La coalición social privatista liderada por el PT quiere dar, en estas elecciones, demostraciones inequívocas de la durabilidad y consistencia de su fórmula. Consistencia, en este caso no quiere decir sólo la coherencia con los fundamentos económicos que sustentan las posiciones monopólicas de los conglomerados que se repartieron el territorio, sino también la efectividad en la aplicación de esos fundamentos, haciendo posible ampliar los márgenes de ganancia del llamado “negocio Brasil”, pero en marcos de legalidad y de consentimiento popular. Eso quiere decir que
la legitimidad del gobierno gestor de las medidas liberales y privatistas pasa a ser una preocupación central del sistema financiero internacional, incapaz de hacer valer sus
dictámenes sin mediaciones.

Coherencia macroeconómica y efectividad política son temas en permanente tensión al interior del gobierno de Lula. A diferencia de la gestión automática del gobierno tucano
(PSDB), posibilitada por los tiempos calmos y por un flujo abundante de capitales, la gestión negociada, inaugurada en el nuevo gobierno, se forjó en una coyuntura de oscilaciones abruptas y de elevado riesgo de ingobernabilidad. Después de la quiebra de la paridad cambiaria en 1999, solamente un gobierno con alguna legitimidad social y nacional podría dar sobrevivencia a políticas de cambio flexible, de metas de inflación y de superávit primarios crecientes.

Un país con la complejidad de Brasil no podría ser administrado y gobernado como un nicho territorial, o sea, sólo en función de su atractivo y multifuncionalidad para las
redes transnacionales. Brasil no podría ser sólo un lugar más para la multiplicación del dinero que circula más rápido y para la sustracción del dinero que osa enraizarse y
ramificarse. Si el capitalismo en Brasil persistiese de tal forma, no podría reproducirse ni reformarse, lo que llevaría a profundizar las fisuras en el ya muy quebradizo régimen de dominación. Pero es el PT, hijo de esas mismas fisuras, íntimo conocedor de ellas, el que resuelve asumir una misión solidificadora en nombre de un orden pactado.

Se estableció a partir de 2002, una simbiosis entre una burocracia socio política originaria del campo popular y democrático y la tecnoestructura financiera transnacional. La “gestión”, antes mera correa de transmisión, se atribuyó funciones más cercanas a los anillos centrales del proceso de decisión. Los contornos de actuación “política” continúan, por lo tanto, siendo definidos en última instancia, por el poder de los grupos que controla las estructuras económicas dinámicas del país y le dan solvencia financiera.

En este sentido es verdad que la “política” se amplía, haciendo que el debate sobre la conducción macroeconómica gane nuevos abordajes e interlocutores, pero los límites
estructurales no se alteran, sino todo lo contrario, se consolidan además en la misma proporción en que se legitiman sobre una base de apoyo más amplia. En la gestión negociada, comandada por Palocci, no existen más concesiones aleatorias,
como en la época de Malan y sus tecnócratas adiestrados. Las concesiones ahora son realizadas en marcos mínimamente igualitarios, con el sistema financiero internacional, con las redes privadas y con los gobiernos de los países hegemónicos. Ejemplificando, respectivamente. a) cumplimiento estricto de superávit primarios mayor a cambio de
flexibilidad presupuestaria para la aplicación de recursos públicos en el sector de infraestructura, acordados con el FMI; b) cobertura jurídica, financiera y operacional del
riesgo en inversiones privadas por parte del Estado a cambio de un mayor flujo de aportes privados de largo plazo en los moldes PPPs; c) liberalización gradual y segura del sector servicios, inversiones y compras gubernamentales a cambio de accesos parciales a los mercados europeos y norteamericanos para commodities de bajo valor agregado, en las negociaciones con la Unión Europea y el ALCA.

Si por un lado, el gobierno de Lula representa una recuperación de la esfera política corroída en la última década por un voraz sistema de pillaje financiero-patrimonial, por otro se trata de una recuperación parcial porque la “autonomía” obtenida es, en un momento posterior, mantenida en términos tan solo absolutos. La reactivación de
esta contradicción no sigue un continuo camino democrático radical, en que todos los parámetros pueden ser reinventados, sino que ocurre dentro de los marcos rigurosamente definidos por los grupos económicos hegemónicos que mantienen intacta
su capacidad de veto estructural. El diálogo dirigido y cercenado puede ser más nefasto que un monólogo asumido, en tanto posibilita un mayor cuadro y claustro de la
conflictividad.

