No hay mayor curiosidad que la que necesita ocultarse.

Manuel de Lope, Bella en las tinieblas,

Alfaguara, Madrid, 1997

Imaginemos un hombre nacido en Buenos Aires en 1960, un ilustre desconocido que responde al nombre de Esteban Lönnrot, y acaba de franquear la barrera de los cuarenta.

Tal vez el hecho de que viviese su infancia y su adolescencia en un país gobernado por sucesivas dictaduras militares apenas interrumpidas por breves interregnos democráticos, haya contribuido a acentuar su temperamento rebelde y su fidelidad y lealtad a los principios republicanos de la Nación. Quizá la historia del asesinato de su abuelo Erik a manos de un pistolero de Avellaneda, que tantas veces escuchara contar a su padre desde que era niño, lo hubiese predispuesto más que a otros a la búsqueda de la justicia.

Sin embargo, Esteban Lönnrot nunca tuvo militancia política. Su pasión excluyente ha sido, más bien, el estudio de la Historia, que no le ha impedido colaborar subterránea y consecuentemente con los organismos de defensa de los derechos humanos. Todo lo contrario: con ellos comparte el compromiso de reconstruir la memoria de lo acontecido durante el último gobierno militar.

Por esas inclinaciones y fidelidades, y por su celo insobornable en la búsqueda de la verdad, Esteban Lönnrot se nos aparece como una suerte de moderno ujier de la República de la historia de Occidente se encargaba de "la custodia y guarda de las armas del Rey". En la Argentina de hoy, bien podríamos llamar también ujieres a los auditores que vigilan los registros contables del gobierno, o a los secretarios de juzgados y fiscalías, muchos de ellos personajes a los que Esteban Lönnrot tiene acceso directo, y que son las verdaderas fuentes de gran parte de la información que él ha ido recogiendo acerca de la historia de las coimas en el Senado de la Nación.

Confiamos en que el lector será indulgente con nosotros por haber recurrido a este personaje de ficción. No se nos ocurre otro modo de enmascarar las fuentes que nos dieron acceso a datos reservados, y que facilitaron nuestra llegada a niveles privilegiados de los estamentos gubernamentales y judiciales.

Así pues, diremos entonces que Esteban Lönnrot, nuestro ujier, émulo de Sherlock Holmes, coleccionista de archivos, buscador empedernido e infatigable, pudo consultar la causa penal y otros documentos en poder de las autoridades nacionales, se entrevistó con algunos de los protagonistas del escándalo, y consultó la prensa y las obras que se refieren a este tema. Pero, vale la pena aclararlo, desechó los contactos con agentes de inteligencia, espías en actividad o retirados, y con quienes pudieran afectar la credibilidad y la honorabilidad del reportaje periodístico.

Como todo relato, también éste tiene un punto de partida en el tiempo. Digamos el 26 de junio de 2001. Al atardecer de aquel día de comienzos del invierno porteño, Esteban Lönnrot salía con paso decidido de su modesto departamento, en una planta baja del barrio de San Telmo. Lo habían invitado a una recepción que ofrecía la gobernación de la provincia de Chubut en el Salón Azul del Senado de la Nación, y le gustaba la idea de pasearse por la escena del crimen sin despertar sospechas. Debido a una combinación de acontecimientos, él era, probablemente, el único que conocía en detalle todos los entretelones del pago de sobornos a un grupo de senadores nacionales para que aprobaran la Ley de Reforma Laboral durante la sesión del 26 de abril de 2000. Finalmente, la ley sería promulgada el 11 de mayo siguiente, tras su aprobación por la Cámara de Diputados.

Mientras el taxi recorría la Avenida de Mayo rumbo al Congreso, el ujier recordó que las consecuencias políticas e institucionales de la posterior revelación del cohecho no se habían hecho esperar: el 6 de octubre de 2000, el entonces vicepresidente de la República, Carlos Chacho Álvarez, que en su momento había denunciado el hecho, renunció a su cargo desatando una crisis de proporciones en el gobierno de la Alianza. Al cabo de siete meses, el 4 de mayo de 2001, desengañado porque no se había encontrado ninguna prueba definitiva de cómo se perpetrara el delito, Álvarez abandonó la política activa.

Envuelto en esas reflexiones, Esteban Lönnrot bajó del taxi frente a la entrada del Congreso que da a la calle Hipólito Yrigoyen. Un momento después subía las escalinatas con parsimonia, y dejaba que su espíritu se impregnara de la fastuosidad monumental del edificio. Ésta era una de esas ocasiones en que la afición por la música clásica lo ayudaba a templar su ánimo: ahora, por ejemplo, le parecía estar escuchando claramente los primeros compases de la Tercera Sinfonía de Beethoven.

