Hace aproximadamente 10 años, cierto seminarista, a punto de ordenarse, notoriamente afectado por un trauma sicológico, se apersonó a la redacción de Los Tiempos para denunciar una especie de «esclavitud sexual» a la que había sido sometido por un famoso obispo que ejerce aún funciones jerárquicas en el clero.

El seminarista accedió a convertirse en el amante del obispo pederasta, seducido por las promesas de canonjías y privilegios que obtendría una vez que el prelado acceda a un alto cargo en la Conferencia Episcopal. Cuando el obispo llegó al poder en la élite del clero, su amante lo buscó reclamando las prebendas ofrecidas. «Pero monseñor x.x. me rechazó y se negó a recibirme en su despacho dejándome así como me ve», nos explicaba con labios temblorosos, la mirada enrojecida por un llanto interior y con un patético despecho que rayaba en la locura.

El joven religioso estaba tan destruido anímicamente que su versión nos parecía fantasiosa y poco creíble. Hicimos las consultas del caso con nuestra jefatura de redacción y decidimos rechazar la denuncia porque, como buenos católicos y ex lasallistas, estimábamos entonces que lanzar semejante acusación contra nuestra Santa Iglesia era un acto de herética irresponsabilidad. Ofrecimos al seminarista, si acaso le servía de consuelo, interceder por él ante su presunto obispo amante, pero el deshonrado joven no volvió más a las oficinas de Los Tiempos.

Murió el perverso tabú

Debió transcurrir una década desde que recibimos la visita de aquel infortunado seminarista para que el tabú de los sacerdotes pederastas (o «kjuchi curas» como se los califica en los pueblos del Valle) salte ante los ojos del mundo con los escándalos mediáticos que desenmascaraban a decenas de sacerdotes del alto rango acusados de violación de menores, homosexualidad y otras formas de pederastía clerical en Estados Unidos, México, Brasil o Africa.

El caso de obispos que violaban a monjas en conventos sudafricanos obligándolas a abortar; la noticia de un párroco de Boston que estupró a una niña tras el altar; o el encarcelamiento de un cura que follaba con adolescentes seminaristas desde los años setenta, son sólo un dato parcial del complejo problema moral que atraviesa la Iglesia Católica a partir del Celibato, institución perversa que el Vaticano se niega a discutir.

«El Celibato es una institución monstruosa, hipócrita, que debilita del fe del pueblo en su Iglesia y causa frustración entre los propios sacerdotes con auténtica vocación cristiana que no están de acuerdo con la abstinencia forzada», afirma Rafael Puente Calvo, un ex religioso e intelectual de izquierda que respalda un movimiento generacional en el seno de la propia Iglesia Católica empeñado en cuestionar la vigencia absurda del Celibato a estas alturas del siglo XXI. Según Puente, el Celibato ya fue en los hechos abolido, tanto a partir de la desviación y perversión sexual especialmente entre sacerdotes de alto rango, o mediante el matrimonio y la paternidad tolerada en los estamentos inferiores de la estructura católica. «Lo único que falta es abordar el tema con honestidad y transparencia», sostiene.

La retórica de Tito Solari

Respaldado por una corte de periodistas mojigatos e «inmaculados», el Arzobispo de Cochabamba, monseñor Tito Solari, entró en campaña para neutralizar la demanda de una buena parte de los sacerdotes cochabambinos que exigen poner en debate y reflexión el tema del Celibato.

«El Celibato no se discute, es un don divino», suele repetir monseñor Solari argumentando que la existencia de curas pederastas e inmorales dentro de la Iglesia es un problema natural de todas las instituciones terrenales. Algo así como que maricas, pedófilos y violadores existen en toda la humanidad y para ellos está el castigo de la ley penal, por más curas que fueran. Y punto. El Celibato no se discute.

Sin embargo, hay algunos clérigos que consideran que la autoflajelación o el baldazo de agua fría para resistir las tentaciones de la carne son prácticas tan medievales como la Inquisición y no corresponden a estos tiempos en que la Iglesia debe continuar su secular modernización. A esos sacerdotes se los conoce en el valle cochabambino como "tata-kjalinchos", quienes conviven en alegre armonía con los sencillos feligreses, para bien de la Iglesia.

«Tata-kjalinchos» y «kjuchi-curas»

Dentro el periodo comprendido entre la Guerra del Chaco y la Revolución del 52, la Iglesia Católica boliviana, de manera particular en Cochabamba, experimentó un cambio radical en su composición social con la incorporación masiva de sacerdotes originarios de provincias y zonas indígenas del valle, quienes a lo largo de su misión pastoral aprendieron a involucrarse con la feligresía, compartiendo la mentalidad popular con sus expresiones culturales y manifestaciones lúdicas, y con sus dramas humanos también.

