Acerca del fenómeno de la carencia de líneas rectoras, lo que sobran son ejemplos e información. Entonces, de lo que se trata es de cómo se les da un orden para que tengan sentido, porque se quiere no sólo saber qué pasa sino desarrollar un pensamiento para la acción, para el cambio desde una valoración de la política. Los países cambian y en buena parte de ellos la izquierda crece, por lo que es correcto preguntar: ¿para bien?

Sin intención irrespetuosa se presentan actitudes en algunos sectores de izquierda de «amoldamiento» a las reglas de juego que llegan impuestas interna y externamente. Se sostiene -por parte de ciertos compañeros- que han perimido las formas de hacer política de aquellas izquierdas que denominan «antiguas» y que lo más importante es ser tenido en cuenta por los medios -sobre todo los electrónicos, y en particular por la televisión- ya que entienden que la batalla principal se dará en las elecciones -donde. lo que importa son los votos, afirman-
y hay que introducirse a los grandes espacios a través de los cuales acceder a la ciudadanía con el discurso sobre el cambio.

Por supuesto, las elecciones -tanto nacionales como provinciales o municipales- son importantes . A la vez, antes y después de cada convocatoria comicial, la movilización popular será fundamental, tanto para ganar en lo electoral como para cumplir un programa de cambios. Movilización y buen desempeño electoral no son líneas de acción contrapuestas, excluyentes o antagónicas.

Sin embargo, la movilización con base en un proyecto de cambio debiera iniciar con la revalorización de la palabra, por las orientaciones que los líderes expresan hacia la gente que se identifica con su propuesta. Pero también hay palabras que, desde el punto de vista de un pensamiento para la acción, no nos ayudan aunque las formulen buenos compañeros de integridad reconocida.

En sectores de conducción de la izquierda se ha instalado una dinámica perversa: quienes actúan como líderes «intermedios», analistas o comentaristas, procuran emitir opiniones de acuerdo con los patrones recibidos y aceptados por los medios de la derecha en materia de moderación; instalan, por momentos, una especie de competencia para ver quien se exhibe más volcado hacia al centro, olvidando que el lugar -generalmente, cuando se viene de la izquierda- casi sin excepción lo ocupa la derecha. Es decir, salvo algunos casos y circunstancialmente, los dichos de esos animadores políticos se inscriben dentro de los parámetros exigidos por los medios.

Se instala, entonces, una dinámica desacumuladora que se visualiza con claridad cuando los dirigentes de los núcleos de izquierda caen en omisión y en mora con relación a las denuncias y diferencias que obligatoriamente debieran establecer con los partidos que ejercen el poder, por tratarse de posiciones que integran la parte medular de su razón de ser.

De acuerdo con las formas de acumulación en las que creo, el dirigente que calla esas cosas, queda en deuda.

Hay un segundo elemento que sobresalta en esa dialéctica negativa: dado que frente a los despropósitos de los gobiernos los movimientos progresistas y la izquierda no pueden callar, entonces, ¿quién habla por todos? ¿Quién marca los límites y fija los perfiles de la fuerza política del cambio?

¿Quién se hace cargo de las carteras de los morosos? Preguntarlo es responderlo: la tarea, con sus cargos y cargas van -principalmente- a las cuentas de Schafik Hándal en El Salvador, de Evo Morales o Felipe Quispe en Bolivia o de Tabaré Vázquez en Uruguay. ¿Y qué es lo primero que cosechan de los pronunciamientos que establecen los límites?: el crecimiento de la hostilidad de las derechas contra estos dirigentes. Vistos estos hechos desde una perspectiva electoral, tenemos que en el poder no odian a Schafik, a Evo, al Malku o a Tabaré sólo porque ejercen la crítica: lo hacen porque ellos como candidatos alcanzaron los porcentajes de adhesión más altos en la historia de la izquierda en sus países, y eso no se los perdonan las derechas.

En otro aspecto, llegamos a un punto en que hay que preguntarse si será cierto y -a la vez- grave que en algunos conglomerados de izquierda latinoame-ricana crezcan posiciones radicalizadas. En primera instancia habría que decir que existe cierta demora en responder con claridad al discurso y a los hechos que impulsa la derecha, a su ineptitud y/o complicidad con los que todo se apropian en distintas partes del continente; en algunos casos su larvado autoritarismo no tiene, además, contestación adecuada.

