Todo comenzó un amanecer de domingo. En la duermevela esperaba como siempre, el rastrillar entusiasta, el revolotear de hojas, el sonido cómplice que anunciaba la llegada de lo esperado, de lo convenido. Cuando la mañana clareó sin canto de gallos, la abrupta certeza de lo presentido se hizo real. Bajo la puerta principal sólo se percibía ese frescor que suelen tener las primeras horas en la capital.

Vino luego la pelea con el vigilante del edificio, con el portero del conjunto, con la recepcionista del call center. La noticia tenía ese aire brutal de lo que no se puede cambiar. No habría periódico por vencimiento de la suscripción. Como los males no suelen venir solos, en el transcurso de las siguientes horas, la racha se extendió a semanarios y revistas. Cuando salí, los impresos estaban agotados en los puestos cercanos. Regresé con la mueca de los derrotados, y el eco incipiente del suspiro del que no sabe qué hacer con su tiempo.

El tedio, el sinsentido y la amargura me acompañaron sin compasión hasta el día siguiente que me esperaba con su infortunio agazapado. Desenvolviendo el ovillo de desgracias reunidas llegué al origen de la tragedia: Alguien intentado usurpar la clave de mi tarjeta de crédito la había bloqueado. Todos los procesos de renovación estaban suspendidos.

 No se preocupe señor, dijo la dependiente sin calcular la dimensión de su sentencia, una vez usted haga las diligencias policivas y reclamaciones respectivas, podrá hacer uso de su tarjeta en cinco días. Una semana sin prensa. Una semana. Una semanaaaa.

Después de ingerir la dosis reforzada de antidepresivos, paulatinamente me fui acercando a la realidad, quiero decir, a esta otra realidad desmediatizada. El intento no duró mucho. Con vergüenza pero con decisión tuve que pedir la devolución de mi viejo televisor analógico que había regalado al portero, adelantándome cuatro años a los consejos del comisionado Ricardo Galán, ante la inminente llegada de la era digital.

Como pude reinstalé la vieja antena aérea con una tapa de olla en el extremo. No era la mejor señal pero alcanzaba a distinguir a Alfonso Lizarazo del Vicepresidente de la república. Desde entonces supe que Jota Mario sigue en la televisión, no dice nada pero su cabeza de medusa sirve para acompañar las mañanas junto a los Simpson. Supe también que Sábados Felices los pasaron de lunes a viernes, que en las noches hay un concurso entre programadoras y canales que repiten, como en un sinfín, el libreto con diversos actores y con distintas poses a ver quien lo hace mejor.

Me enteré que volvieron a pasar El Zorro Recargado (los milagros de la remasterizaciòn), el superfiscal 86 (el temible agente del recontraespionaje), y Mi Bella genio (que por estos días tiene problemas de contratación) También pude conocer que desaparecieron los noticieros y que en su lugar emiten ahora magacines. Y claro, acertaron. Sin duda es mejor ver a Katalina haciendo aeróbicos que a Judith Sarmiento acomodándose las gafas, o el cruce de piernas y los flirteos de Laura Acuña que las infidelidades de Arturito Abella (q.e.p.d).

Pero lo mejor es el contenido. Es suficiente con unas sesión diaria durante una semana para convenir en que aquí guerra no hay y que las escaramuzas han sido sobredimensionadas por esos columnistas hiperreales, que la economía está en su mejor momento, que sólo quedan unos pocos desadaptados en armas y otros de civil tratando de tapar el sol con un dedo e ignorando que el mundo es hoy más seguro que antes (miren a Bush tan orondo), que hemos reencontrado el paraíso perdido como dice engolado acento ese profeta de los nuevos tiempos que es Fernando Londoño, el único columnahabiente, junto a José Obdulio Gaviria, con los pies bien puestos sobre la tierra.

Me lo hubieran dicho. El mundo con televisión es otra cosa. Hay que ver cómo se entienden en esa cajita mágica esos monólogos de la Virginia , los argumentos de ese histriónico de Fernando Botero Zea, las razones últimas de Luis Alfredo Garavito, las justificaciones de esos prestantes ciudadanos acogidos a la ley de justicia y paz, y de tantos otros insignes oradores que demuestran que los periodistas se necesitan si acaso para sostener los micrófonos (y sobran con la efectividad probada de las ruedas de prensa y de las declaraciones sin preguntas).

Y si no me creen, miren esa primicia universal de RCN con denuncia sobradamente probada del intervencionismo venezolano en nuestros asuntos. Eso es reportería, señores, para no hablar del cazanoticias.

Y ni hablar de las fuentes, como esos estandartes de la verdad como Serna Alzate y Olivo Saldaña, ejemplos de pertinencia, autoridad y toda credibilidad.

Ah y la cosa política de Vicky Dávila y las cosas secretas, pero visibles de Darcy Quinn. Eso es videopolítica (acabo de hacer una parrillada con los libros de Sartori y Baudrillard y Bordieu, padres putativos de los embelecos. Ese aroma, señores, ese aroma.) Por eso y por las 24 horas de programación diaria tengo que reconocer que con gusto he entrado a engrosar la lista de los 36 millones de Colombianos que se informan por este Espejito de Blanca Nieves que consiente por igual a María Emma Mejía (candidata a todo desde las épocas del Teletigre) al Ministro Arias (metro imagen indiscutida de Colombiamoda) y a la alcaldesa de Neiva;( ¿Vieron qué buen registro tiene? Que ni pintada para el sonajero de la cartera del Interior y de Justicia).

Sí, ahora formo parte del país optimista, que cree, que creemos a pie juntilla que esta vez y como en la televisión del prime time, el llanero solitario va a imponer la ley y el orden en el salvaje sur, porque en el norte ya cesó la horrible noche.

Ahora sé lo que es estar en el camino de los triunfadores, y formar parte de la mayoría absoluta, y estar representado en ese 72% que hoy orgullosamente muestran las encuestas. Ahora sólo veo televisión y duermo como el Ministro Holguín. De los periódicos y revistas sólo me interesa la sección de farándula, la programación de la tele y las secciones de consejos para controlar el peso, conocer de alta cocina, dónde invertir mis ahorros y qué acciones o bienes raíces comprar en el extranjero.

Por eso ahora, así no juegue la Selección, tengo suficiente con los telesábados de consejo comunitario y con los sonoros titulares y los siete minutos de información cada día, para sentirme más colombiano, más honesto, más trabajador que nunca. Ese es el país que me merecía. Quien lo creyera. No hay mal que por bien no venga.