemplo, la recuperación que se espera para este año será consecuencia de la reducción de la tasa de interés en los centros (y la consiguiente afluencia de capitales de corto plazo a la región) y del aumento de los precios de ciertas materias primas, como el petróleo, la soja o el cobre.

Este fracaso económico fue paradójicamente potenciado por un logro reaccionario del neoliberalismo: la generalizada regresión social que impuso la ofensiva del capital sobre el trabajo. Las evidencia de esta agresión son incontables. Entre 1980 y 2003 desempleo abierto saltó del 7,2% al 11 %, el salario mínimo cayó en promedio un 25% y la informalidad laboral creció del 36% al 46%, en la región de mayor desigualdad social del mundo (el 10% de la población acapara el 48% del ingreso y el 10% más pobre se reparte apenas el 1,6% de ese total).

En esta terrible escalada de atropellos se apoyan los beneficios que los capitalistas obtuvieron en el corto plazo, a través del incremento de la tasa de explotación. Pero estas ganancias no se expandieron al conjunto de la clase dominante porque el estrechamiento del mercado interno y el empobrecimiento colectivo contrajo la plataforma de la acumulación. Además, las apertura y las privatizaciones deterioraron la competitividad local y acentuaron la fragilidad de los empresarios regionales frente a sus concurrentes. A nivel financiero, también el inmanejable incremento del endeudamiento externo -que favoreció a ciertos grupos- terminó afectando al conjunto de los capitalistas locales. La magnitud de este pasivo reduce severamente la autonomía de la política fiscal y monetaria requerida para contrarrestar los ciclos recesivos.

Sublevaciones, sujetos y conciencias

El intento neoliberal de doblegar la resistencia popular y destruir las tradiciones de lucha de los pueblos latinoamericanos ha sufrido una sucesión de graves reveses. El derrocamiento en las calles de varios presidentes reaccionarios es la prueba más palpable de este fracaso. Estas sublevaciones -que conmovieron a Ecuador (1997), Perú (2000), Argentina (2001) y Bolivia (2003)- constituyen acontecimientos mucho más significativas que los repliegues electorales que también sufrió la derecha (Venezuela, Brasil). Por eso los analistas del establishment están aterrorizados frente a una escalada de «asonadas populares que hacen crujir las instituciones», a través de «acciones colectivas que impugnan a los regímenes constitucionales».

Estos levantamientos han incluido una diversa gama de revoluciones, rebeliones y movilizaciones, en función de la intensidad de la lucha, las reivindicaciones en juego y su impacto político. La insurrección de Bolivia es el mayor ejemplo reciente de una revolución. Al cabo de una terrible sangría de 140 muertos, la acción directa de los manifestantes forzó la caída de Lozada. La tradición de alzamientos armados mineros y campesinos volvió a emerger en un movimiento que combinó reclamos sociales (aumento salarial), campesinos (defensa de los cultivos cocaleros) y antiimperialistas (industrialización del gas).

La rebelión que sacudió a la Argentina no alcanzó esa dimensión insurrecional, pero constituyó una excepcional irrupción que unificó a los trabajadores, la clase media y los desocupados en un reclamo común contra el régimen político («Que se vayan todos»). Las 17.000 manifestaciones y 47 cortes de calle por día que se registraron durante el 2002 ilustran la envergadura de ese levantamiento.
Las huelgas y ocupaciones de tierras en Brasil configuran a su vez un proceso de movilización que no desembocó en rebelión. Esta diferencia con la Argentina obedece a divergentes tradiciones de lucha y al carácter más acotado de la crisis económica (que no incluyó empobrecimientos virulentos, ni expropiaciones de pequeños ahorristas). Por eso Lula sucedió a F.H. Cardoso cumpliendo el calendario electoral, mientras que Kirchner emergió de un dramático proceso de reconstitución del control político capitalistas que desafiaron los piquetes y las asambleas populares.