Al llegar al vestíbulo, imprimió a su andar un ritmo más enérgico. Mansamente se sometió a las verificaciones de rigor. Esgrimió la cartulina de invitación que le habían enviado desde la Universidad Nacional de La Plata y la empleada de seguridad le franqueó la entrada. Agradeció con una sonrisa fugaz, por la que asomó su alineada dentadura, y subió hasta el primer piso. Una oleada de placer lo envolvió mientras pisaba los gastados mármoles y reconocía las esculturas. La inmensidad del palacio parecía acentuarse por imperio del silencio. El ujier avanzaba bajo la mirada atenta de los ordenanzas impecablemente trajeados. Los saludó con un gesto vago y ellos respondieron casi al unísono.

Ya que nadie le preguntaba a dónde iba, apresuró aún más el paso. Aunque sabía perfectamente cómo llegar al Salón Azul, de pronto se detuvo, como si vacilara, y enseguida retomó la marcha en otra dirección. Sentía que antes de sumergirse en aquella recepción necesitaba echar una mirada al Salón Eva Perón, el recinto en el que los senadores habían debatido, entre tantas otras,

la famosa Ley de Reforma Laboral.

Los martes no eran días de sesión, de modo que el lugar estaba desierto, y prácticamente a oscuras. Respiró hondo y, durante un largo rato, recorrió con la mirada los palcos silenciosos y las bancas vacías. La Tercera Sinfonía de Beethoven seguía martilleando en sus oídos, y se encontró tarareando sin quererlo un pasaje del primer movimiento

Ya estaba en la escena del crimen, y tuvo la certeza de que no debía esperar más. La suerte está echada, se dijo. Ya no tenía sentido consultar a nadie más: ni a sus amigos, ni a su mujer, que habían sido los depositarios naturales de sus dudas. Había acopiado los elementos suficientes y podía decidir de una vez por todas. Sabía que no estaba dispuesto a cambiar el rumbo. Con esta convicción abandonó el recinto de sesiones y se encaminó al Salón Azul.

Una vez allí comenzó a zigzaguear entre la concurrencia convocada para la inauguración de la II Exposición Integral Chubut Inquieta, en la que se destacaban los óleos de Gisela Yagüe, Silvia Salinas y Ubaldo Guerino Ongarato y los stands con productos regionales. Se entretuvo unos instantes contemplando una talla toba sobre piedra de Néstor Camino y la serie fotográfica Los largos caminos del viento, en homenaje a los cien años de la llegada de los primeros inmigrantes boers a la Patagonia. Un mozo le ofreció una copa del Malbec de Luigi Bosca cosecha 1993 que había donado especialmente la gobernación de Mendoza; otro llevaba en su bandeja tostaditos de jamón y queso y empanadas. Comió una, que empujó con unos sorbos de vino; siguió avanzando entre los asistentes, y con frases cortas y respetuosas saludó a hombres y mujeres de su generación, eligiendo al azar entre los grupos. Desde detrás de sus delgados cristales de astigmático comprobó que la mayoría de los asistentes le resultaban extraños e indiferentes, salvo un puñado de colegas del trabajo, y algún ex compañero de la Universidad, o dirigentes de derechos humanos que frecuentaban el edificio legislativo.

Lo que era cierto, en todo caso, era que la inmensa mayoría de los que formaban aquel hormiguero humano ignoraban que aquel hombre de silueta opaca, vestido sin estridencias - jeans negros, saco gris jaspeado, camisa celeste, corbata con rayas horizontales rojas y azules, mocasines marrones-, el ujier Esteban Lönnrot, se encontraba en las vísperas de lo que sería el acto más importante de su vida.

Un rato después -a esas alturas ya había dado cuenta de dos copas de vino y tres empanadas tucumanas de carne cortada a cuchillo-, se apartó subrepticiamente del tumulto con el pretexto (que por lo demás no debía comunicar a nadie, pensó, riendo para sus adentros) de recorrer la exposición. Deambuló por el Salón de Lectura, volvió a dar un paseo circular por el Salón Azul, y se detuvo a escudriñar la concavidad de la gran cúpula central del edificio. Bañado por la iluminación de la antiquísima araña de dos toneladas, observó con detenimiento la minuciosidad del tallado de cariátides, cuadrigas, capiteles y estatuas que oficiaban de adorno.

