Magdalena Romero vivía en Puerto Concordia en el departamento del Meta. Un pueblo de dos mil habitantes en límites con el Guaviare. Practicaba su profesión de peluquera mientras su marido trabajaba en un taller de mecánica. Magdalena sentía que su vida era feliz y organizada.

Desde que lo recuerda, en Puerto Concordia operan los frentes 7 y 45 de las FARC-EP y todos los habitantes del pueblo estaban acostumbrados a su presencia y a su circulación a través del río y la población.

Como a todo grupo armado en cualquier lugar del país, los habitantes de Puerto Concordia no le negaban un favor a la guerrilla. Sabían convivir con ellos sin generar conflictos mayores que pusieran en riesgo su vida. Porque la guerrilla actuaba libremente como juez del pueblo ajusticiando a quienes cometieran lo que consideraban delitos. «Un día amanece alguien colgado, muerto y la gente sabe: lo mataron por chismoso, por vago, por consumir bazuco, la guerrilla lo encontró y lo mató», afirma Magdalena.

Asimismo, Pablo Aragón recuerda cuando a finales de 1990 llegaron las FARC a Quipile, Cundinamarca. «Para ellos fue fácil entrar, Quipile es una región pobre donde el Estado ha abandonado a la población... Desde que llegaron decidían quién estaba autorizado a circular y quién no, castigaban a los ladrones o violadores hasta con la muerte. Multaban a los hombres que golpeaban a sus mujeres: si era con un puño debían pagar 100.000 pesos, si en cambio era cortada con un cuchillo, eran 200.000.»

El constante señalamiento de enemigos, al que estamos acostumbrados en Colombia, ha permitido y legitimado el ajusticiamiento extralegal. Para encontrar y capturar al enemigo, se registran sistemáticamente acciones indiscriminadas y represivas de las fuerzas armadas, grupos guerrilleros y paramilitares. Las consecuencias directas de estas acciones recaen sobre campesinos e indígenas desprotegidos, habitantes de zonas rurales y marginales que no cuentan con derechos básicos como la libertad de expresión o de movilidad. Son efectivos mecanismos de terror que buscan atemorizar y desestabilizar a pequeños grupos sociales: asesinatos, masacres, secuestros, extorsiones, torturas. Ese drama de pérdida de derechos y de libertad es de carne y hueso. La fuerza y la brutalidad se ejercen sobre ciudadanos inermes y desposeídos.

Ángel recuerda cuando a la vereda de Guatibol en el Tolima llegaron por primera vez los paramilitares. En la región desde principios de los años ochenta ya había guerrilleros que circulaban tranquilamente y que se abastecían gracias a la colaboración de los habitantes de la región. La zona era reconocida porque todos pertenecían al Partido Comunista o a la Unión Patriótica. Ante el murmullo proveniente de poblaciones vecinas de que se acercaban radicales militantes de derecha que pretendían recuperar la “democracia”, la comunidad se organizó para vigilar y protegerse. Los rumores tardaron más de lo esperado y mientras tanto, los pobladores se cansaron de estar alerta y bajaron la guardia.

La primera noticia que tuvo Ángel de que los paramilitares estaban realmente cerca fue una mañana en la que los vecinos lo despertaron y le pidieron que los acompañara a Icononzo, el municipio principal de la zona y que queda a cinco kilómetros de su vivienda. Cuando llegaron supieron que dos carros grandes con por lo menos quince paramilitares habían entrado a las dos primeras casas del pueblo y sin razón alguna habían sacado a dos personas que posteriormente asesinaron. «Vimos que las dos personas habían sido amarradas y degolladas con los brazos atrás; a uno le habían quitado una oreja, yo creo que lo hicieron estando vivo porque la oreja estaba debajo del cuerpo de él, y al otro le metieron un cuchillo y le cortaron la boca y luego lo degollaron», cuenta afligido.

La democracia está enlodada por hechos que comprueban que en la cotidianidad de no pocas regiones, la vida se ha convertido en una dictadura militar.

Las cifras del horror

Como consecuencia del terror que domina las zonas rurales y los cascos urbanos pequeños y medios, donde muchas veces la policía está ausente, abandonan sus casas 400.000 personas cada año para salvarse. Las cifras no mienten: Colombia registra en la actualidad 2,9 millones de personas ambulantes, asustadas y desterradas.

Durante el 2003, 3.459 personas fueron víctimas de persecución política de las que solamente fueron amenazadas 376, es decir que las otras 3.083 sufrieron alguna agresión 1 contra su integridad física o su vida. Entre estas agresiones se cuentan 135 desapariciones forzadas, 251 heridas y 160 torturas.

Por otra parte, durante el mismo año, 4.457 personas fueron asesinadas debido al conflicto social y político y sus expresiones armadas, de las cuales 1.849 murieron como combatientes del lado del Estado o de grupos guerrilleros o paramilitares. Según el CINEP, durante el 2003, se registraron 1.729 violaciones de los derechos humanos por parte de la Fuerza Pública, como resultado de los mecanismos de fuerza que usan para controlar situaciones de perturbación del orden público.