En el Uruguay, por ejemplo, para que la mayoría de la ciudadanía vote por el cambio en 2004 serán necesarios procesos de identificación con la izquierda y de reproducción política para la que hay dificultades. Por ejemplo: si la desesperación sigue ganando a sectores crecientes de nuestro pueblo, ese ciudadano al que se le niega el derecho al trabajo, la salud, la vivienda, los alimentos, ¿estará en condiciones anímicas y de conciencia para sobreponerse a una campaña como la que ya se está desarrollando desde la derecha autoritaria auxiliada por el oligopolio mediático?

Fruto de la furia neoliberal, el «gremio» que crece más rápidamente en mi país es el de los recolectores de basura, con más de 6 mil 500 carritos en las calles de Montevideo que suman más de 35 mil personas, si se toman en cuenta a quienes trabajan en la clasificación de desperdicios, según calcula el gobierno frenteamplista de la capital. Por otra parte, entre 1984 -año del inicio de la reinstitucionalización del país- y 2002, el número de expulsados de las zonas residenciales de Montevideo se multiplicó por 14: se está desarrollando una verdadera contrarrevolución social silenciosa. Sus pasos son: primero, la pérdida del empleo; después, la vivienda con su entorno de barrio y lo que esto significa para la familia obrera. Pero, corre en paralelo con esa contrarrevolución social su correlato político, el autoritarismo, y entonces recordamos que los populismos más o menos fascistizantes se implantaron en sociedades sometidas a esta brutal desarticulación. ¿Con qué base social ganaron Menem, Fujimori o Collor de Mello?

Y nos preguntamos:¿estamos preparados para enfrentar esos intentos, esos engendros?

Por otra parte, hay quienes se cuestionan si la izquierda está en condiciones de gobernar. Es un tema que no carece de interés y debiera señalarse que, en algún sentido, es arduo lograr que una fuerza que nació como alternativa al poder, esté en condiciones óptimas para gobernar. ¿Acaso estaban Lula, Néstor Kirchner o Hugo Chávez preparados para gobernar?

Debe entenderse que la reflexión tiene que incorporar el reconocimiento de que hasta hace unos años las «repúblicas patricias» -entiéndase oligárquicas- formaban a su personal dirigente en una verdadera «carrera de los honores», al estilo de la república romana. ¿Qué se han hecho los «doctores laureados» para gobernar, los «patricios de carrera»? ¿En qué charcas de la corrupción enterraron sus honores «los patricios» contemporáneos a lo largo y ancho de este continente? Nos lo pueden referir con claridad quienes salieron a las calles de Bolivia para expulsar a su mal gobierno.

Los nuevos líderes latinoamericanos, a los que la izquierda apoya, no provienen de los intereses hereditarios de las antiguas capas privilegiadas. Por el contrario, obtienen su legitimidad política en el apoyo que recogen del pueblo, porque representan simbólicamente una alternativa veraz a los gobiernos neoliberales y conservadores.
Es posible que la izquierda del Uruguay no esté exhaustivamente preparada para gobernar, pero ese supuesto se discutiría mal si no se le agrega otra cuestión, y es que el problema que la izquierda tiene, frente a las aspiraciones democráticas de las grandes mayorías, un compromiso perentorio: no puede seguir esperando.

A los representantes políticos del privilegio y la entrega, enemigos de la industria y el salario, privatizadores y partidarios en el campo laboral de la «ley de la selva», hay que desalojarlos del gobierno y -cuanto antes- hay que sacarlos del poder.

Entonces, que nuestros candidatos se hayan «graduado» o no para gobernantes pasa a segundo plano. Lo que importa es su programa y que su lealtad sea sin límites para el cumplimiento del mismo, junto con la capacidad para despertar las energías dormidas o dispersas de nuestros pueblos. El arribo de George W. Bush a la Presidencia de los Estados Unidos marcó un antes y un después. Representó, a la vez, continuidad y cambio en el desarrollo del capitalismo y el Estado imperial. Las inflexiones que impone el elenco republicano a la acción política y militar de la superpotencia replantean las relaciones con el resto del mundo y con el sistema de las Naciones Unidas.

Para los países periféricos, esa inflexión aumenta las amenazas y los factores de sujeción; maximiza los peligros de pérdida de soberanías nacionales; profundiza el despojo económico y la alienación y acotamiento de nuestras identidades culturales.

Bush ha contado con la aquiescencia de la «oposición» demócrata y ha tenido y tiene puntales sólidos en diversas capas de su sociedad y entre las grandes empresas capitalistas -que no son sólo las que se ocupan del petróleo o la energía-; también suma apoyos en el aparato del Estado, las Fuerzas Armadas, los propietarios de los grandes medios de difusión y las corrientes religiosas conservadoras y fundamentalistas presentes en el entramado social estadunidense.

