Las negociaciones de paz en la década de los noventa tuvieron el firme propósito de garantizar la transformación de las guerrillas en actores políticos civiles. Esta naturaleza política tuvo implicaciones en el tratamiento jurídico a las organizaciones desmovilizadas y sus miembros.

El consenso social respecto de la naturaleza política de la rebelión armada se expresó en el reconocimiento jurídico del “delito político” y sus conexos, que viabilizó la aplicación de beneficios como la amnistía y el indulto. Ello, porque la diferenciación entre actividades políticas armadas y acciones puramente delincuenciales era clara.

El contexto internacional también propició un tratamiento político a las guerrillas que se decidieron por la paz. La rebelión era reconocida universalmente como un derecho de los pueblos ante circunstancias de especial injusticia y el tratamiento benigno a delitos asociados a ella, como la toma de rehenes o el secuestro, gozaba de suficiente legitimidad política nacional e internacional.

Con todo, para ese momento aparecieron restricciones en la aplicación de las favorabilidades jurídicas; Primero, los considerados como “delitos atroces” y luego, el “homicidio fuera de combate” y el “secuestro”, tipificados en la legislación penal colombiana, quedaron por fuera del alcance de tales beneficios.

Estas consideraciones guiaron la acción del Estado y la Sociedad en la búsqueda de la paz por vías negociadas y orientaron la formulación de las políticas de paz y reinserción de los últimos gobiernos. El requisito de “estatus” o “reconocimiento político” previsto en la ley 418 de 1997 que el Gobierno debía otorgar para iniciar un proceso de diálogo y negociación con algún grupo armado daba cuenta de unos “mínimos” aceptados socialmente, que a su vez constituían unas exigencias éticas para quienes quisieran ser tratados como “rebeldes”. Mucho antes, incluso los procesos de desmovilización y reinserción individual fueron normados bajo el mismo criterio.

Pero esta restricción ética y estos mínimos aceptados socialmente fueron borrados en la discusión y aprobación de la nueva ley de orden público, la 782 de 2002, que pretendiendo teóricamente responder a las “nuevas circunstancias del conflicto armado”, pero en la práctica buscando un marco legal que justificara las inmediatamente futuras negociaciones con diversos grupos de autodefensa o paramilitares, consideró innecesaria la declaratoria de “estatus político” y eliminó el “delito político”. Más aún, nivelando por lo bajo a guerrillas y paramilitares, produjo la definición de “Actor Armado Ilegal” como aquel que “bajo la dirección de un mando responsable, ejerza sobre una parte del territorio un control tal que le permita realizar operaciones militares sostenidas y concentradas.”

Esta sui generis definición negativa del delito político ha tenido evidentes consecuencias en las actuales políticas de reincorporación y reinserción. Por un lado, facilitó el reciclaje de narcotraficantes y delincuentes comunes en las filas de las autodefensas en proceso de negociación, estimulando la compra de franquicias de grupos y estructuras armadas y distorsionando la población beneficiaria de la política; por el otro, desestimuló la desmovilización total de las estructuras paramilitares y la reinserción de sus miembros, ya que se mantienen los lazos de adhesión y control mafioso de los jefes de estos grupos sobre sus subalternos; finalmente, deja una inmensa incertidumbre jurídica y pone a los beneficiarios en condición de fragilidad ante la eventual actuación de las cortes internacionales al no incorporar adecuadamente los estándares internacionales de verdad, justicia y reparación.

Instrumento contrainsurgente

La reinserción surgió como un componente de los procesos de paz. A pesar de la continuidad de la confrontación, los desmovilizados de los noventa no estaban obligados a entregar información de inteligencia a las autoridades como contraprestación a los beneficios obtenidos. Bastaba su inclusión en los listados oficiales de su respectiva organización y la decisión de ésta de abandonar la lucha armada para acceder a las favorabilidades jurídicas, económicas y sociales. Incluso, todos se consideraban “gestores de paz” al convertirse en activistas comunitarios, líderes políticos o promotores de los acuerdos de paz en sus comunidades o escenarios políticos y sociales. Así lo testimonia su participación en la Asamblea Constituyente, la gobernabilidad, la actuación parlamentaria y en los movimientos de paz y de derechos humanos.

Todo ello no protegía a esta población de los riesgos que implicaba hacer la paz en medio del conflicto. Las guerrillas que se mantuvieron en armas consideraron estos procesos como un acto de alta traición y los sectores de extrema derecha no dejaron de considerar a los ex guerrilleros como “enemigos”. Ello significó la muerte de cerca del 15% de los miembros de las organizaciones que firmaron la paz, además de los desplazamientos, amenazas, atentados y persecuciones de las que fueron víctimas. No obstante, tanto los funcionarios de los gobiernos como los voceros de dichas organizaciones consideraron que el mejor blindaje frente al acecho de la guerra era la ruptura radical con ella.

