El Chipi tiene la vida jugada desde hace rato. No hay horizontes detrás de sus ojos. Cuando mira, no ve. Hace rato que dejó de ver. A lo mejor por temor a verse. Por espejarse en los horrores del camino en el que fue siempre una piedrita que rodaba más y más hacia los abismos.
Se para frente al mundo como en un pedestal y prepotea la vida para imponerse y no exhibir su fragilidad. Esa que le nació, tal vez, aquel día en que apenas tenía 8 años y el viejo le dijo “vení, ya sos un hombre. Vas a hacer de campana”. No sabe cómo pero el tiempo pasó y ya tiene 14 ó 15. A veces ni él lo recuerda.
Es una estadística el Chipi. Uno de tantos. Un número al que nadie registra. Porque el tiempo que fue transcurriendo, a ritmo distinto que en los demás, le fue devorando las ganas y opacando los ojos. Esos que alguna vez supieron ser almendrados y luminosos. Pero ya no. Hoy suele asemejarse a un fantasma que deambula sin rumbos ni metas.
La primera vez fue como un flash. Sintió que era mago y marionetero al mismo tiempo. Que se olvidaba de todo y recordaba cosas que quizás ni siquiera habían existido. El paco lo enamoró. Como un amor gitano que le devoró el cerebro. Como tantas veces, se dejó subyugar por la necesidad de evadir la casa, el barrio, su gente, el viejo, la calle, la vida entera y aspiró hondo de la bolsita.
Pero el paco es otra cosa. El Chipi dice que siente que le salta el corazón o a veces se le detiene. Que la adrenalina le corre por el cuerpo y se asusta de todo. Y al mismo tiempo escucha los sonidos de las hojas que se desprenden de los árboles como queriéndose ir del mundo. Como le pasa al Chipi pero él no puede. En esos momentos piensa que la muerte lo espera y le abre los brazos entonces se entrega. Pero no. Extrañamente sigue viviendo. Entonces recae a pocos segundos de que el efecto se le diluya porque de otro modo la tormenta lo baña de una angustia insoportable. No más de cinco minutos y de vuelta a clamar por más y más en un círculo imparable.
Pedro Saposnik, director del Hospital Penna, dijo alguna vez que “los chicos se dan cuenta que se están muriendo de a poco y algunos no lo pueden soportar, no pueden esperar a verse morir y lo hacen ellos mismos rápido, suicidándose”.
A pibes como el Chipi y los miles de Chipi que deambulan por los arrabales de la vida les dicen “San la Muerte”. Por esas flacuras extremas y esos rostros demacrados. Con los sueños vendidos al primer mercader de cada esquina.
Alguna vez, Pity Alvarez, de la banda Intoxicados, contó que “la pasta base puede ser tu patrona. No la puedo dejar y es un garrón. No soy libre. Se me van las ganas de hacer música y de acariciar a mis perros. No puedo parar y es como estar muerto”.
Eduardo Laborato, referente de Sedronar, advirtió –junto a las Madres del Paco- que “cuando hablamos de drogas, decimos que siete de cada diez niños con una adicción, muere”.
La muerte se los lleva demasiado pronto. Sin dejarles saborear de la vida los manjares más bellos. Jugar a la pelota. Saltar la soga. Treparse a un árbol. Desgajar una naranja y reirse a las carcajadas hasta que la panza duela. Comer un chocolate o correr bajo la lluvia hasta desfallecer de pura felicidad.
Siete de cada diez adictos no sabrán lo que es tener un hijo ni sabrán de utopías y de caricias. El Chipi puede ser uno de esos siete. Y él lo intuye. Por eso vuelve una y otra vez más sobre ese veneno maldito que le intoxica la sangre y le destruye las palabras y el pensamiento. Siempre regresa y esas ínfimas partículas le deshacen los pulmones hasta transformarlos en náuseas que buscan el afuera.
Son los excluidos de los excluidos. Las últimas piezas de un sistema se van derrumbando en un proceso de enorme violencia. Los 90 democratizaron en vastos sectores infinitas indignidades. Y se impuso un estado social en el que con extrema perversidad se asoció el círculo represivo y el disciplinamiento social. Se llenaron los barrios más pobres de esa droga barata y cruenta que fulmina a los pibes impiadosamente. Y la ecuación es perfecta: encerrarlos o matarlos. Con la bala o con la droga.
La socióloga Alcira Daroqui escribió que “se expanden el tráfico y el consumo de drogas en los sectores más pobres, lo que también puede ser entendido o al menos debería ser analizado como otra estrategia de gobernabilidad en clave de neutralización e incapacitación de esos sectores”.
Siete de cada diez. Setenta de cada cien. Setencientos de cada mil. Se van cayendo por los acantilados de la vida como las piezas de un dominó malvado parido bajo los efectos de la inequidad. Son los residuos. Los sobrantes. Los sin retorno. Son la resaca del sistema que es necesario desactivar sin miramientos. Y la disyuntiva es tajante: disciplinarse o morir.
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