Nació lejos de donde nos repartió su último aliento.

Su madre la trajo a un mundo ávido de justicia, pan y paz, en Connecticut, Estados Unidos un 6 de enero de 1930. Fue del país de Jerónimo, Withman, Henley, Hemingway, Robinson. Un país que poco comprendemos y que, ocultando su lado hermoso, no nos permiten conocer en su otra y reducida dimensión, los que imponen totalitariamente las ideas de sus gobernantes y financistas y extraen las riquezas, o lo que queda de ellas, con la complicidad de los gobernantes locales, al sur del Río Bravo.

Cuando era adolescente casi y casi adulta, Mary Lou escogió la difícil senda de desposeerse para servir al prójimo y se unió a la congregación Maryknoll. Para empezar esta nueva vida, total y definitiva en ella, siguiendo una ancestral costumbre, cambió su nombre por Laura, como el de su madre, de quien recibió los ríos de leche y miel.

Se formó como pedagoga y antropóloga. Enseñó aprendiendo. Asimiló los caminos de América haciendo tambos. Recorriéndolos palmo a palmo, brisa a brisa, luna a luna. Las tierras martirizadas de Guatemala, El Salvador y especialmente Nicaragua, recibieron las huellas de Laura Glynn y le entregaron su testimonio de intervención extranjera, pobreza y martirio. Aprendió enseñando la biografía de los perseguidos y de los desheredados de su continente.

En Santiago de Veraguas, Panamá, hizo puerto antes de anclar en su última patria. Trabajó junto a la ecuatoriana Elsie Monge, la que sería para siempre su amiga del alma, hermana de lucha, inminente paisana. La radio comunitaria sirvió para los propósitos liberadores. La ruta fue trazada, entre otros motivos, por la irreductible opción por los pobres y por las lecciones de vida y compromiso del cura Héctor Gallego, defensor de los derechos, arrebatados unos e inexistentes otros, de los más pobres. La desaparición de Gallego dejó una estela profunda de reflexión y futuro en las dos monjas compañeras. Las autoridades locales pidieron la salida de ambas y con ello se abrió la puerta al peregrinaje final.

Dicen los montubios ecuatorianos que “donde hay una luz nadie se pierde”. En Ecuador había un sitio luminoso de comunión: Santa Cruz en Riobamba, y un profeta que cargaba, la dulce y pesada cruz del compromiso: Leónidas Proaño. Allí arribaron las dos, Laura con Elsie, a engrosar el equipo pastoral. Y permanecieron un tiempo en esa provincia donde sobrevivía el acial que servía para estimular el trote de las bestias como arma de los señores feudales para la servidumbre indígena.

De Chimborazo fueron al Chota, región donde viven los descendientes de los esclavos africanos, traídos para cultivar y cosechar en las haciendas que producían la caña y el azúcar. Juntas ayudaron a fundar la primera organización popular de la zona, la Federación de Trabajadores Agrícolas del Valle del Chota. Hay un mártir que bautizó esa lucha con su sangre. Era Mardoqueo León, el asesinado. El crimen conmovió a un país informado por estas dos defensoras de los derechos humanos. Las organizaciones de trabajadores se solidarizaron y salieron a las calles enarbolando su nombre, que hoy pertenece, como el de Laura Glynn, a la heredad de héroes y heroínas del Ecuador, emprendedores por construir un paraíso aquí en la Tierra .

Los derechos humanos en Ecuador, conculcados como en el resto de patrias de esta Laura continental, tienen que ver con la sistemática persecución del Estado a los comprometidos con el cambio, a los denunciadores de la injusticia oficial y la mentira, a los inocentes y hasta a la masa anónima. Y con la otra forma de represión que es la pobreza sistematizada mediante los planes económicos fondomonetaristas y bancomundialistas que se nos imponen desde el imperio de las transnacionales. Decenas de miles de desaparecidos, asesinados, perseguidos, torturados y presos, junto a millones de empobrecidos, testimonian la inaplicabilidad de la Carta de los Derechos Humanos, suscrita por todos los gobiernos de América, que ampara, solamente en el papel y en el encabezado de constituciones mentirosas, derechos violados, vulnerados, pisoteados, de todas y de todos. Laura optó por su defensa, por exigir su integral aplicación.