En todas las protestas latinoamericanas los trabajadores estatales cumplieron un papel muy activo. Este sector -agredido por los invariables recortes presupuestarios que impone el FMI- lidera la resistencia en Perú y Uruguay y juega un rol significativo en la revuelta de Santo Domingo. También la huelga general se mantiene como la forma de acción clásica de la movilización popular y en cierto casos -como Chile- se insinúa cierta reaparición del protagonismo obrero. En otros países, la resistencia ha estado signada por rebeliones campesinas generalizadas (Ecuador), localizadas (Colombia) o regionales de gran impacto nacional (Chiapas). La lucha social adquiere, además, connotaciones explosivas cuándo está imbricada al desarrollo de un conflicto antiimperialista (Venezuela).

Esta variedad de movimientos (gravitación indígena en zonas andinas, sustento urbano en el sur) incluye también un novedoso intercambio de experiencias de lucha entre distintos sectores sociales oprimidos. Por ejemplo, las organizaciones campesinas y los trabajadores informales de las ciudades bolivianas han asimilado las modalidades de resistencia de los mineros. En la Argentina, los piqueteros argentinos constituyeron un combativo movimiento de desempleados a partir del aprendizaje acumulado por ex dirigentes del movimiento sindical.

El desarrollo de la protesta social ha erradicado las ilusiones de lograr cierto mejoramiento del niveles de vida por medio de las privatizaciones y la desregulación. Esta maduración antiliberal de la conciencia popular diferencia a Latinoamérica de otras regiones -como Europa Oriental- dónde subsisten grandes expectativas en los eventuales frutos de la «economía de mercado». Más significativo aún es el renacimiento de convicciones antiimperialistas que -diferencia del grueso del mundo árabe- no adoptan rasgos fundamentalistas de hostilidad religiosa o étnica. Por eso en las movilizaciones de Latinoamérica se observa la imagen del Che y no de líderes confesionales y el enemigo señalado son los bancos y corporaciones yanquis, pero no el pueblo norteamericano. Esta oleada de sublevaciones populares en un marco de fracasos económicos ha provocado una drástica disminución del entusiasmo burgués por el neoliberalismo.

Los límites del giro antiliberal

El actual resurgimiento de gobiernos que promueven la «reconstrucción un capitalismo regional autónomo» constituye una manifestación de la declinación del credo neoliberal. Este nuevo proyecto es particularmente reivindicado por los regímenes de centroizquierda (Lula, Kirchner), en oposición a los gobiernos puramente continuistas (Uribe, Toledo, Lagos). Pero el mismo programa es también compartido por los presidentes que emergieron de una explosión social (Mesa, Gutiérrez) y por quiénes protagonizan un severo choque con el imperialismo (Chávez).

Este giro es propiciado por las mismas clases dominantes que en los 90 abjuraron de cualquier acción «estatista» o «intervencionista». Este curso formalmente antiliberal confirma que «las burguesías nacionales no han desaparecido» en la región. Es cierto que la asociación con el capital foráneo y el retroceso económico disminuyó su gravitación y modificó radicalmente su estrategia precedente de «industrialización sustitutiva» y «desarrollo hacia adentro». Pero las clases capitalistas nacionales subsisten y continúan manejando los resortes del poder. Quiénes suponen que ese grupo se disolvió por efecto de la transnacionalización, la absorción imperial o la carencia de proyectos autónomos olvidan las peculiaridades de la burguesía nacional. Este grupo dominante en los países periféricos no logra constituir economías prósperas, ni consigue rivalizar con las grandes corporaciones. Pero tampoco se diluye dentro de un bloque común con el imperialismo porque la concurrencia mundial bloquea esta fusión. Por eso los capitalistas locales preservan intereses propios y disputan con sus competidores extranjeros.