Cuando bajó la mirada sintió la urgencia de regresar a la escena del crimen. Giró sobre sus talones y se encaminó una vez más al recinto de la Cámara de Senadores. Sabía que la información que había reunido (tenía documentos, cintas magnetofónicas, videos) era más que suficiente para probar que las denuncias acerca del pago de coimas a algunos senadores para la aprobación de la Ley de Reforma Laboral estaban fundadas. Había, como dicen los juristas, numerosos indicios concordantes. Con la mirada fija en los escaños de los corruptos se imaginó comunicándoles la sentencia. Su condena mencionaba también explícitamente a los corruptores.

Un rato antes, allí mismo, había tomado la decisión. Ahora se prometió a sí mismo que no moriría con el secreto. Y que no se iría de la Argentina para rehacer su vida en el extranjero, como había llegado a pensar en los momentos de mayor desánimo, asqueado como tantos otros que creían todo perdido en la tierra natal. Y en ese momento experimentó una vez más, a flor de piel, aquel sentimiento que lo embargaba desde hacía tanto tiempo: una oleada de rebelión contra la dictadura de los mediocres, contra el despotismo y la arbitrariedad de lo políticamente correcto.

A estas alturas, nada de eso importaba. Él, a su manera, se alzaría contra la corrupción y la injusticia. No trasladaría a los demás, ni al país, esa angustia que no lo dejaba dormir en paz. Asumiría su responsabilidad individual, y a pesar de su profunda depresión, no se dejaría insensibilizar por el sufrimiento. Si él podía evitarlo, se dijo, ningún otro negociado quedaría impune. El Senado de la Nación estaba cubierto de lodo y ensuciaba a las instituciones republicanas, y eso era más de lo que Lönnrot podía soportar. En su mente la Heroica de Beethoven estaba llegando a su fin.

Mientras abandonaba sin apuro el edificio del Congreso de la Nación con las manos enfundadas en los bolsillos de su jean -al fin y al cabo, se sentía reconfortado por la decisión que acababa de tomar-, Esteban Lónnrot comenzó a reconstruir la historia del escándalo.

Lo primero que le vino a la mente fue la batalla que Carlos Chacho Álvarez había perdido contra la corporación legislativa.

Desde que asumiera el cargo, el 10 de diciembre de 1999, el vicepresidente se había embarcado en una cruzada depuradora enderezada a desarticular el sistema de prebendas imperante en la Cámara Alta. Lörinrot se preguntaba si aquella lucha no había sido un mero ejercicio de voluntarismo político, o si se había tratado, en realidad, de un atajo que no tenía otro final posible que exponer la impotencia del gladiador ante la sociedad.

Álvarez, recordó, conocía muy bien el Congreso: había sido asesor del senador peronista Deolindo Felipe Bittel en la Comisión de Economías Regionales del Senado, y más adelante, en 1989, fue electo diputado nacional por el justicialismo de la Capital, en las listas que encabezaba Carlos Menem como candidato a Presidente de la Nación. A poco andar, consolidó su figura como líder del Grupo de los Ocho, un conjunto de diputados nacionales que rompió abiertamente con el gobierno de su partido -y criticó las políticas menemistas. A partir de entonces, su figura no había dejado de crecer.

Sin embargo, cavilaba Lönnrot, la batalla del Senado no podía haber tenido un final negociable en el Congreso. ¿Había pecado de ingenuidad el vicepresidente, o se había embrollado en una estrategia equivocada? Fuera como fuese, llegado el momento no tuvo otra alternativa que dimitir y morder el polvo de la derrota.

Hoy, 26 de junio de 2001, el desenlace del escándalo por las coimas se acercaba a una catástrofe similar. Exactamente doce días antes, recordó el ujier, la falta de mérito que benefició a los once senadores imputados (ocho justicialistas y tres aliancistas), dictada el 29 de diciembre de 2000 por el titular del Juzgado Nacional en lo Criminal y Correccional Federal número 3, Carlos Liporaci, había quedado prácticamente confirmada, pese a la apelación presentada el 1 de febrero de 2001 por los fiscales federales Eduardo Freiler y Federico Delgado, recurso que afectaba a siete de los once legisladores (seis peronistas y un radical).

Lónnrot salió por Hipólito Yrigoyen, cruzó la Avenida Entre Ríos, recorrió en diagonal la Plaza de los Dos Congresos y enfiló por Avenida de Mayo en dirección a la Casa Rosada. No podía sacarse de la cabeza las irregularidades del proceso.

El 15 de febrero de 2001, el juez Liporaci, a cargo de la causa desde el principio, seriamente acosado por pruebas irrefutables de enriquecimiento ¡lícito, había sido despojado de su investidura por el Consejo de la Magistratura.