El costumbrista quillacolleño don Alfonso Prado denomina a estos sacerdotes de raigambre ciudadana «tata-kjalinchos». Hace pocos días, los canales de televisión nos mostraron imágenes del cochabambino secretario general de la Conferencia Episcopal de Bolivia, el padre Fernando Rojas Tardío, bailando magistralmente una cueca en el cumpleaños de Jesús Juárez, arzobispo de El Alto. Los «tata-kjalinchos» nunca rechazan una tutuma de chicha de sus feligreses y les encanta el juego. Don Walter Rosales Claros, vicario vitalicio de la Catedral Metropolitana de Cochabamba, cliceño de pura cepa, es uno de los curas más queridos de Cochabamba por su pasión deportiva; padrino simultáneo del Aurora y del Wilstermann, es artífice del fútbol cochabambino y capitaneó el team del seminario San Luis antes de la Guerra del Chaco. Amigo personal del presidente mártir Gualberto Villarroel, nuestro «Tata» Rosales no pudo ser Arzobispo de Cochabamba en los años setenta debido al odio que le dispensaron la dictadura de Banzer y los obispos banzeristas encabezados por el nefasto cardenal Clemente Maurer, quienes no le perdonaron sus críticas ante la masacre de Tolata, su pueblo natal. Los «tata-kjalinchos» son usualmente considerados subvertores del orden.

En oposición a los libertarios «tata-kjalinchos», Alfonso Prado identifica a los «kjuchi-curas», clérigos autoritarios y con marcada tendencia a acumular poder trepando en las élites clericales, maestros de la doble moral. Un ejemplo paradigmático de «kjuchi-cura» en Cochabamba fue el arzobispo Genaro Prata, italiano, que cooperó con la dictadura de García Meza, desfalcó a la iglesia local, se robó un millonario lote de joyas de la Virgen de Urkupiña en complicidad con el párroco de San Ildefonso y huyó a Roma tras mantener un tormentoso romance clandestino con una funcionaria del Arzobispado.

Transgresores del Celibato

A diferencia de los «kjuchi-curas», los «tata-kjalinchos» asumen su sexualidad de manera franca y abierta. Son seductores por naturaleza y en muchos casos proclives a ser seducidos en los púlpitos y confesionarios, y modernamente en las llamadas "pastorales juveniles". Generalmente son las mujeres quienes asumen la iniciativa de relacionarse sentimental y sexualmente con ellos. Una vez consumada la relación, enfrentan una lucha cotidiana por no condenar esa relación a la clandestinidad y en tal sentido son honestos con sus parejas y sus hijos si llegan a tenerlos. Estos sacerdotes han logrado un equilibrio casi perfecto entre su ferviente ética religiosa y su sexualizada vida personal. Decenas de ellos ejercen el sacerdocio como párrocos y presbíteros en varias provincias y comunidades campesinas del departamento de Cochabamba.
Tras la Guerra del Chaco, el término "hijo de cura" fue acuñado en Tarata precisamente porque fue allí donde se hicieron famosos las correrías de sacerdotes franciscanos que criaban a sus hijos teniéndolos a su cargo como monaguillos del Convento y educándolos en el arte de la música gregoriana. Tarata es la cuna de famosos autores y compositores, cuyo apellido común, Rojas, fue heredado de algún sacerdote libertario que fundó ese linaje.

«El símbolo mayor del ’tata-kjalincho’ fue el cura Lucio Gonzales Olazabal, párroco de Sipe Sipe, quien tuvo seis hijos en diferentes mujeres y todos ellos se profesionalizaron en universidades extranjeras», nos informa nuestro colega Walter Gonzales Valdivia, quien nos proporcionó importantes datos al respecto. El padre Lucio era un cura dadivoso, afectuoso y amante de la buena vida, le gustaba bailar levantando polvo, era el personaje infaltable en todas las fiestas y muy querido por todo el pueblo de Sipe Sipe; murió a fines de los noventa. «Naturalmente que sus hijos le decían padre», recuerda nuestro colega Itapallu.

De Morochata con amor

En Morochata, legendario pueblo de rebeldes ayopayeños que protagonizaron la guerrilla indígena de 1947, vivió hasta hace algunos años un cura bohemio llamado Nicómedes Alvares. Era tan conocido su gusto por la chicha, que un obispo al visitar la provincia con una delegación estudiantil le sugirió cambiarse de nombre. «En vez de Nicómedes, debías llamarte Nibéberes», bromeó el obispo. Este hermoso «tata-kjalincho» desapareció un día sin dejar rastros. Algunos morochateños aseguran que huyó con una chola voluptuosa a quien hizo parir en su ley.

La plaza de Arani, otra provincia del valle cochabambino, fue hace algunos años escenario de un hecho que los araneños no olvidan: el párroco del santuario de la Virgen La Bella fue sorprendido por su concubina, madre de sus hijos, poniéndole cuernos con otra y en vísperas de la fiesta matronal la mujer engañada defendió su honor a arañazo puro. El «tata-kjalincho» en cuestión fue cambiado de parroquia y se dice que hoy vive en paz amancebado con una «k’acha moza» de Quillacollo.
Otro caso similar, de un cura parroquial que intentó aplacar a golpes los celos de su mujer, según él infundados, llegó a conocimiento de la Brigada de Protección a la Familia.

No es fácil, sin duda, la vida de estos sacerdotes que han infringido conscientemente la Ley del Celibato. Sin embargo existe una decidida tolerancia y convalidación social hacia estos singulares seres humanos, especialmente en las zonas rurales y periurbanas de Cochabamba, tanto así que vemos a muchos de ellos compartiendo fines de semana con sus hijos y sus mujeres en prestigiosas chicherías y chicharronerías.

El mensaje cuestionador que nos dan es claro: ¿Puede el Celibato ser capaz de impedir amar a Dios con la misma y simple humanidad con que amamos a los demás? ¿Qué tan razonable es el Celibato para extirpar el cuerpo del alma?