El renovado programa de capitalismo autónomo regional expresa la persistencia de estas tensiones, pero no se perfila como un proyecto viable. El fracaso de la integración regional y especialmente del Mercorsur es el ejemplo más contundente de esta ausencia de horizontes. Al cabo de una década, los integrantes de esa asociación no lograron forjar una moneda común, ni pudieron superar sus divergencias en materia de aranceles y los subsidios. Como cada clase dominante local negocia unilateralmente con el FMI cronogramas de ajustes presupuestarios muy diferenciados se ha tornado más difícil establecer políticas fiscales, aduaneras o financieras comunes. La perspectiva del ALCA ejerce, además, una presión disolvente sobre un mercado exclusivamente sudamericano.

A diferencia del pasado el relanzamiento de un programa de capitalismo regulado y autóctono no se apoya actualmente en dictaduras desarrollistas, sino que pretende sostenerse en regímenes constitucionales. Y en este plano enfrenta también un obstáculo novedoso: el generalizado desprestigio de las «democracias autoritarias». Al cabo de dos décadas de tremendas frustraciones populares, la autoridad de estos sistemas se encuentra muy cuestionada por su función antipopular. Estos regímenes conforman estructuras semirepresivas, aceitadas con el clientelismo y sostenidas por aparatos electorales controlados por grupos dominantes. Todas las decisiones relevantes son adoptadas por la elite burocrática que administra los estados con el pasivo aval del Parlamento y la Justicia.
La ilusión de lograr progresos sociales a partir de la consolidación de estos regímenes ha quedado seriamente afectada desde el momento que brindaron un marco político a la clase capitalista para implementar una pavorosa regresión social. El efecto de este proceso ha sido la pérdida de legitimidad política, que se manifiesta en la desintegración de partidos tradicionales (Ad y Copei en Venezuela), la erosión de las viejas instituciones (PRI mexicano, radicalismo argentino) y el desplome de experimentos caudillescos (Menen, Fujimori, Collor) o alquimias políticas sostenidas por Estados Unidos (Toledo, Banzer).

«Posliberalismo antipopular»

Los nuevos gobiernos de centroizquierda que emergen en la región son hostiles a las reivindicaciones populares y a su conquista a través de la movilización. Los presidentes de estos regímenes claman contra el neoliberalismo, pero preservan su herencia reaccionaria impulsando modelos «posliberales» que convalidan las contrarreformas sociales de los 90.

Por su impacto continental el caso de Lula es el ensayo más importante del progresismo latinoamericano. El ex trabajador metalúrgico ha recibido desde su asunción una catarata de elogios de los financistas y empresarios de todo el mundo. Este entusiasmo obedece no solo a su política económica neoliberal, sino también a la adopción de reformas reaccionarias como las jubilaciones, que el PT históricamente rechazó y que los gobiernos anteriores no se atrevieron a implementar.

Lula cumple la típica función socialdemócrata de aplicar el ajuste que la derecha no podría instrumentar. La expulsión de los parlamentarios que se opusieron a la ley previsional también repite la clásica trayectoria de los líderes reformistas, que se desprenden de su ala izquierda para brindar «pruebas de responsabilidad» a sus mandantes capitalistas. Las justificaciones de esta orientación se basan en imaginar amenazas fantasmales («el gobierno resiste la desestabilización imperialista») y en presentar los atropellos sociales a los trabajadores como actos de equidad («se elimina un privilegio laboral»), omitiendo el completo abandono del programa de reformas fiscales, sociales, ecológicas y democráticas que postulaba el PT.

Si el rumbo inicial de Lula constituía un interrogante, su gestión de gobierno ha despejado cualquier duda. Ensaya la «tercera vía» en un país subdesarrollado agobiado por la miseria, instrumentando políticas no solo alejadas de cualquier proyecto transformador (como el intentado por Salvador Allende), sino también hostiles a cualquier confrontación con el imperialismo (como la protagonizada por Chávez).

Cualquiera sean las expectativas que mantiene la población en este gobierno resulta indispensable cuestionar sin reservas su evolución, ya que es imposible construir una alternativa emancipadora escondiendo la realidad. Lula encabeza un gobierno capitalista que incluye las «contradicciones» y los «conflictos» típicos de cualquier otro régimen de estas características sociales. Los atributos que muchos le asignan («una política exterior independiente», «promoción del Mercosur») no difieren de los rasgos que ya presentaron varios gobiernos anteriores.

