Instalada hace poco por el Presidente Álvaro Uribe Vélez, la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, de la cual hacen parte importantes instancias del estado como son la Procuraduría, la Defensoría del Pueblo, Ministerios de Hacienda y del Interior y de Justicia y Red de Solidaridad Social, junto con personalidades como Monseñor Nel Beltrán, Ana Teresa Bernal y Patricia Buriticá y en la responsabilidad de coordinación el académico Eduardo Pizarro Leongomez y dos representantes de organizaciones de víctimas, constituye un complejo conjunto de representantes de una pluralidad social y estatal de excelsas cualidades para asumir el crucial reto de una acción de calidad en materia de reparación y reconciliación.

El primer reto de esta comisión es el de proponer una política pública en la materia, para lo cual debe tener la habilidad y experticia de reconocer el camino transitado en los últimos quince años por lo menos, en los cuales se han desarrollado programas concretos de reparación como el adelantado en la población de Trujillo (Valle), por mandato de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y agenciado por el Consejero Presidencial de Derechos Humanos de la época, el Dr. Carlos Vicente de Roux, o los programas adelantados en el proceso de conciliación con la Unión Patriotica igualmente por mandato de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, por la terca y ejemplar perseverancia de una mujer como Jahel Quiroga, quien al frente de una entidad como la Corporación Reiniciar ha desarrollado una excelente labor al no permitir que los crímenes cometidos contra este movimiento político queden en la total impunidad y sus víctimas familiares sin la debida reparación. Por supuesto que en el caso de la UP o de Trujillo aún falta muchísima agenda por acometer, pero se ha transitado un camino y es este camino el que debe ponderar la Comisión Nacional de Reparación como punto de partida, pues estos son solo dos ejemplos de una buena cantidad de experiencias para evidenciar el punto: en el país contamos con experiencia en materia de reparación, la cual debe ser punto de partida en el propósito de formular una política, que por supuesto debe ser mejor, más amplia y con mayor rigor que lo ya desarrollado.

Pero formular una política en materia tan delicada y que genera tantas y tan explicables sensibilidades, debe tomar como primera voz la de aquellos que han sufrido en carne propia los atropellos de una violencia cruel y despiadada y aún la interpelación de las posturas más escépticas, que han planteado que lo que está en curso en este proceso con las AUC y con la expedición de la Ley de Justicia y Paz -que da lugar a la Comisión de Reparación y Reconciliación- es una gran operación de legalización, blanqueo de activos provenientes del narcotráfico e impunidad. No les falta razón a quienes aquello afirman, pero igualmente habría que evidenciar que unas pueden ser las intenciones de ciertos grupos de poder y otras las posibilidades de concretar estas pretensiones. A los que creemos que hay que construir estado social, democrático y de derecho, nos compete jugárnosla a fondo por hacer realidad programas que beneficien de manera material y simbólica a las ciudadanas y ciudadanos que han sufrido en la locura del ejercicio de la violencia.

No es pequeño el reto: impedir la legalización y despojo de los cuatro millones de hectáreas usurpadas a sangre y fuego, promover programas y proyectos para atender a por lo menos cien mil núcleos familiares que han perdido algún ser querido en los huracanes de las violencias agenciadas por izquierdas y derechas en los últimos veinticinco años, y qué decir de los cuatro millones de desplazados que siguen como asignatura pendiente -porque la situación del desplazamiento es igualmente parte de una política estatal de reparación-. A esto se suma el verificar que realmente haya seriedad y rigor en los procesos de desarme, desmovilización y reincorporación, y para cerrar este listado, el poder ofrecerle a la sociedad Colombiana una versión creíble, aceptable y sobre todo útil sobre “las razones para el surgimiento y evolución de los grupos armados ilegales” –inciso 1 del articulo 52 de la Ley de Justicia y Paz-, ya de por sí una tarea clave, porque como decía el filosofo Espinosa, ante los asuntos vitales de la vida “ni reír ni llorar, sino comprender”. Ya harto hemos llorado y muchos han reído, pero a todos nos falta comprender por qué hemos vivido estos ciclos sucesivos de violencia y por qué la incapacidad para superarlos.

Debemos ser sensatos y hasta pragmáticos, sin caer en los minimalismos planteados por Eduardo Pizarro, quien coloca el “listón” en un punto muy bajo. Hay que reparar y reparar bien. Esto no se hará de un día para otro, ni en uno ni dos años, pero en ocho, que es el mandato que recibe esta comisión, sí es mucho lo que se puede avanzar, entonces: ni minimalismos que ofenden la conciencia de la sociedad ni maximalismos que nos dejan sin nada para ir construyendo “paso a paso” una acción decidida de reparación y reconciliación desde lo andado, lo cual quizás profundizaría las heridas y las desconfianzas en la sociedad Colombiana, ya de por sí escéptica y polarizada. El reto está planteado y nos corresponde a todos los que queremos avanzar en civilidad y democracia poner nuestro granito de arena en esta asignatura pendiente y avanzar en una acción donde se logre el anhelado equilibrio entre verdad, justicia y reparación, y sea posible la paz.