Recordemos que ante eso debe desarrollarse una lucha aquí, ahora y en un futuro cercano, contra la explotación y la sujeción imperialista. Se trata de una lucha de resistencia, con acción militante y práctica política que hay que desarrollar para enfrentar sa lápida que pesa sobre nuestro destino como latinoamericanos.

La expansión de la globalización capitalista, el peso de las trasnacionales y de los organismos internacionales de crédito -como el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial, la Organización Mundial del Comercio (OMC)-, han estrechado los límites de los estados nacionales, recortando significativamente su soberanía. Es cierto, asimismo, que en el mundo han cobrado enorme importancia las expresiones de resistencia internacional -las movilizaciones de Seattle, Génova, Porto Alegre o Cancún-, y las condenas contra la guerra iniciada en marzo de 2003 contra Irak y la ocupación derivada de ella. Las reuniones y manifestaciones contra el FMI, la OMC y el Banco Mundial han permitido comprender mejor las coincidencias, profundizar las denuncias, han hecho que se conocieran y valoraran una enorme cantidad de esfuerzos y luchas populares que se desarrollaban en el aislamiento, todo lo cual es positivo.

Sin embargo, como lo demuestran ciertos gobiernos -los de Hugo Chávez y Fidel Castro, o los de más reciente inicio como los de Lula y Néstor Kirchner-, desde los estados nacionales, desde los sistemas políticos de esos estados, desde el ejercicio de la soberanía nacional y de la movilización popular, sigue existiendo un campo de lucha de la mayor importancia.

La historia nos dice que la lucha antiimperialista tomó en el Uruguay rasgos específicos, distintos en la práctica a las experiencias de pueblos como México, Cuba, Nicaragua, Haití, Colombia, Santo Domingo, entre otros, donde las invasiones y los despojos territoriales por parte de Estados Unidos fueron frecuentes. En la práctica desde el fin de la Guerra Grande, el 8 de octubre de 1851, no hay soldados extranjeros imponiendo su fuerza en el territorio.

En Uruguay la dominación imperialista se mostró sigilosa, operó mediante una serie de mecanismos comerciales, financieros, de «espacios cautivos» en materia tecnológica, sin la violencia con que se presentaba en otras regiones. Hay en este fenómeno un factor de opacidad, que inhibe la visibilidad, pero que debe tenerse en cuenta.

La visibilidad o no de tal o cual hecho o circunstancia depende en gran medida de quién tiene la lámpara o cómo se desarrolla la capacidad de iluminación desde abajo: es decir, las linternas en manos de los trabajadores. Esto, que es así para la lucha contra el capitalismo imperialista contemporáneo, es válido también para otros aspectos relacionados con la construcción de instrumentos de lucha política e ideológica. Por ejemplo, la catástrofe social que se la ha impuesto a los trabajadores uruguayos en los pasados 15 años carece de la visibilidad necesaria.

Si regresamos sobre la cuestión de la lucha actual contra el imperialismo, creo que es necesario retomar con fuerza a denuncia en términos pedagógicos de lo que esta situación mundial entraña: aprender de las enseñanzas que dejan los procesos en Venezuela y el frustrado intento de golpe contra el presidente Chávez; los peligros que entraña la Operación Colombia y las amenazas acerca de la llamada Triple Frontera; entender lo que pasó en Bolivia tanto como sobre los mecanismos financieros (en especial el de la deuda externa) y comerciales que empobrecen a los pueblos de la periferia; el carácter capcioso del discurso que pretende libertad para que los ricos accedan a todos los mercados mientras refuerzan celosamente sus fronteras.

Para finalizar, quiero agregar otro elemento a este escenario, para lo cual me apropiaré de una líneas de un artículo reciente de Teothonio dos Santos. Se trata, señala, de que «es ridículo ver cómo se habla (en todas partes) de una crisis de la previsión social y de los gastos públicos en momentos en los cuales la humanidad produce un excedente económico tan colosal. Es absurdo también constatar que, en esta fase de la historia humana aumentan tan fuertemente las poblaciones pobres del mundo. La única explicación para esta crisis irracional -agregaba el incisivo Teothonio- es la injusta distribución de los frutos del progreso tecnológico y científico en el mundo, patrocinada por una injusta distribución del ingreso en cada región y en cada nación, y entre las regiones y naciones».