La política de Lula tiene grandes implicancias para toda Latinoamérica, porque ofrece justificaciones para la orientación antipopular que aplican otros gobiernos de centroizquierda. Se suele afirmar que «si en Brasil no se puede cambiar el rumbo, el margen para realizar transformaciones es mucho menor en países más pequeños». Es el argumento predilecto que difunde el progresismo en Argentina o que se utiliza en Ecuador para resignarse frente a un presidente que abandonó la alianza inicial con el movimiento campesino e indigenista y aplica todas las exigencias del FMI. Este tipo de traiciones arrastra un largo historial en América Latina y presenta rasgos espantosos en el caso de Aristide en Haití. El «cura de los pobres» que prometía erradicar la herencia de miseria y terror que dejó la dictadura se convirtió en un típico tirano caribeño desde el momento que llegó al poder con el auxilio de los marines.

Discutir el rumbo actual de los gobiernos centroizquierdistas es vital frente a la perspectiva de tres nuevas victorias electorales de la izquierda en los próximos meses. En el Salvador, el Farabundo Martí ya controla la mitad de los alcaldías y podría acceder a la presidencia. Pero en ese caso deberá definir que hace frente al tratado de libre comercio con Estados Unidos. En Uruguay, el reciente éxito de la izquierda en el referéndum contra la privatización del petróleo confirma la alta probabilidad de un triunfo electoral nacional. Pero el país afronta un colapso social comparable a la Argentina y no podrá superarlo manteniendo los acuerdos con el FMI que avala la dirección del Frente Amplio. En Bolivia se vive una explosiva situación que puede levar al MAS de Evo Morales al gobierno en cualquier momento. Pero su comportamiento frente a la insurrección de noviembre pasado no presagia una postura favorable a la lucha consecuente por las reivindicaciones sociales.

Escenarios y maniobras

La capacidad actual del imperialismo norteamericano para hacer frente al volcán latinoamericano se ha reducido notablemente en comparación al período de auge neoliberal. Estas limitaciones se verifican en primer lugar en el plano militar. Para controlar directamente los principales recursos naturales de la región, Estados Unidos necesita reforzar su presencia de tropas. Pero el pantano de Irak ha creado un serio límite para esta intervención. El imperialismo no puede abrir nuevos frentes de conflicto, mientras afronte la perspectiva de un nuevo Vietnam en Medio Oriente. Por eso los halcones del Departamento de Estado (Noriega, Reich) alientan una campaña contra las «amenazas terroristas», pero sin precisar el blanco específico de sus ataques.

Es probable que el estancamiento de la guerra en Colombia contribuya a esta indefinición. Uribe ha ensayado sin resultado una escalada semidictatorial de agresiones, que incluye la legalización de los paramilitares y la creación compulsiva de un millón de informantes. Además, fracasó el referéndum que debía legitimar junto a esta acción militar un ajuste brutal del gasto social y la oposición de centroizquierda ha conquistado la alcaldía de Bogotá.

El uso de tropas imperialistas en Latinoamérica se encuentra por otra parte limitado, por la creciente extinción de los presidentes incondicionalmente alineados con Estados Unidos. Solo algunos gobiernos centroamericanos acompañaron esta vez a las tropas yanquis en Irak e incluso los socios privilegiados de México y Chile se abstuvieron en la ONU de justificar esa invasión. Estados Unidos, afronta además, tres adversidades para su dominio regional en Cuba, Venezuela y Bolivia.

Los intentos de Bush de crear una situación explosiva en Cuba propiciando el secuestro de embarcaciones, entrenado provocadores desde Miami, reforzando el embargo y alentando la inmigración ilegal han repetido los papelones de los últimos 40 años. No existen indicios de mayor penetración social de los agentes del imperialismo dentro en la isla y los atropellos estadounidenses tampoco han aislado al régimen del resto de Latinoamérica. Al contrario, han reforzado la simpatía hacia la revolución y acrecentado la autoridad continental de Fidel. El contraste que existe entre su valiente actitud antiimperialista y el humillante comportamiento de los gobernantes «lamebotas» es motivo de respeto en toda la región.