Al principio, Liporaci había sido reemplazado por su colega Rodolfo Canicoba Corral, subrogado a partir del 19 del mismo mes, y hasta hoy, por el juez Gabriel Cavallo. La negligencia de este último hizo prevalecer el criterio de archivar la causa. En una palabra, se dijo el ujier, frenó la investigación. Y el 14 de junio de 2001 puso veladamente de manifiesto su intención, secundado por la Sala I de la Cámara Federal de Buenos Aires, por el Ministro de justicia y Derechos Humanos, Jorge Enrique De la Rúa, y por Carlos Becerra, jefe de la Secretaría de Inteligencia de Estado (SIDE) y dos de sus subordinados, el contador Esteban José Gallea y el letrado Gabriel Mario Presa.

La maquiavélica puesta en escena había tenido lugar, recordó Lónnrot, en el segundo piso de los Tribunales Federales de Buenos Aires, en la Avenida Comodoro Py. En el acta librada en la ocasión, la causa penal por las presuntas infracciones de cohecho activo, sobornos, abuso de autoridad, violación de los deberes de funcionario público, atentado contra la autoridad y otros -que el 22 de agosto de 2000 desencadenaran los escritos de denuncia elaborados por prestigiosos abogados-, se dio por clínicamente muerta. El sobreseimiento de facto surgía como inevitable. A lo sumo una cuestión de pocas semanas, había calculado el ujier en ese momento.

Sin embargo, recapituló el ujier mientras cruzaba la Avenida 9 de julio, dos eran las campanas que sonaban en ese 26 de junio de 2001. Una, la que tañía el juez Gabriel Cavallo, aderezaba el contexto del último acto que daría el golpe de gracia a la causa del Senado y acallaría el alboroto que despojaba de credibilidad y legitimidad a la Cámara Alta.

Cavallo concebía un documento que rechazaba la queja de los fiscales, que impugnaban el peritaje de un experto de la Oficina Anticorrupción (OA). La objeción de Freiler y Delgado se fundaba en la falta de garantías de imparcialidad: no era admisible que las cuentas de la Secretaría de Inteligencia de Estado (SIDE) fueran revisadas por un organismo como la OA, que obedecía órdenes del hermano del Presidente de la Nación -a la sazón Ministro de justicia, cuando los acusados de consumar el cohecho eran agentes de espionaje y policía bajo cubierta institucional del propio Fernando De la Rúa. No había que ser ningún experto, pensaba Lónnrot, para darse cuenta de que la medida que elucubraba el juez Cavallo sentaría las bases para decretar más temprano que tarde la defunción del sumario judicial. Parecía obvio: la resolución bloqueaba la reivindicación del Ministerio Público de que se encomendara la sonada auditoría a la Sindicatura General de la Nación (SIGEN). Lónnrot sabía que la SIGEN era precisamente el organismo más indicado para la tarea por haber demostrado independencia y por no estar contaminado por el Poder Ejecutivo, del que se sospechaba que había pagado las coimas desde las cloacas de la SIDE.

La otra campana la había hecho sonar el juez federal Jorge Urso, cuando convocó por segunda vez a declaración indagatoria al ex presidente Carlos Menem para el día siguiente, 27 de junio. Menem se encontraba detenido desde el 7 de junio de 2001, bajo sospecha de encabezar una asociación ¡lícita cuyo objetivo era vender ilegalmente armas argentinas a Croacia durante el conflicto de los Balcanes, transgrediendo el embargo de la ONU, y a Ecuador mientras Argentina era garante de paz en la guerra de la Cordillera del Cóndor. En plena luna de miel con la animadora de la televisión chilena Cecilia Bolocco, Carlos Menem transitaba los prolegómenos de su procesamiento penal, que sobrevendría el 4 de julio, lo que podría llevarlo al juicio oral.

El ujier pasó por delante del tradicional Café Tortoni. En la cuadra siguiente echó una mirada fugaz a la fachada de la Embajada de Israel y pronto dejó atrás el edificio del Gobierno Autónomo de la Ciudad de Buenos Aires. Se dio cuenta en ese momento de que había estado haciendo un trayecto inverso al de las coimas que ensombrecieran la caótica democracia argentina, motivo del insomnio que atormentaba sus noches.

Lónnrot miró su reloj. Eran las 20.47 horas. La noche estaba fresca y el viento rolaba al norte. Levantó los ojos y vio las estrellas en el firmamento despejado. Pensó que si quería llegar puntualmente a la cita que tenía con el editor, que lo había invitado a comer en el restaurante Plaza Mayor, de San José y Venezuela, debía encaminarse hacia el sur.

