Múltiples autoridades, medios de comunicación y gremios entre otros, han responsabilizado sobre todo a la STT del caos del transporte público colectivo en Bogotá, llegando incluso a proponer su eliminación. Si bien es evidente que se requiere una nueva entidad libre de corrupción y eficiente, ésta debe disponer de mayor capacidad técnica, tecnológica, financiera y de recursos humanos. Es indispensable ampliar la reflexión con respecto a las diversas entidades que han condicionado su funcionamiento.

Los problemas del transporte público colectivo en Bogotá -y en general en todo el país- tienen origen en una serie de acciones de múltiples actores tanto nacionales y distritales como públicos y privados. Éstos últimos, desde hace más de sesenta años, han conformado un corrupto sistema semi-informal. Las entidades encargadas de prestar el servicio están lejos de ser verdaderas cooperativas o empresas y se limitan a ser simples afiliadoras de buses. Éstas son dueñas de las rutas y por ende las únicas autorizadas para prestar el servicio. Sus finanzas provienen de afiliaciones, pagos mensuales o de actividades comerciales y no de la explotación del parque automotor. En efecto, no poseen vehículos, éstos pertenecen a propietarios privados que están obligados a afiliar sus automotores y a “contratar” al destajo un conductor, a quien someten a más de 14 horas diarias, seis días por semana y más de 24 días por mes.

Si bien, las deficiencias de los transportadores y de la STT han sido detalladas por los medios durante los últimos días, existen entidades menos visibles, pero de gran influencia, como el Ministerio de Transporte y la rama judicial. Sin embargo, el rol de éstas es muy poco reconocido por la ciudadanía, además poco han asumido públicamente la responsabilidad de sus decisiones en la materia.

El Ministerio, en su calidad de responsable de la política nacional de transporte público colectivo, ha expedido normas contradictorias y nocivas para la modernización del sector, como los decretos 170 de 2001 y 3366 de 2003, los cuales, respectivamente, regulan el contrato de vinculación entre empresas de transporte y propietarios de vehículos y el régimen sancionatorio de los actores de transporte público colectivo. Éstos han sido un paso atrás de la legislación al reconocer la existencia del dañino esquema de afiliación, pese a que las leyes 105 de 1993 y 336 de 1996 claramente establecen como único responsable de la prestación del servicio a las empresas de transporte. Igualmente, cabe recordar que el “carrusel” en Bogotá, se inició a partir de la emisión de un concepto de un funcionario del Ministerio en 2002, acogido por un juez de tutela pese a la oposición jurídica de la STT.

La rama judicial, a través de sentencias de tutelas hasta fallos de constitucionalidad o nulidad de actos administrativos, ha determinado las competencias de la STT y ordenado algunas actuaciones que en muchos casos contrarían abiertamente la política bogotana en la materia. El mejor ejemplo de estos casos son las tutelas a favor del “carrusel”, las cuales de un plumazo borraron la disminución de la sobreoferta lograda porla fase I de Transmilenio. En efecto, fueron más los buses que ingresaron gracias a las tutelas, que los chatarrizados para permitir la entrada de los vehículos articulados del sistema.

Las anteriores consideraciones son relevantes pues en los próximos días las altas cortes deberán pronunciarse sobre aspectos absolutamente críticos para el futuro del transporte público colectivo, de la capital y todo el país. Por un lado, la Corte Constitucional revisará las tutelas que han permitido el “carrusel” en la ciudad. Por el otro, el Consejo de Estado deberá pronunciarse sobre las demandas de nulidad contra los decretos 112 a 116 de 2003, presentadas por una parte de los transportadores, que busca frenar la modernización de este servicio público y la disminución de sobreoferta.

Los tribunales tienen dos opciones: la primera, continuar la tradición jurídica que avala las competencias de las ciudades para organizar el transporte, controlar ilegalidad, disminuir sobreoferta e implementar sistemas de transporte masivo. La segunda, adoptar la posición jurídica de una parte de los transportadores que quiere mantener las condiciones caóticas de prestación del servicio, las cuales benefician sus ingresos, pero van en detrimento de la calidad y seguridad de los usuarios y de la eficiencia y salubridad del medio ambiente de la ciudad. Si se toma ésta última opción, el timón pasará al Ministerio, quien estará exactamente en la misma disyuntiva de los tribunales.

Es necesario también tener en cuenta que logros e innovaciones de movilidad de Bogotá se han adelantado muchas veces a lo que el ministerio ha normado. El mejor ejemplo de lo anterior es Transmilenio, éste es un sistema público masivo en el cual las empresas administran su propio parque automotor y las formas de contratación y remuneración de los conductores son radicalmente distintas del famoso destajo que es causante de la “guerra del centavo”. Adicionalmente, la creación de Transmilenio, marca en Bogotá un fortalecimiento y redefinición del rol de la administración y transportadores. Los primeros se responsabilizaron de la planeación, organización, control del transporte masivo y la construcción de infraestructura. Los segundos se encargaron de la operación empresarial, en el sentido estricto de la palabra. Ellos asumieron el transporte masivo bajo un nuevo esquema real de formalidad y corresponsabilidad.

En los próximos días los bogotanos tendrán claro hacia donde se dirige la política de transporte colectivo de su ciudad y el país. Pero a diferencia de otras ocasiones, esta vez no podrán considerar como única responsable de la misma a la Secretaría de Tránsito y Transporte. Pero más allá de las decisiones en materia de transporte, los fallos marcarán la posible modernización del gremio y sobre todo la forma de construir institucionalidad, sostenibilidad, ciudad y ciudadanía.