En Venezuela el imperialismo sigue conspirando junto a la derecha y luego del fracaso de dos intentos golpistas busca ahora imponer un referéndum que expulse a Chávez. Pero cada acción de la embajada norteamericana refuerza la movilización popular. El liderazgo nacionalista en estas confrontaciones con el imperialismo tiene muchos antecedentes en la región (Torrijos, Velazco Alvarado), pero lo llamativo en Venezuela es el creciente nivel de organización barrial, sindical y universitario. Si la polarización política y social del país se asemeja a lo ocurrido en la Argentina en los años 50 (hostilidad burguesa al régimen, fractura entre la clase media y los trabajadores), el grado de radicalización existente en las fuerzas armadas tiene muchos parentescos con la revolución portuguesa de los claveles. Al escalar provocaciones en un país vital para su abastecimiento petrolero, Estados Unidos juega con fuego.

Finalmente la caída del Lozada representó otro duro revés para el imperialismo, que trata a Bolivia como si fuera una simple colonia. Por eso siguen exigiendo la erradicación militar de la coca y el remate de las riquezas de gas, sin contemplar los riesgos que entraña esta presión en la convulsionada situación del país.

En este adverso cuadro político los auxilios que pueden brindarle a Bush sus principales aliados -a cambio de leyes de inmigración (México), convenios financieros (Chile) o promesas de inversiones (Perú)- resultan insuficientes para desactivar la caldera regional. Por eso el presidente norteamericano trata cordialmente a Kirchner y elogia a Lula, buscando que ambos gobernantes actúen como intermediarios en los conflictos ajenos a la influencia de la diplomática norteamericana.

Las prioridades son «rodear a Chávez» -para atenuar sus desafíos e inducirlo a la desmovilización popular- y evitar un «vacío de poder», que derive en un gobierno popular en Bolivia. La tregua que los enviados de Kirchner y Lula consiguieron de Evo Morales cuándo cayó Lozada constituye un precedente de esta función «moderadora», que el Departamento de Estado le asigna a los «gobiernos progresistas del Cono Sur». Un rol semejante cumplió la diplomacia latinoamericana cuándo en los 80 debilitó en la mesa de negociaciones a los sandinistas que estaban ya acorralados por la agresión de la «contra».

Disyuntivas de la izquierda

El fracaso económico y la declinación política e ideológica del neoliberalismo junto a la continuada presencia de sus modelos en plena irrupción de sublevaciones populares plantean serios desafíos para la izquierda. Los dilemas más complejos aparecen cuándo se deben definir las posturas frente a los nuevos gobiernos de centroizquierda que giran hacia la derecha pero despiertan expectativas entre la población.

Muchos intelectuales reconocen este vuelco pero se resignan apenados. Al plantear que «no existe otra alternativa» recurren al mismo argumento fatalista que utilizaron neoliberales en los 90.

Otros destacan que la conciliación con la derecha es el precio a pagar por el surgimiento de un capitalismo regulado o latinoamericanista. Pero no explican porqué los socialistas deberían celebrar la erección de este sistema de explotación y tampoco aclaran porqué sería factible construir en el siglo XXI lo que no pudo edificarse durante los últimos 200 años. Esta visión genera ilusiones sobre un porvenir improbable y conduce a ignorar la dinámica anticapitalista de la revueltas populares que sacuden a la región.

Quiénes convalidan el rumbo actual de Lula, Kirchner o Gutiérrez cierran los ojos frente a la realidad y no juzgan a los gobiernos de centroizquierda por sus actos concretos, sino por las promesas, discursos y creencias que difunden. No registran que la opción por el capitalismo que han adoptado estos regímenes no constituye un episodio circunstancial, ni fácilmente reversible. Es una elección que expresa la comunidad de intereses que liga a las burocracias gobernantes con las clase dominantes.

