Memorial en Moscú. ‎

Sesenta años han transcurrido desde el 12 de abril de 1961, día en el que el cosmonauta Yuri ‎Gagarin realizó la primera vuelta en órbita alrededor de la Tierra, fuera de la atmósfera terrestre. ‎Fue un hecho épico que, además de sus componentes tecnológicos y geopolíticos –el mundo ‎estaba entonces en plena guerra fría–, recuerda los gestos de los héroes mitológicos de la ‎antigüedad. ‎

Ante todo, la denominación de «cosmonauta» que los sovieticos dieron a sus exploradores del ‎espacio hacía directamente referencia al cosmos, esa imagen de la inmensidad de la cual la ‎sensibilidad de los hombres de la antigüedad hacía derivar también, y no por casualidad, la ‎palabra «cosmesi» –el arte de la cosmética– o sea, el continuo devenir de una belleza que se ‎recrea. El cosmonauta, por consiguiente, no parte a la conquista del Cosmos sino que explora ‎sus maravillas, el orden universal que allí se expresa, viéndose a sí mismo como parte de él. ‎

En aquella época se mantenía la impulsión motriz de la Revolución de Octubre, con su necesidad ‎de promover una Weltanschauung (visión del mundo) opuesta a la de Estados Unidos. ‎En efecto, la palabra «astronauta», utilizada por Estados Unidos en la misma época, provenía ‎de una matriz totalmente diferente. Estados Unidos promovía, así vale decirlo, un sentido ‎diferente del enfoque estelar, viendo el cosmos como un espacio vacío a través del cual ‎se navegaba para alcanzar lo importante: la materia, precisamente el astro, visto como destino ‎final y meta del viaje. ‎

Pero lo fundamental, lo que hace de Gagarin un personaje único e inolvidable en toda la historia ‎de la humanidad es su mirada. ¿Por qué? ‎

Reflexionemos sólo sobre este hecho evidente. En el siglo pasado, en la modernidad naciente, ‎quizás precisamente al comienzo de esta, hubo un hombre que vio con sus ojos lo que ‎nadie más había visto antes, un hombre que vivió una experiencia única, inigualable: ver la Tierra ‎desde el espacio, ver el planeta entero, sin fronteras ni divisiones entre los pueblos. ‎

Ese hombre fue Yuri Gagarin, el primero que vio Gaya (o Gea) completa, bajo su verdadera ‎forma, en vivo, desde arriba, en todo su esplendor, como sólo los dioses de la antigüedad ‎habían podido verla hasta entonces. Y ese hombre se ve bajo el encanto misterioso de su ‎empresa, la unicidad de una visión que todos y todas los que vinieron después de él pudieron ‎sólo repetir, pero sin igualarlo nunca. ‎

Entonces, si bien del vuelo del Vostok –que significa “Oriente”, el punto cardinal donde nacen ‎el sol y la luz del conocimiento, al menos para quienes miran en esa dirección simbólica– ‎se habla siempre en términos científico-políticos, también existe, de manera más simbólica y ‎por lo tanto más profunda, un aspecto imaginario, síquico, de ese primer viaje orbital. Porque, ‎en efecto, la mayor incógnita que se insinuaba en las mentes de los científicos soviéticos era ‎justamente ¿logrará Gagarin soportar la visión de la Tierra desde el espacio? ¿Logrará su mente ‎soportar una imagen que ningún humano ha visto antes, que sólo aparece en el ‎‎Mundus Imaginalis de la humanidad pero no en su experiencia sensorial? ‎

Fue por esa razón, entre otras, que el vuelo de Gagarin fue dirigido enteramente desde ‎la Tierra, mediante un complejo sistema teledirigido e informatizado, dejando así a Gagarin ‎enteramente libre de ver y de ser visto desde su planeta natal. ‎

Escogido con el mayor cuidado entre todos los aspirantes, Gagarin fue finalmente seleccionado ‎precisamente porque había pasado su infancia en los grandes espacios terrestres, donde ‎se esconde el espíritu de las cosas, análogo quizás al que podría encontrar allá arriba.

El cosmonauta soviético no traicionó las expectativas. Como un verdadero héroe fundó un nuevo ‎mito, el del hombre que logra percibir dentro de sí mismo la amplitud del Mundo, su belleza ‎sin fronteras, su esplendor sin dueños. Así lo describió, mirándolo a través de la escotilla de ‎su cápsula, a través de una verdadera perspectiva ya que su mirada no sólo estaba canalizada ‎por un punto único de observación, sino sobre todo porque se sentía como atraído por la esencia ‎luminosa de Gaya, focalizado hacia su invisible centro simbólico. ‎

En la visión de Gagarin, Gaya recupera su supremacía sobre la mirada de los humanos, el mundo ‎de las Potencias que la generaron vuelve a manifestarse en toda su altura. La fuerza de esas ‎sugestiones mitológicas es tan poderosa que, en los vuelos espaciales, más que en cualquier otra ‎actividad humana, volvemos a encontrar los nombres de las divinidades griegas, desde los ‎cohetes como Atlas-Agena hasta los programas como Mercurio y Apolo. ‎

La visión de Gagarin, no astronauta sino cosmonauta, no consquistador de astros sino ‎vagabundo entre las estrellas, brilló quizás durante una sola órbita. Pero es grande como la ‎inmensa extensión cósmica que aún hoy, si fuésemos sabios, tendríamos que saber percibir, ‎incluso desde la Tierra. ‎

Traducido al español por Red Voltaire a partir de la versión al francés de Marie-Ange Patrizio