El balance entre un proceso político que se flexibiliza y una estructura económica que se hace más rígida queda explícita en la nueva relación entre el gobierno brasilero y el FMI. En el inicio, el FMI demostró alivio, y después grata sorpresa, con un gobierno que garantizaba “sólidas políticas económicas manteniendo sus prioridades sociales”. En adelante, el FMI pasaría a utilizar al gobierno brasilero como un biombo contra la onda reformista que exigía cambios drásticos en las políticas de auxilio a países deudores. Por su parte, el gobierno brasilero se sintió con voluntad para sugerir “cláusulas sociales” en los acuerdos con el Fondo y cálculos diferenciados de superávit primario, que excluyesen del esfuerzo fiscal a las inversiones públicas en infraestructura.

Este es el guante que faltaba a la mano desnuda. La postura “socialmente responsable” que las instituciones financieras precisaban construir después de la política de tierra arrasada que patrocinaban a lo largo de los años ’90. Y de la quiebra, además salen ganando con la modernización de la infraestructura, lo que significa, en la forma en que se está pensando, la optimización del reflejo transnacionalizado del país.

La reciente designación de Rodrigo Rato, ex ministro del gobierno de Aznar en España, como nuevo director general del FMI, demuestra una clara opción por una administración “compartida” de los mecanismos de refinanciamiento de los países incobrables. La reestructuración de las deudas no puede ser llevada a cabo por una conducción tecnicista, como imaginaba la N° 2 del FMI, Anne Krueger. La consolidación del proceso de financiación de Brasil y demás países emergentes exige administración bipartita, país por país, con precisión de detalles. Las instituciones financieras y los países del G7 tratan de “politizar”, ellos mismos, la cuestión de la deuda, antes que los pueblos lo hagan. Para eso están dispuestos a pluralizar los métodos de contabilidad, a delegar gerenciamiento y cronograma y hasta llegan, en casos especiales, a crear líneas de crédito automáticas que prevengan defaults y quiebras, evitando inconvenientes efectos visibilizadores.

El comunicado de Rato sobre Brasil es esclarecedor. Primero reitera la satisfacción que FMI y los mercados con la “coherencia” del gobierno del PT con las políticas macroeconómicas pro mercado y con una pauta ambiciosa de reformas liberales, resaltando el “coraje” que tiene para hacer eso. Después, de forma capciosa, saluda los frutos de esas políticas, crecimiento del PBI, del empleo y de los salarios. El FMI manipula datos parciales y coyunturales de la economía brasilera para reafirmar la “corrección” de sus recetas, haciendo de Brasil un modelo de su “bien realizada” aplicación.

Pero en la conclusión del comunicado se revela el refinado intercambio de posiciones entre el gobierno y el Fondo: “concordamos que es fundamental garantizar la sustentabilidad de la recuperación económica de mediano plazo, por medio de la manutención de políticas macroeconómicas prudentes, nuevos avances en las reformas
estructurales y atención constante para garantizar que los beneficios del crecimiento sean compartidos con los menos favorecidos”. El FMI se compromete con el “desarrollo
económico en especial en la mejora de la calidad de vida de la población cadenciada” en tanto el gobierno de Lula se aferre a la “estabilidad macroeconómica y las reformas
estructurales”. ¡Vea como son compatibles los intereses monopolistas de los conglomerados financieros y las reivindicaciones distributivas de los sectores populares! Es tanta la compatibilidad que el gobierno recibió autorización para deducir de la meta del superávit primario del 2004 hasta R$ 2.9 billones de inversiones en saneamiento básico. Los resultados de esta conjugación son realmente conmovedores.

El pensamiento único, para continuar con esto, en medio de una transición sistémica tempestuosa, precisa pluralizar sus referencias y justificativos. Las fuerzas políticas salidas de las luchas de las clases populares, especialmente el PT en Brasil, han contribuido decisivamente para el reciclaje de la hegemonía del capital financiero en el mundo. Construida la confianza junto a los inversores, esas fuerzas van progresivamente recibiendo el monopolio gerencial del territorio mercadizado, a partir del cual procuran implementar cambios residuales, que acumulados, representarían un salto cualitativo. Vea adonde fue a parar la estrategia de “acumulación de fuerzas” del PT.

Al aceptar un campo de posibilidades marcado a fuego por el proceso de transnacionalización asimétrico, el PT reservó para sí mismo la misión de implementar, desde adentro, los “correctivos posibles” al totalitarismo privado. Con su rumbo modelo de auto domesticación, el PT pretende dar fin a la utopía y cerrar los infinitos baches que la historia no quiere dejar de abrir. Los caminos alternativos son indisimulables. Pero los caminos no se muestran sin que nos precipitemos en dirección a ellos. ¿Si el mundo es una inevitable jaula, no tendríamos que ser nosotros la inevitable vía a cerrarla?

*Luis Fernando Novoa Garzon é Sociólogo, miembro de ATTAC y
REBRIP/ Rede Brasileira de Integração dos Povos