En la primera mitad de los años 90, cuando el conflicto armado interno de Colombia, ya enteramente ligado al tráfico internacional de narcóticos, estaba escalando nuevas expresiones de brutalidad, un grupo de luchadores sociales, encabezado por el padre jesuita Francisco de Roux, se sumergió en la empresa aparentemente alocada de demostrar que la violencia política no se combate con más violencia sino con el arma inofensiva del trabajo. Así se puso en marcha el Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio, un proyecto de producción y comercialización agraria extendido sobre tres decenas de municipios asentados en el curso medio del principal río del país, en zonas tradicionalmente olvidadas de los servicios del Estado y por tanto altamente conflictivas.

La obra, monitoreada por organismos de cooperación internacionales, tanto gubernamentales como no gubernamentales, ha avanzado tenazmente sobre el mapa de la violencia y el desamparo, ha dejado muertos y frustraciones en el camino pero muestra logros concretos de paz y convivencia allí donde hasta hace poco solo se sabía de guerra y pobreza.

Morelia, una cooperativa productora de mora, es hoy la empresa líder del municipio de Bolívar. Cuando llegó el Programa de Desarrollo y Paz, hace nueve años, el territorio estaba en manos de los viejos porque los jóvenes habían emigrado a las ciudades. En cinco años Morelia pasó de 42 familias a 163 y el área sembrada se multiplicó por siete. Con recursos de la Unión Europea y aportes complementarios de la alcaldía y de la misma cooperativa, las fincas proveen productos agroindustriales extraídos de frutas como la mora, la uchuva y el tomate de árbol.

Hace dos años 50 familias campesinas de la parte baja del municipio de San Vicente de Chucurí sembraron diez hectáreas de palma aceitera en los rastrojos de parcelas que se extienden por las lomas del piedemonte de la Cordillera de los Yariguíes. Hoy en día las 500 hectáreas de palma están produciendo y están asociadas con la labor de otras 450 familias del Magdalena Medio.

Las fincas campesinas de seguridad alimentaría y productos tropicales permanentes, que operan en circuitos productivos de siembra, cosecha, poscosecha, transformación y mercadeo, todos ellos controlados por los campesinos, “están allí como alternativa seria y sostenible para proteger al campesinado y arraigarlo al territorio”, para garantizar un futuro a los jóvenes en el campo y no fuera de él, para evitar que los macroproyectos de los señores de la guerra, que no necesitan de campesinos (plantaciones de caucho, cacao, palma, maderables, ganado y búfalos) se apoderen de las tierras que forman los valles cálidos interandinos.

El Programa trae ejemplos concretos de las razones de paz que asisten a los campesinos. En tierras bajas del municipio de El Peñón se asientan 400 poblados de campesinos que hace tres décadas formaron parejas jóvenes y sembraron granos y frutas para alimentarse y sostener la educación de sus hijos. Hace 15 años empezaron a pedir al gobierno la construcción de un puente sobre el río Horta, a fin de poder sacar sus productos a la carretera central. “Nadie les oyó. Entonces hicieron un puente colgante y sembraron coca, que se podía pasar por el puente. Como en todas partes, llegó el dinero, y la guerra y las desgracias. Una de ellas, la fumigación que arrasó con el pancoger el año pasado. Los campesinos volvieron a pedir el puente y nadie les hizo caso. En los últimos meses, 50 kilómetros abajo, terratenientes y promotores de grandes proyectos compraron tierras inmensas, donde, sin campesinos, van a hacer proyectos de agricultura industrial. Ya está listo el proyecto del puente para esa zona sin campesinos. Ese es el desarrollo al revés. El desarrollo sin gente. El desarrollo violento. Y la puesta en evidencia de las razones de la coca y de la calamidad injusta de la guerra”.

Con motivo del debate público suscitado alrededor de la aplicación de la Ley de Justicia y Paz, auspiciada por el gobierno nacional y que pretende poner término al conflicto armado mediante la dejación de las armas, la confesión de los crímenes y la reparación de las víctimas, el Programa del Magdalena Medio ha planteado algo muy importante: que la aplicación de esa ley “se consigue solamente si se da un papel central a las veredas, corregimientos, pueblos, ciudades intermedias y zonas de grandes centros urbanos que han sufrido el conflicto armado en grandes proporciones”. “Las comunidades víctimas —agrega el Programa— no son las asociaciones u organizaciones de las víctimas. Son pueblos enteros que han sufrido la locura del conflicto armado interno colombiano. Comunidades que han vivido el sometimiento al actor armado y sus cómplices y han vivido el cambio de amos y de aliados de los amos. Han conocido el terror, el hundimiento en el silencio y la humillación, y han sido testigos de cómo en su seno ocurrió el robo de las tierras y las casas, la huída de los desplazados, la entrada de hijos a la guerrilla y el paramilitarismo y las alianzas mortales de las autodefensas con políticos, alcaldes, concejales, terratenientes, policías y militares durante años. En medio de estas comunidades viven los deudos de las personas asesinadas en las masacres y los homicidios selectivos, los parientes de los desplazados, los vulnerados que perdieron una pierna por las minas quiebrapatas, las mujeres violadas y las familias desposeídas de sus tierras”.

Como es sabido, el gobierno colombiano, presidido por el creador de los primeros grupos “legales” de particulares armados, informó inicialmente que tales agrupaciones apenas sumaban unos once mil efectivos, pero luego aceptó que los desmovilizados llegaban a cuarenta mil y a todos ellos les suministra un sueldo mensual de $358.000, una suma con la cual sobreviven millones de colombianos y que sale de las costillas de los contribuyentes. Al respecto, el Programa afirma: “Estas comunidades víctimas, que buscan la reconciliación, son las que deben recibir los recursos para los proyectos de desarrollo y paz (...) Lo que ha dejado la guerra no son cuarenta mil desmovilizados, de los cuales cerca de la mitad son oportunistas —a quienes el gobierno protege con subsidios y proyectos—, sino enormes comunidades víctimas, que por la misma realidad vivida están conectadas en procesos regionales y participativos de paz y derechos integrales”.

En estos momentos, cuando los primeros jefes paramilitares están presentando sus descargos ante pequeños grupos de damnificados —algunos asesinados después de asistir a tales audiencias—, la advertencia del Programa no puede ser más clara. “Estas comunidades víctimas —dice un informe de prensa del Programa— tienen una potencialidad propia para contribuir a la solución del problema (...) las viudas, los huérfanos y los violados, acompañados por la comunidad víctima pueden constituirse como ciudadanos clientes, con protección y derechos, del proceso de la Ley que hasta ahora solo tiene como clientes a los perpetradores de los crímenes; y exigir la verdad, evidenciar a los responsables y exigir lo que les importa: que se declare por qué mataron a sus hijos y esposos, dónde están los cadáveres de las hijas desaparecidas; quiénes fueron los cómplices; cuáles son las garantías que darán a las comunidades para que la agresión salvaje nunca más se repita, y establecer cuál es la reparación esperada”.