Similar tratamiento recibían los desmovilizados individuales. A pesar de que su reinserción derivaba de un acto de deserción de su grupo, lo que adicionaba una mayor vulnerabilidad en materia de seguridad, el decreto 1385 de 1994 establecía que la valoración de su desmovilización se podría basar en “la información suministrada por los organismos de seguridad del Estado, los medios de prueba que aporte el interesado, la entrega material de las armas a la autoridad competente…”. Obsérvese que, salvo el reconocimiento de su condición de rebelde y la entrega de su arma de dotación, en ningún caso se le exigía la entrega de información de inteligencia o su participación en acciones militares.

Hasta la reclusión de los desmovilizados en las guarniciones militares está claramente delimitada por el 1385, que en su artículo 2º establece: “la Fiscalía Regional… podrá autorizar la permanencia de la persona que se entrega voluntariamente en instalaciones militares, así como disponer su reclusión en cuarteles militares siempre que así lo solicite el beneficiario de estas medidas”. Y continúa: “Cuando el recluido manifieste su voluntad de no continuar en una instalación militar, será trasladado al centro carcelario que determinen las autoridades competentes”.

Y en efecto, el Programa Presidencial para la Reinserción cuidó con especial celo el perfil pacifista de la desmovilización y reinserción individual, al punto que la protección de estos en albergues temporales se encomendó a la Cruz Roja Internacional y a organismos similares, de tal suerte que sus sitios de atención cumplieran estándares internacionales mínimos o se inscribieran en el marco de acciones humanitarias.

Salvo la expresa exclusión de los niños desvinculados del conflicto de cualquier actividad de inteligencia, las nuevas normas convirtieron la reinserción individual en un campo de batalla. La extensión de la reinserción individual a los miembros de los grupos de autodefensa o paramilitares, se acompañó de un incentivo que militarizó la desmovilización según el artículo 9 del decreto 128 de 2003 que establece beneficios por colaboración al disponer: “el desmovilizado que voluntariamente desee hacer un aporte eficaz a la justicia entregando información conducente a evitar atentados terroristas, que suministre información que permita liberar secuestrados, encontrar caletas de armamento, equipos de comunicación, dinero producto del narcotráfico o de cualquier otra actividad ilícita realizada por organizaciones armadas al margen de la ley… o la captura de cabecillas, recibirá del Ministerio de Defensa Nacional una bonificación económica acorde con el resultado…”

Como si fuera poco, el decreto 2767 de 2004 explicita la articulación de la desmovilización a la estrategia de seguridad promovida por el actual gobierno. En sus considerandos advierte que “el Plan Nacional de Desarrollo… busca que los ciudadanos cumplan con su deber de apoyar el esfuerzo estatal de brindar seguridad, y de este modo acompañen al Estado y se sientan respaldados por este. El núcleo inicial de este apoyo lo constituye la conformación de redes de cooperantes” y en efecto, el artículo 4 de dicho decreto establece que “los desmovilizados o reincorporados que voluntariamente deseen desarrollar actividades de cooperación para la Fuerza Pública podrán recibir del Ministerio de Defensa Nacional una bonificación económica…”.

Despolitización

La actual política de reinserción constituye una deliberada despolitización, asunto estructuralmente crítico en la desmovilización individual, que proviene del decreto 1385 de 1994 a pesar del favorable ambiente político institucional. Ante la fragmentación derivada de la forma como se produce la desmovilización –mediante la deserción del grupo madre– la institucionalidad pública no logra responder con el estímulo de mecanismos de asociación, representación colectiva e interlocución política y más bien, se asume a la población como simple receptora de acciones de asistencia social. Por su parte, los decretos 128 y 2767 insisten en limitar las favorabilidades al campo jurídico y a los “beneficios” económicos y sociales, que a lo sumo se extienden a su núcleo familiar.

Esta intrascendencia política de los desmovilizados individuales y la imposibilidad para ser considerados interlocutores válidos en la estructuración, ejecución, seguimiento y evaluación de la política de reinserción tiene un impacto directo en los procesos de reincorporación. El fraccionamiento de sus proyectos económicos y sociales se fortalece, la ausencia de cooperación aumenta las dificultades para integrarse a un mundo urbano que les ofrece un anonimato relativamente seguro y las barreras para articularse en calidad de ciudadanos a procesos sociales y comunitarios los envían a los extramuros de la marginalidad social y política.

Es indiscutible que la experiencia en políticas de paz y en procesos de reincorporación y reinserción, a lo largo de 20 años, no ha sido el resultado de un acuerdo global de paz que signifique un cierre definitivo de la confrontación armada y dé paso a un proyecto de reconciliación nacional y al posconflicto. Paradójicamente, el ejercicio de la paz negociada se ha vivido en medio de la guerra. Se ha fraguado un modelo de paz parcelada que ha convivido con el incremento -en extensión e intensidad- de la contienda militar entre Estado, paramilitares y guerrillas. No obstante, esta circunstancia no debe alterar el carácter pacifista de las políticas de reinserción.