Otros analistas estiman que las reformas sociales llegarán cuándo se estabilicen estos gobiernos. Pero la experiencia de las últimas décadas en Latinoamérica indica todo lo contrario. Al consolidar su poder estos regímenes refuerzan sus compromisos con la derecha y abandonan los últimos vestigios de posturas contestatarias. Los dirigentes del progresismo han perdido hace mucho tiempo la disposición a confrontar con la resistencia que opondrían los capitalistas (fugas de capital, boicots y actos de desestabilización), a cualquier reforma social significativa. Por eso la izquierda que avala a estos regímenes tiende a convertirse en una fuerza domesticada y estéril.

Importantes sectores de la izquierda latinoamericana desconocen esta realidad, porque han adoptado la vieja la estrategia socialdemócrata de acceder paulatinamente al poder a través de una sucesión de avances electorales y gestiones municipales exitosas. El shock creado por la sucesión de retrocesos que siguieron a la caída del sandinismo condujo a la revitalización de esta política desde los años 80. Este rumbo les ha impedido registrar las limitaciones que afrontan estas experiencias de gobierno local. Aunque permitan ensayar formas de democracia, contribuyan a modificar la correlación de fuerzas y faciliten el surgimiento de nuevos liderazgos populares, estas iniciativas no resuelven el viejo dilema de los socialistas a la hora de optar entre el sostenimiento o la erradicación del capitalismo. La gestión socialdemócrata conduce al primer sendero y frustra cualquier rumbo de superación de los sufrimientos que padecen millones de latinoamericanos.

Quiénes se ubican en el campo de los gobiernos de centroizquierda dan la espalda a la movilización popular y a toda batalla consecuente contra el neoliberalismo que abra una perspectiva anticapitalista. Pero optar por ese segundo rumbo también plantea agudos problemas, porque obliga a definir una estrategia que no puede reducirse a contraponer pronunciamientos revolucionarios a la capitulación de los centroizquierdistas. El desafío es avanzar en la construcción política de opciones socialistas y no solo entusiasmarse con magnificas ideas del futuro sin evaluar su grado de aceptabilidad entre los trabajadores.

Pero apuntalar una alternativa socialista también obliga a reconocer que ninguna transformación socialesfactibleobviandola conquistadel poder. Se hapuestode moda rechazaresta evidencia proponiendo «cambiar el mundo sin tomar el poder». Pero los promotores de esta vía no brindan un solo ejemplo de como implementarían este curso. Dado que los capitalistas jamás renunciarán al manejo de su estado, no se entiende como podrían los oprimidos resolver sus acuciantes problemas sin capturar ese poder para transformarlo al servicio de la mayoría. Quizás los autonomistas esperan crear islotes de cooperativismo para promover ensayos de igualitarismo antimercantil. Pero estos experimentos resultarían obviamente insuficientes para revertir la tragedia de pobreza, desempleo y explotación que soporta el grueso de la población.

Existen múltiples vías para facilitar el desarrollo de la conciencia socialista, pero el compromiso con la lucha por las reivindicaciones sociales es la condición de cualquier construcción política anticapitalista. Esta acción implica resistir la militarización y la recolonización, rechazar el ALCA y batallar por la cesación del pago de la deuda y la ruptura con el FMI. Estas medidas son indispensables para recomponer los ingresos populares y gestar una genuina integración regional.

El porvenir latinoamericano depende en gran medida de la capacidad de la izquierda radical para conformar un proyecto alternativo en el curso de ciertos desenlaces decisivos. Esta alternativa avanzará si un rumbo socialista se renueva en Cuba, si la resistencia antiimperialista socava el poder económico de la derecha venezolana, si prospera una opción a la dirección del PT brasileño, si se erige un polo político de la izquierda entre los piqueteros y trabajadores argentinos y si progresa la revolución en Bolivia. En este escenario el «posliberalismo» se emparentará en América Latina con el resurgimiento del socialismo.