Si en algún momento había dudado de la conveniencia de publicar un libro acerca del escándalo de las coimas en el Senado, pensó, los sondeos de opinión que se publicaran por aquellos días terminaron de convencerlo: un 65 por ciento de los encuestados estaban convencidos de que no se establecerían culpabilidades, y de que no habría castigo alguno para los autores.

No tenía una idea muy precisa de cómo se hacía un libro y desconocía la fórmula que le propondría el editor; de lo único que estaba seguro era de que sabía lo que tenía que contar. A pesar de la inquietud y de la impaciencia de su ánimo, su vehemencia seguía intacta. También tenía miedo, pero no por eso iba a retroceder. Sospechaba que sólo si asumía esta responsabilidad podría volver a conciliar el sueño.

Retomó la marcha por Bolívar en dirección a la Avenida Belgrano. Cirujas y cartoneros revolvían en los tachos y bolsas de basura. La ciudad estaba desolada, acuciada por la precariedad, traumatizada, sacudida, entre otras ignominias, por las repercusiones del desguace de Aerolíneas Argentinas.

Para no hablar, se dijo el ujier, de la onda expansiva de los cortes de ruta de los piqueteros de Salta, que se entremezclaba con el estremecimiento político causado por los informes del Subcomité del Senado norteamericano sobre el lavado de dinero en la Argentina, unos 4.500 millones de dólares.

Para no hablar de la actitud criminal del peronismo que en un acto político celebrado en el mismísimo Congreso de la Nación, y que socavaba abiertamente el espíritu republicano, había impugnado la prisión de Carlos Menem en la causa por la venta ilegal de armas. Aquella venta semiclandestina de 6.500 toneladas de material militar a Venezuela y Panamá, con usuarios fraguados en decretos presidenciales que habían teñido de falsedad ideológica la operación, recordó Lónnrot, había esquilmado y humillado al Estado, y herido gravemente la dignidad nacional.

Para no hablar de la sutileza de muchos de los miembros del actual gobierno, como el Ministro de Salud, Héctor Lombardo, que acababa de estigmatizar al jefe de la república Fernando De la Rúa diciendo muy suelto de cuerpo que sufría de arteriosclerosis.

La repentina anchura de la Avenida Belgrano, no por previsible menos sorprendente, lo ayudó a borrar las imágenes del desquicio y a desviar sus pensamientos a su preocupación más inmediata: sí llegaba a un acuerdo con el editor, debería ponerse a escribir el libro de inmediato.

Tendría que poner un poco de orden en la montaña de papeles y documentos, "las pruebas de la infamia», se dijo en un repentino arranque tanguero, material que almacenaba desde hacía meses en el departamento deshabitado de su cuñada, allá en Caballito, su refugio de los fines de semana.

Todo resultó más fácil y expeditivo de lo que había imaginado. Antes de llegar a los postres, el editor le dio un plazo máximo de entrega de dos meses.

A partir del día siguiente, Lónnrot se entregó febrilmente a la escritura de su manuscrito.

Una semana antes de que expirara el plazo le entregó un disquete al editor, pidiendo humildemente una opinión. «Corrija lo que le parezca -argumentó-. Puedo haberme equivocado en unas cuantas cosas por falta de oficio, pero no en lo principal. Los datos son todos verdaderos." El texto incluía la crónica y los resultados de su investigación, y algo más: muchas de las reflexiones a las que lo había inducido su indignación republicana. Lónnrot tenía razón. El editor no se atrevió a modificar ni una palabra.

Fuentes

Héctor P. Recalde, Crónica de una ley negociada, Ediciones Depalma, Buenos Aires 2000.
Diccionario de la Lengua Española, Espasa Calpe, Vigésima Edición, Barcelona, 1984.

Nuevo Diccionario Enciclopédico Lectum, Tomo 5, Buenos Aires, 1965.

Orlando Juan Rigoli, Senado S. A., Planeta, Buenos Aires, 2000.

Martín Granovsky, El divorcio, El Ateneo, Buenos Aires, 2001.

Beto Casella y Darío Villaroel, La mano en la lata, Grijalbo, Buenos Aires, 2000.

Clarín, Buenos Aires, 7 de octubre de 2000.

Juzgado Nacional en lo Correccional y Criminal Federal número 3, causa 9900/00 "Ortega, Ramón Bautista y otros s/ cohecho", Tomo xx, folios 3945 y 3965.