Luego de la masacre de los obreros de Aztra, un grupo de defensores de varias comunidades cristianas (luteranas, protestantes, católicas), fundan la Comisión Ecuménica de Derechos Humanos, CEDHU, su primer presidente fue el ya fallecido y recordado pastor Rvdo. Washington Padilla. La constitución de este organismo fue un ejercicio ecuménico de verdad y seguramente el más serio, si no el único, que se ha realizado Allí encontraron su nueva casa, las hermanas Laura y Elsie. Unos años después fueron promovidas para dirigir este organismo que ha desarrollado una labor solidaria y audaz, que ha salvado vidas, que ha acompañado perseguidos y familias de desaparecidos, que ha estado, continuamente, donde las papas queman.

La adhesión a la lucha de los pueblos de Nuestra América era también un signo de Laura Glynn. Este continente subyugado, pero nutrido de esperanzas, la enamoró llenándola de hechizos, a pesar de los golpes, como a muchas y muchos de su comunidad. Cuatro hermanas suyas, religiosas de Maryknoll como ella y estadounidenses como ella, pagaron un alto precio, violación y asesinato, por sus denuncias contra el tormento del pueblo salvadoreño. Los perseguidos de América tuvieron, en Laura junto a Elsie, un par de invariables junto a su lado y también las masas que iban aclarando los caminos. La pelea por la soberanía era, para Laura, la trama que unía a los esclavizados en la conquista de sus derechos. Defendió la razón y el derecho inalienable del pueblo cubano a su autodeterminación y a una nueva sociedad, así como de los pueblos de Centroamérica y el Caribe y últimamente del pueblo bolivariano de Venezuela. Todos los espacios de solidaridad la tuvieron militante.

Fue una ardiente defensora de la paz y practicante activa de la no-violencia. Su voz se alzó para denunciar las guerras imperiales y locales, los omnipotentes señores del armamentismo, la esclavizante y usurera deuda externa. Estuvo con sus coterráneos, de cerca y de lejos, repudiando las aventuras bélicas estadounidenses como las de Vietnam e Iraq, o el cúmulo de intervenciones descaradas en toda Nuestra América.

Laura Glynn se nos volvió parte de la cotidianidad. Nunca había que buscarle. Estaba donde era necesaria, lo que en Ecuador quiere decir en todas partes. Su cabeza encanecida y su frágil figura podían advertirse en las cárceles, en la Plaza Grande amparando a la extraordinaria lucha de los Restrepo y demás víctimas de la represión, en las largas noches de los perseguidos, en las búsquedas interminables de los desvanecidos en manos del Estado, en fin, estaba donde brotara la más pequeña partícula de injusticia. Y en la solidaridad activa y militante con las jornadas de lucha de nuestro pueblo que fue suyo. También sacaba tiempo para dar aliento a los que perdíamos las pequeñas batallas de la vida y a quienes necesitábamos de lo más simple hasta lo más complejo para arreglar un aprieto. Fue solidaria: sin horario, sin tregua.

Regresó recientemente de los Estados Unidos. Se llenó de su familia paterna a la “que unía con su presencia”. Cuando le pidieron que ya deje su larga misión en Ecuador, les respondió que no. Amaba al pueblo ecuatoriano y a Nuestra América con pertenencia de patria propia. Los pronunciamientos en los medios de comunicación de periodistas, articulistas y reporteros, dirigentes sociales y políticos, intelectuales, religiosos y pueblo común atestiguaron la obra de Laura, su capacidad intelectual, su sabiduría, su humildad, su valentía, su delicadeza, su fino sentido del humor. Decenas de organizaciones, dirigentes y artistas, se presentaron ante su féretro durante la velación. Más de un millar de personas de todas las condiciones y aún de todas las creencias, abarrotaron el templo en el que el Arzobispo Emérito de Cuenca Luis Alberto Luna y “el cadáver pleno de vida de Laura” llenaron el espacio restante con cantos y palabras repletas gratitud.

La sembramos hace días en un cementerio de Quito, muy cerca de la tumba de su amiga Luz Elena Arismendi. Se nos quedaron sus cenizas en el Ande, con maíz y chagrillo, con chicha y cerveza helada, con nuestras lágrimas, entre nuestras muertas y nuestros muertos. Se alzarons los coros al “Cristo trabajador”, las canciones de Jaime Guevara, las viejas cántigas de Moti Deren, el churo andino anunciador de celebraciones grandes y curador de penas y, por supuesto, el “We shall overcome” de su pueblo honrado.

Nos va a hacer mucha falta nuestra Laura en las nuevas travesías de su pueblo que necesita redención, liberación, luz de unidad, fuerza de verdad y ejercicio pleno de todos sus derechos. Con Elsie y la CEDHU agradecemos su vida que terminó antes del amanecer.

Laura Glynn, hija y hermana de Nuestra América...hasta siempre!