Los propios documentos de seguridad y defensa nacionales (como la Agenda Nacional de Riesgos y el Plan Militar de Defensa Nacional Conjunto), a los que hemos tenido acceso, los señalan como “amenazas” al Estado que deben ser vigiladas; pero los colocan muy por debajo de otros asuntos y actores.

Estos análisis e informes que buscan minimizar la acción de los movimientos armados yerran porque sólo evalúan las capacidades de fuego de los grupos subversivos. Se trata de enfoques meramente militaristas en los que se desvincula a los guerrilleros o insurrectos de la sociedad que los hace posibles; como si fueran grupos aislados o individuos “exaltados” sin ningún asidero social.

Resulta revelador que mientras esos análisis colocan en los últimos niveles de atención a los movimientos armados, esos mismos estudios destacan en los primeros lugares a los movimientos sociales populares, campesinos, indígenas, de trabajadores. El miedo a quienes se organizan es tal, que el nivel de prioridad que se les da está por encima que el destinado a los grupos del narcotráfico y otros actores.

El espolio y el despojo de las últimas décadas (más depredadores que los de las décadas de 1960 y 1970 que hicieron florecer decenas de expresiones armadas) han provocado una efervescencia social por toda la República sin que necesariamente deriven en movimientos armados.

Lo primero que debe quedar claro es que los actuales grupos guerrilleros son, en términos generales, una respuesta a la profunda desigualdad que vive el país, a la explotación de unos cuantos sobre las mayorías y al despojo de montes, aguas, minerales, maderas que el gran capital ejecuta en prácticamente todos los estados de la República.

Los movimientos armados en el México de hoy son de resistencia. Más allá de la retórica de la Revolución y el “proyecto revolucionario”, lo cierto es que apenas intentan resistir al embate del capitalismo salvaje.

Contralínea me ha dado la oportunidad de, en distintos momentos, entrevistar a las entonces dirigencias del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN, 2006), el Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente (ERPI, 2009), el Ejército Popular Revolucionario (EPR, 2014) y una célula clandestina del anarcocomunismo insurreccionalista (2016).

Con toda seguridad, entre estas organizaciones hay más diferencias que coincidencias. De hecho, las diferencias son muy profundas. Pero pude advertir que todas tienen discursos coherentes (con los cuales se puede estar de acuerdo o no). Sus postulados tienen asideros en las realidades que viven. Y, dentro de sus posibilidades, mantienen intercambios con sectores sociales de todo tipo.

Otras organizaciones armadas con actividad importante son, por sólo mencionar a tres de las que se tienen noticia, la Tendencia Democrática Revolucionaria-Ejército del Pueblo (TDR-EP), el Comité Clandestino Revolucionario de los Pobres-Comando Justiciero 28 de Junio (CCRP-CJ28J) y las Fuerzas Revolucionarias Armadas del Pueblo (FARP).

Además, hay otras que no han salido a la luz pública pero que avanzan rápidamente en lo que llaman “acumulación de fuerzas”. De ellas no se conocen siquiera sus nombres. Y están también las decenas de células anarquistas insurreccionalistas en guerra declarada al capital y al Estado.

Las coincidencias obvias entre ellas son su opción por la lucha armada, la clandestinidad de sus acciones y el rechazo al Estado capitalista (en el caso de los anarquistas insurreccionalistas, a cualquier tipo de Estado). Consideran que en los procesos electorales sólo está representada la misma clase con diferentes caras (y, a veces, ni eso). Así que no se podía esperar que apoyaran a quien saliera triunfante de las elecciones de julio pasado. Nunca hubo posibilidad alguna de que los movimientos armados se sintieran esperanzados (muchos menos representados) con el lopezobradorismo.

Luego del 1 de julio, sólo dos movimientos armados se han pronunciado públicamente: el EZLN y el EPR. Ambas señalan que el próximo gobierno no cambia en nada la situación de pobreza, despojo y explotación que viven las clases bajas, los indígenas, los campesinos, los trabajadores, los desempleados. Incluso, consideran que la situación puede empeorar porque con la bandera de “izquierda” la próxima administración puede profundizar el despojo como no pudieron hacerlo priístas y panistas.

En una entrevista con Contralínea, la próxima secretaria de Gobernación, la ministra en retiro Olga Sánchez Cordero, dijo que los grupos armados y la izquierda social deberían dar el “beneficio de la duda” a quienes asumirán el poder el 1 de diciembre próximo. Y aseguró que no habría más policía política. Que los órganos de inteligencia se utilizarían para conocer las razones y las demandas de los movimientos y no para perseguirlos. No es suficiente pero al menos el discurso no fue de amenazas o confrontación.

Lo que debe quedar claro para López Obrador es que los movimientos armados con reivindicaciones políticas y sociales tienen legitimidad. El caso del EZLN es contundente. Se trata de la guerrilla que desde hace décadas ha privilegiado el trabajo pacífico y que cuenta con milicianos y bases de apoyo como ninguna otra desde la época de la Revolución. Además, ha logrado mejorar las condiciones de vida de comunidades donde se asienta y también ha contribuido en la articulación de un movimiento nacional de los pueblos originarios (el Congreso Nacional Indígena).

Ya tenemos claras señales de cuáles serán las posiciones del próximo presidente de la República (y sus políticas) ante los políticos de los sexenios pasados, la oposición electoral, los militares, los empresarios y los medios de comunicación. Lo que no sabemos es qué posición adoptará ante la izquierda –que no es obradorista– y ante los movimientos armados. La confrontación con estos últimos puede ser más álgida que con cualquier otro actor.